Bruno Pardo Porto
Llega a España el último libro del escritor belga Stefan Hertmans, que retrata la Gran Guerra a través de los diarios de Urbain Martien, un soldado retirado traumatizado por la violencia de las trincheras.
Urbain Martien, abuelo de Stefan Hertmans, vestido de soldado - S. Hertmans
Meses antes de morir, el abuelo de Stefan Hertmans (Bélgica, 1951) le dejó a su nieto un curioso legado: unos cuadernos con más de seiscientas páginas sobre su vida, una suerte de biografía íntima que rellenaba sus silencios y secretos, esos que había fraguado en las trincheras flamencas durante la Primera Guerra Mundial. Era 1981 y entonces el literato no había firmado ningún libro, pero en aquella entrega había también una petición, que confirmó meses más tarde. «Le hice una promesa en su lecho de muerte: que en un momento u otro escribiría y publicaría su historia», recuerda Hertmans, uno de los autores en neerlandés más importantes de la actualidad, en conversación con ABC.
Muchos años después, treinta y tres para ser exactos, aquel peculiar juramento se convirtió «Guerra y trementina», que ahora llega a España de la mano de Anagrama. Se trata de un relato en primera persona de un hombre que va descubriendo las miserias que sufrió su abuelo, construyendo el relato de una vida acaecida entre 1891 y 1981: unos años tan convulsos que parecen ficción, aunque aquí todos los testimonios son reales. Es, a la vez, un obra histórica y de revelación íntima, que mezcla los grandes acontecimientos de la humanidad con los vaivenes del espíritu individual.
«Estoy absolutamente convencido de que las vidas privadas de las personas contribuyen en gran medida a la comprensión de la Historia. Los historiadores se preocupan por los hechos objetivos y externos al hombre; los escritores pueden describir el pasado desde dentro, desde el corazón de un individuo», explica el autor. Y en ese corazón, el de Urbain Martien, encontramos el horror: la descripción de sus heridas, la vida en las trincheras, las ratas que mataba con las manos para no morirse de hambre, los aullidos de los mutilados que no le dejaban dormir. Nunca se desprendió de aquellos recuerdos, que en su rostro solo se atisbaban cuando se sentaba a escuchar música (Beethoven, sobre todo) y se le torcía el gesto con la mirada perdida.
«Lo maravilloso es que era un hombre alegre, con una especie de optimismo ingenuo, feliz y agradecido con todo lo que podía disfrutar durante su vejez. Para él, lo primero era la dignidad: era la herencia moral de su madre Céline», evoca Hertmans, que no olvida sus cicatrices interiores, siempre abiertas y ocultas a los demás. «Estoy seguro de que fue un hombre destrozado. Eso fue debido a sus traumas, por los que recibió electrochoques a finales de los cincuenta o principios de los sesenta», añade. No debemos olvidarlo: aquella huella fue lo suficientemente profunda como para que Urbain pudiese escribir todos estos detalles muchos años más tarde, pues la primera anotación de sus diarios está fechada el 20 de mayo de 1963.
Hay un suceso impactante que explica parte de esas fracturas, y que no tiene tanto de sangre como de sacudida del espíritu. Explica Hertmans que la Primera Guerra Mundial fue también un cambio de modelo, que se abandonaron los ideales decimonónicos del orgullo, el honor, la integridad y el coraje para dar paso a un campo de batalla lleno de almas perdidas. «Todas aquellas virtudes desaparecieron en el infierno de las trincheras, donde emborrachaban a los soldados de forma deliberada antes de enviarlos a la línea de fuego (...) y a medida que se acercaba el final de la guerra, prácticamente en todas partes, se celebraban “tingeltangels”, como los llamaba mi abuelo, saraos clandestinos en los que se animaba a los soldados a saciar su apetito sexual de maneras no siempre igual de delicadas», describe Hertmans en el libro. Aquella crueldad cambiaría para siempre la moral, la mentalidad y las costumbres de toda una generación.
Arte terapéutico
Quizás para sobreponerse a ello, ya como veterano de guerra, Urbain se dedicó a la pintura. Pasaba horas y horas copiando cuadros de Velázquez o de los pintores flamencos en su taller personal. Adoraba las obras del renacimiento, del romanticismo y del realismo, aunque siempre rechazó el modernismo, «probablemente porque retrataba todas aquellas cosas que él quería olvidar». «Está claro que la pintura le ayudaba a sobreponerse a las peores cosas, como el suicidio. Él quería convertir el horror en belleza», asevera el autor, que heredó su abuelo el interés por la pintura y se convirtió en profesor de la Academia de Bellas Artes de Gent, donde enseñó durante décadas.
En las últimas páginas de sus diarios, cuenta Hertmans, tan solo existen frases sueltas, vagos apuntes sobre la noche y el pánico. «Y la tinta se ha corrido con algo que podrían ser lágrimas», describe. De ahí se destila que pasó los últimos años de su vida en las trincheras del recuerdo, anotando detalles muy lejos del presente. Aunque esto lo descubrió su nieto cuando ya peinaba canas, tras devorar sus cuadernos, que le revelaron a otra persona, esa que habitaba detrás de la coraza de su abuelo, con el que había compartido casa toda la vida. «Él fue el amigo de mis años de infancia, el soñador que me enseñó a pintar, a cantar, a ver cuadros en el museo, el que me hizo espadas de madera y me enseñó a pelear. Pero no era consciente de sus secretos, de sus traumas ni de las grandes aventuras amorosas y trágicas de su vida. Ahora he conocido a un hombre mucho más profundo, un hombre con una resistencia enorme pero silenciosa. He descubierto que fue un verdadero héroe durante la guerra, una hazaña que escondía con modestia», remata.
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