Rodrigo Alonso
En 1879 miles de guerreros subsaharianos demostraron, una vez más, que el hecho de ser la potencia hegemónica no te garantiza el triunfo en el campo de batalla.
«La batalla de Isandlwana», por Charles Edwin Fripp
En el campo de batalla no siempre es el más fuerte el que vence. Fíjense sino en acontecimientos como la Guerra de Independencia Española, en la derrota de los casacas rojas del rey Jorge frente al Continental Army de Washington o en el triunfo de los afganos sobre Gran Bretaña en 1842. La historia mundial está plagada de ejemplos de este tipo. Dentro de la larga lista, aunque quizá algo menos conocida que los anteriores, se encuentra también la batalla de Isandlwana (1879), librada hace más de 130 años entre el reino zulú y el ejército británico. Un episodio que muchos historiadores han catalogado como su mayor derrota colonial.
Esta batalla, en la que más de 1.000 soldados ingleses perdieron la vida, sigue siendo recordada con orgullo por el bravo pueblo subsahariano. Tanto que su actual rey, Goodwill Zwelithini, tiene planeado construir varias edificaciones, entre ellas un museo, en el mismo espacio en el que tuvo lugar. Este plan ha recibido numerosas críticas, entre ellas del experto en la guerra anglo-zulú Ian Knight, quien en la conmemoración de la efeméride celebrada el año pasado dijo lo siguiente: «No me corresponde a mí decirle al rey lo que puede hacer con su tierra, pero las construcciones se realizarán sobre una parte clave del campo de batalla».
A pesar de las críticas, el monarca se muestra tranquilo con su decisión. El diario británico «The Times» recoge que, según informes locales, Zwelithini consultó a su curandero sobre la opinión que tenían los caídos en combate sobre sus intenciones. Este le respondió, supuestamente, que los espíritus que todavía moran en el campo de batalla están de acuerdo. Habría que verlo.
Sea como fuere, ABC recoge aquí las causas que llevaron la confrontación entre el reino zulú y Gran Bretaña; así como las razones que provocaron la estrepitosa derrota británica frente a un enemigo que, si bien le superaba (y mucho) en número, no contaba con el armamento ni las condiciones de los casacas rojas, que tampoco eran excelentes, pero sí mejores que las de los africanos.
Esta es la historia de como una tribu subsahariana hizo morder el polvo a la potencia más importante de su tiempo.
Diamantes
Antes de que comenzase la guerra anglo-zulú, los británicos llevaban ya varias décadas en el cuerno de África. En el 1843 habían anexionado la república de Natal y ya contaban desde hacía tiempo con la Colonia de El Cabo, la cual en 1872 alcanzó una total autonomía de la metrópoli. Al mismo tiempo, habían dejado en manos de los bóers o afrikáners –habitantes de origen europeo que llevaban siglos asentados en el continente– el gobierno de Transvaal y del Estado Libre de Orange. Esta situación, sin embargo, cambió a raíz del descubrimiento de minas de diamantes. Fue entonces cuando Reino Unido comenzó a plantearse seriamente la creación de una unión de estados subsaharianos que estaría bajo su control. Además de los intereses mercantiles, el Imperio veía con recelo el ascenso al trono zulú de Cetshwayo. Hijo de Mpande, que había subido al poder en sustitución de su hermano Digaan, el cual había sustituido a su vez a Chaka, se convirtió en rey en el año 1872.
Por entonces las relaciones del Imperio con los zulúes corrían a cargo de Theophilus Shepstone, que trabajaba en la administración de Natal. «(Shepstone) conocía bien a ese pueblo, al que, en opinión de algunos, había llegado a parecerse un poco», explica Henri L. Wesseling en su libro «Divide y vencerás: El reparto de África, 1880-1914» (RBA). Durante los años setenta del siglo XIX abogó por la necesidad de crear dicha unión de estados. Pensaba que era la única forma de salvar a los nativos de las acciones de la población bóer, con la que ya se habían visto obligados a enfrentarse en varias ocasiones para preservar sus territorios.
A pesar de las buenas intenciones de Shepstone, el hombre que debía orquestar la expansión británica en la zona, Sir Bartle Frere, no mostraba la misma preocupación por la suerte de las tribus, a las que veía como una amenaza. Especialmente a los zulúes. Y es que Cetshwayo se había afanado en conformar un ejército capaz de defender los amenazados intereses del pueblo, que ahora se veía cada vez más cercado por británicos y bóer. «Decidió recuperar ciertos aspectos que hicieron temibles a las tropas de su tío Chaka y pronto lo vieron como una amenaza militar preocupante para los británicos», explica sobre el gobernante Eric García Moral en su libro «Breve historia del África subsahariana» (Nowtilus).
Ante la negativa de los zulúes a aceptar la supremacía imperial en la zona, los británicos optaron por enviarles un ultimátum. Desde Londres se intentó evitar la confrontación armada a toda costa, ya que tenían otros conflictos bélicos a la vista y no estaban interesado en destinar recursos a una guerra en el sur de África. Los zulúes, por su parte, hicieron todo lo posible para mantener la paz. Ofrecieron a los británicos pagos a cambio de la paz, pero estos hicieron en todo momento oídos sordos a sus peticiones. Frere tenía decidido acabar de una vez por todas con la capacidad militar del reino africano, aunque fuese desoyendo los consejos de la metrópoli. Esta actitud, lejos de causar temor entre los nativos, acabó por convencerles de la necesidad de tomar cartas en el asunto. «Un claro sentimiento antiblanco sacudió el país y comerciantes y misioneros tuvieron que abandonarlo por miedo a represalias», explica Carlos Roca en su libro «El último Napoleón» (Nowtilus).
Llegados a este punto, era prácticamente imposible evitar que la sangre llegase al río. La guerra fue declarada de forma oficial el 11 de enero de 1879. Ese mismo día, tres columnas del ejército británico penetraron en territorio zulú. Durante las primeros impases de la invasión el contingente europeo avanzó sin oposición alguna. No había rastro alguno de las tropas de Cetshwayo. Parecía que lo tenían todo ganado antes de empezar. Pero, efectivamente, únicamente lo parecía.
Tan solo 11 días después de la declaración, el 22 de enero, un enorme contingente nativo, compuesto por 20.000 guerreros, cercó a poco más de 1.800 soldados británicos que iban acompañados por unos 500 nativos. El resultado fue una absoluta carnicería. Ya durante la madrugada se había informado sobre la presencia de un contingente zulú en las cercanías de la colina Siphezi, ubicada en las proximidades del lugar donde los europeos tenían establecido su campamento: la montaña Isandlwana.
Graves errores
Al enterarse el general Chelmsford de la proximidad del enemigo, tomó parte de las tropas para salir en su búsqueda. Dejó al mando de los efectivos restantes al teniente coronel Pulleine, un oficial brillante pero inexperto en la batalla. «Fue un excelente oficial que gozó del respeto de sus hombres por el interés que siempre mostró en el bienestar de todos ellos, pero nunca había mandado tropas en acción y siguió estrictamente las órdenes del general en cuanto a la forma de defender el campamento en caso de ataque», relata Roca en «El último Napoleón». Precisamente, esa falta de adaptabilidad de Pulleine fue uno de los motivos que abocó a sus hombres a una sangría sin precedentes hasta entonces en el continente africano, al menos en lo que a un contingente europeo se refiere. Pero no toda la culpa fue suya.
Las tropas británicas no estaban preparadas para hacer frente al ejército subsahariano. A pesar de su desconocimiento sobre las tácticas tribales, los británicos habían sido aconsejados previamente. El político bóer Paul Kruger, que sabía de lo que eran capaces los zulúes, había advertido sobre la necesidad de emplear un círculo defensivo de carros, así como de la importancia de mantener puestos avanzados de caballería. Sin embargo, sus palabras cayeron en saco roto. Para más inri, el campamento ubicado en Isandlwana no había sido atrincherado previamente.
A pesar de los esfuerzos del general por encontrar las tropas zulúes, fue otro, el teniente Charly Raw, quien los divisó. El coronel Durnford se dio cuenta al instante de la importancia de reunir a las tropaspara hacer frente al numeroso ejército africano. Mientras trataba de contener a los hombres de Cetshwayo, envió al galope a uno de sus oficiales hacia el campamento para que diese la voz de alarma. Una vez fue avisado, Pulleine dispuso a sus hombres en línea con forma de media luna en torno a su posición, el centro ubicó cañones, y detrás de estos a las unidades nativas con las que contaba. Precisamente, sobre la sensación de miedo que causaba la artillería entre los guerreros subsaharianos, uno de sus integrantes dijo en una ocasión lo siguiente:
«A nosotros no nos gustaban nada, nada en absoluto los ubambai (nombre que les daban a los cañones y que en su idioma significa también trueno). Al principio nosotros intentamos regatearlos y dispersarnos cuando creíamos que venían sobre nosotros buscando donde pensábamos que no iba a caer, pero para nuestro asombro, en una ocasión cayó en un espeso grupo que simplemente estábamos convencidos que lo habíamos evitado. Brazos, piernas y cabezas volaron en todas las direcciones».
Cuernos de búfalo
En los primeros compases de la batalla parecía que la victoria caería del lado británico. Las descargas de los británicos consiguieron contener la avalancha de zulúes que caían sobre ellos. Incluso algunos de los subsaharianos llegaron a echarse a tierra ante el rugir de sus fusiles. «El Rey no nos ha enviado aquí para que nos tiremos al suelo», gritaba uno de los comandantes zulúes, según recoge Carlos Roca en su obra «Zulú, la batalla de Isandlwana» (Inédita Editores). Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de los casacas rojas, la suerte de estos se evaporó en cuestión de media hora. La falta de munición necesaria para contener al enemigo provocó que la cadencia de fuego disminuyese notablemente en algunas partes de la línea que defendía el campamento.
Mientras esto ocurría, los africanos se encontraban cada vez más confiados en su capacidad para darle la vuelta a la tortilla gracias a las arengas de sus superiores. Superada esta primera fase en la que los europeos se habían visto beneficiados por su mejor armamento, los zulúes tenían todas las de ganar. La formación en línea dispuesta por Pullein se antojaba sumamente vulnerable ante los cuernos de búfalo de los subsaharianos, técnica consistente en la división de los efectivos en un cuerpo central que atacaba de frente y otros dos que se encargaban de envolver al enemigo por los flancos. Ni siquiera la artillería británica fue capaz de frenar el torrente que se les venía encima.
Los zulúes, finalmente, lograron penetrar en el campamento. Rodearon al enemigo y fueron mermando sus fuerzas ante la imposibilidad de los soldados británicos por repeler sus ataques y dirigirse a defender su base. Poco más se pudo hacer, los nativos apenas dejaron con vida a un puñado de hombres. De los 1.800 casacas rojas que participaron en la batalla unos 1.300 murieron aquel 22 de enero, entre las víctimas se encontraban ni más ni menos que 52 oficiales, según algunos historiadores más de los que perdieron la vida en Waterloo. Únicamente se sabe de 50 supervivientes entre los que combatieron aquel día. Muchos de los demás desaparecieron sin dejar rastro.
A pesar de la derrota sufrida por los europeos, los guerreros zulúes supieron valorar su resistencia. «Aquellos soldados, ¡qué pocos eran, pero cómo luchaban! Eran como piedras que caía cada una en su lugar», dijo, según aparece recogido en «Zulú, la batalla de Isandlwana», uno de los subsaharianos que participaron en batalla. Por su parte, un británico que también había combatido en Isandlwana recuerda ese día con estas palabras:
«Los zulúes eran millares y avanzaban como un enjambre. El llano estaba cubierto en su totalidad por una horda de guerreros que producían un sonido tremendo que resonaba como un trueno en la distancia. A pesar del ruido de nuestras armas, podíamos escuchar perfectamente sus gritos de guerra, cómo golpeaban los pies contra el suelo y el traqueteo de sus assegais (una especie de lanzas) contra sus escudos. Era una visión impresionante».
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