Manuel P. Villatoro
Según la autopsia que se hizo a su cadáver, el «pequeño corso» medía 1,68 metros, una estatura considerable para la época.
Bonaparte, un pequeño hombre que no era tan pequeño - ABC
El «pequeño corso». Este es, sin duda, el sobrenombre más famoso de todos aquellos que tenía en su haber Napoleón Bonaparte -más conocido por ser el general francés que puso a sus pies a media Europa y a una buena parte del norte de África-. El apodo no era arbitrario, pues hacía referencia a lo poco que se elevaba del suelo su figura. «Gran estratega sí, pero de pequeña talla», que podríamos decir. Sin embargo, la realidad choca con el mito, pues la altura del emperador galo –tal y como pudo conocerse según su autopsia- era exactamente de 1,68 metros, por encima de la media de sus conciudadanos allá por la época en la que dio guerra: el siglo XIX.
A nivel internacional, hablar de este (no tan) pequeño hombre es hacerlo también de un genio militar que logró que Francia se expandiera por medio globo. Y es que, -entre otras cosas- venció a los piamonteses y a los austríacos en Italia cuando apenas contaba 27 años. Todo ello, logrando transformar un ejército harapiento y famélico en un contingente de héroes ansiosos por servir a su país. De hecho, en tan sólo quince días logró hacerse con una cantidad de terreno mayor que la que había conseguido para sí el antiguo «Ejército de Italia» en cuatro campañas. «Soldados, habéis en quince días ganado seis batallas […] tomado muchas plazas fuertes y conquistado la parte más rica del Piamonte, […] y os doy las gracias por ello», dijo en una ocasión a la tropa.
Más célebres aún son sus victorias en Egipto, donde –a pesar de que derrotó a los mamelucos (quienes controlaban la región y a sus ciudadanos con puño de hierro)- se sintió abrumado por toda la Historia que albergaban aquellos desiertos propiedad, en su día, de los faraones. No en vano, cuando vio los gigantescos monumentos milenarios de piedra que hacían las veces de tumbas solamente pudo decir una frase a sus hombres: «Desde lo alto de esas Pirámides, cuarenta siglos nos contemplan». Lástima que de nada le valieron sus continuos triunfos en la región, pues los ingleses acabaron venciendo a su flota por mar. Un pequeño contratiempo que no significó nada para Napoleón, quien volvió a Francia y fue recibido como un héroe.
«Los nombres más ilustres de los tiempos más antiguos y modernos quedan ofuscados ante el de Napoleón. ¿Qué son, al lado del general del ejército de Italia, del conquistador de Egipto, del fundador del imperio francés, del vencedor de la Europa civilizada, así Alejandro[Magno] como Anibal, César, Mahomet, Carlomagno, Enrique IV y Cromwell? Napoleón, superior a cada uno de ellos en la cualidad a que ha debido su gloria, los sobrepasa todavía más en la reunión en un mismo ser de las otras grandes cualidades que no tuvieron», explica el historiador A. Hugo en su obra de 1839 «Historia del Emperador Napoleón».
Con todo, hablar de Napoleón también es hacerlo del hombre que, en 1806 (y después de proclamarse Emperador de la «France») se presentó con su «Grande Armée» en la frontera con España para, a base de engaños y patrañas, conquistarnos. Un objetivo que no logró. Y es que, si hubiera cumplido su misión es probable que aquí anduviésemos cantando la «La Marsellesa» frente a la bandera azul blanca y roja. Por suerte, los hispanos le acabaron expulsando haciendo válida la advertencia que el hermano del «pequeño corso» (y rey impuesto por estos lares) ya le había hecho: «Tengo por enemigo a una nación de doce millones de almas, enfurecidas hasta lo indecible. Todo lo que aquí se hizo el dos de mayo fue odioso. No, Sire. Estáis en un error. Vuestra gloria se hundirá en España».
Exilio y muerte
Sin embargo, y como suele pasar con una buena parte de los grandes imperios, Napoleón terminó siendo derrotado. Su tumba fue la batalla de Waterloo, donde sus tropas fueron aplastadas por Arthur Wellesley (más conocido como el «Duque de Wellington»). Tras ser vencido, la desgracia cayó sobre el «pequeño corso», quien –de regreso en París- fue obligado a renunciar a su cargo. Posteriormente decidió entregarse a los ingleses, quienes le deportaron a la isla de Santa Elena. Allí, el «Sire» pasó sus últimos días recordando aquellas gloriosas campañas en las que su nombre era vitoreado por cientos de miles de soldados galos.
Con el paso del tiempo su salud se fue marchitando. Según dicen varios historiadores, no sirvió de nada que los médicos trataran de ocultarle el estado en el que se hallaba, pues el «pequeño corso» sabía perfectamente que el último grano de arena de su reloj estaba a punto de caer. «Dentro de poco habré espirado […] y encontraré a mis valientes en los campos Eliseos. Sí, Kleber, Desaix, Bessieres, Duroc, Ney, Murat, Massena, Berthier… todos vendrán a recibirme, me hablarán de lo que hicimos juntos y conversaremos de nuestras guerras con Escipión, Aníbal, César, Federico», señalaba el Emperador. Finalmente y seis años después de empezar su cautiverio, Napoleón falleció –según la versión oficial- aquejado de un cáncer de estómago.
Así informó de su muerte Sir Hudson Lowe. Gobernador de la Isla de Santa Elena, a lord Bathurst, ministro de negocios extranjeros: «Milord: Debo anunciar a V.S. que Napoleón Bonaparte ha muerto el 5 de mayo a las seis menos diez minutos de la tarde, después de una enfermedad que le ha retenido en la cama desde el 17 de marzo último. El doctor Arnott le asistió en el momento de morir, y le vio exhalar el último suspiro. El capitán Crokat, oficial de guardia y los doctores Shorst y Mitchell vieron inmediatamente el cuerpo, y el doctor Arnott permaneció junto al cadáver aquella noche. Haré enterrar el cuerpo con todos los honores correspondientes a un oficial general de más alto rango.
Autopsia
Tras la muerte del «petit corso», varios expertos llevaron a cabo su autopsia. De la misma hubo dos informes: el elaborado por un grupo al servicio (principalmente) de Gran Bretaña, y una segunda de su médico personal, François Antommarchi (seleccionado además por la familia del Emperador para realizar tan delicada tarea). En ambos casos, se determinó que la causa del fallecimiento había sido cáncer de estómago.
«La superficie interior del estómago en casi toda su extensión presentaba una masa de afecciones cancerosas, o de las partes esquirrosas que cambiaban en cáncer, lo cual se observó más directamente cerca del píloro. […]», determinaban los doctores Shorst, Arnott, Burton, Mithchell y Livingstone, tal y como recoge el libro «Un Granadero de la guardia imperial sobre el sepulcro de Napoleón Bonaparte. Historia de la vida pública y privada del exemperador», obra fechado en 1830.
Establecida la causa de la muerte, los doctores procedieron a determinar las medidas del cuerpo de Napoleón. El más minucioso en esta tarea fue Antommarchi. «Su altura total de lo alto de la cabeza hasta los talones era de cinco pies, dos pulgadas y cuatro líneas. La extensión comprendida entre sus dos brazos tomada desde las puntas de los dedos de en medio era de cinco pies y dos pulgadas. De la sínfisis del pubis hasta lo más alto de la cabeza había dos pies, siete pulgadas y cuatro líneas. Del pubis al calcaño, dos pies siete pulgadas. De lo más alto de la cabeza hasta la barba, siete pulgadas y seis líneas. Los cabellos escasos y de color castaño claro. El abdomen muy inflamado y voluminoso», destacaba el experto en su obra «Últimos momentos de Napoleón».
Así pues, quedó determinado que el cadáver del corso medía cinco pies, dos pulgadas y cuatro líneas. El problema radicó en que esta medida fue tomada en el denominado «pied métrique», un sistema métrico establecido por el propio Bonaparte en 1812 que equivalía a una tercera parte de un metro. Según esta forma de calcular su altura, Napoleón se alzaba del suelo 1,68 metros. Sin embargo, cuando los datos llegaron a Gran Bretaña, los ingleses los interpretaron bajo su propio procedimiento (según el cual un pie contaba con una extensión menor). Así pues, tras hacer los cálculos, determinaron erróneamente que la talla del Emperador era de 1,57 metros.
La leyenda, acrecentada
Sabedores de la repercusión que tendría este dato, los británicos no tardaron en darlo a conocer al mundo para humillar de forma póstuma al corso. Pero… ¿por qué este bulo se fue haciendo cada vez más y más grande? Entre las posibilidades que se barajan, John Lloyd (autor de «The Second Book of General Ignorance: Everything You Think You Know Is –Still- Wrong») cree que pudo deberse a que, siempre que se veía a Napoleón en el campo de batalla, estaba rodeado de sus mejores soldados: los que pertenecían a la Guardia Imperial. Al parecer, estos podían hacer que cualquier sujeto pareciese un enano a su lado, pues contaban con una gigantesca envergadura para la época y, por supuesto, con un inmenso «bearskin» (o cubrecabeza) que les hacía, si cabe, más altos.
«La Guardia Imperial fue creada por Napoleón el 28 de floreal del año XII oficiosamente (18 de mayo de 1804), y luego por decreto imperial del 29 de julio. Comprende en ese momento dos regimientos, uno de Granaderos y otro de Cazadores. Las tallas reglamentarias mínimas eran de 1 metro 73 para los cazadores y 1 metro 83 para los granaderos», explica Jerry D. Morelock (Miembro del Comité Histórico del Instituto Napoleónico México-Francia) en su dossier «Los hombres de Infantería de la vieja Guardia de Napoleón».
Esta estatura la corrobora también el popular historiador francés Paul Guichonett en su obra «Les chastel», donde hace hincapié en la gran envergadura que debían tener los granaderos montados del ejército del Emperador. «Las condiciones de admisión eran extremadamente selectivas: al menos 12 años de servicio, probadas y verdaderas habilidades ecuestres, una conducta ejemplar y una mínimo de altura de 4 pies y 5 pulgadas (1,70 metros)», destaca el galo en su obra. Con tallas similares a su alrededor, no es nada raro que Napoleón quedara como un «taponcete» a pesar de medir 1,68 metros de altura.
Más alto que la media
A su vez, es absolutamente falso que Napoleón fuese bajito. De hecho, era bastante más alto que la media de los franceses de la época. «Para imaginar el impacto que podían tener soldados como los granaderos o los cazadores entre la sociedad, es de señalar que en aquel entonces la talla promedio de un hombre francés era de 1 metro 55», explica Morelock. A su vez, el «pequeño corso» tenía una envergadura considerablemente mayor que la de los compatriotas que se alistaban en los regimientos de exploradores a caballo de sus ejércitos (la cual no podía exceder –por normativa- de 1,61 metros) y que multitud de sus enemigos (entre los que destacaba Horatio Nelson con 1,62 metros).
Por otro lado, esta leyenda negra sobre Napoleón también se vio acrecentada por culpa del cariñoso mote que sus soldados le pusieron en Italia: el «pequeño cabo». Con todo –y a pesar de que no hay datos de ello- este sobrenombre puede achacarse a lo cercano que era por entonces con sus compañeros o, incluso, a la corta edad que tenía cuando recibió ese mando. Y es que, aunque dirigió aquella campaña con 27 años, ascendió General de Brigada cuando acababa de cumplir los 24. Mientras, otros destacados oficiales galos de similar edad que él como Michel Ney o Pierre-Antoine Dupont tuvieron que esperar respectivamente hasta los 27 y 28 años para conseguir el mismo rango.
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