lunes, 22 de octubre de 2018

Las despiadadas mentiras que se dijeron en España sobre los Últimos de Filipinas: unos amotinados «perturbados». 4º ESO

ABC HISTORIA
César Cervera

Aunque luego serían mitificados, hubo muchos en el Ejército y en la prensa que afirmaron que los defensores de Baler no se rendían porque habían matado al capitán De las Morenas por culpa de un fraile loco. Su tozudez resultó difícil de comprender para la opinión pública.


A la izquierda, el médico Rogelio Vigil de Quiñones. En el centro, de pie, el cabo Jesús García Quijano. A la derecha, el segundo teniente Saturnino Martín Cerezo


El derrumbe del Imperio español en 1898 duró menos de lo que cualquiera hubiera imaginado. Entre la explosión del acorazado Maine en la Habana y la destrucción de la mayor parte de la Armada pasaron menos de tres meses. De Cuba y Puerto Rico, la guerra saltó rápido a Filipinas, de modo que para el verano de 1898 el archipiélago se había extraviado. El rápido colapso de las fuerzas españolas y el hecho de que algunos de los mejores acorazados de su Armada evitaran intervenir en la contienda aumentaron la impresión en la opinión pública de que se estaba asistiendo a una demolición controlada de unas colonias ingobernables. No obstante, si la guerra obedecía a un guión aceptado por el Gobierno español hubo desde luego un grupo de soldados a los que nadie avisó.
Sin que aún lo sospecharan, la iglesia de San Luis de Tolosa se convertiría durante 337 días en la embajada, cuartel, comedor y baño de 54 soldados
Una guarnición desplegada para combatir a los rebeldes filipinos quedó incomunicada en la pequeña población de Baler, en la costa oriental de la isla de Luzón. La zona había sido un constante foco de insurrecciones el año anterior, lo que incluyó dos asedios casi consecutivos, pero al fin parecía posible restablecer la calma. Tomada de forma súbita la provincia de Nueva Écija por los rebeldes, los 54 españoles respiraron durante un mes una inquietante calma, mientras los últimos filipinos que vivían en el pueblo sacaban sus pertenencias a escondidas.
Cuando el 27 de junio la población amaneció completamente desierta, los españoles sabían que el enemigo estaba encima. Se acuartelaron en la iglesia, de 300 metros cuadrados, para prevenirse de que un posible levantamiento no les sorprendiera sin cuatro paredes. Una iglesia que había quedado dañada e inhabilitada para el culto en sendos asedios a la guarnición el año anterior, de modo que apenas era un techo.
Enrique de las Morenas y Fossi
Enrique de las Morenas y Fossi
El día 30 fue tiroteada una partida de quince soldados que reconocía el pueblo. Los soldados se refugiaron en el templo con el resto de compañeros, mientras les cubrían varios tiradores españoles desde la trinchera y la torre de la iglesia. Como si se trataran de dos losas de mármol colisionando, las puertas se cerraron con solemnidad en cuanto pasó el último de ellos. Sin que aún lo sospecharan, la iglesia de San Luis de Tolosa se convertiría durante 337 días en la embajada, cuartel, comedor y baño de 54 soldados y varios frailes, cuando no en la tumba de muchos.
Los insurgentes, armados con enormes machetes, exhibieron toda su fuerza alrededor de la iglesia, con cientos de hombres repartidos en trincheras. Al lugar acudieron rebeldes bien adiestrados en la lucha contra la madre patria procedentes de otras provincias. Lejos de lo que se ha supuesto, tampoco los defensores de Baler eran soldados bisoños. Como explican Miguel Leiva y Miguel López de la Asunción en su libro «Los últimos de Filipinas» (Actas, 2016), la mayoría habían combatido en otras batallas y 13 habían estado asediados en esa misma iglesia recientemente. Desde el principio actuaron con determinación y profesionalidad para resistir hasta que llegaran refuerzos. Nada que hiciera pensar a los filipinos que el cerco pudiera alargarse más de una semana, si acaso, puesto que por toda la isla se estaban rindiendo sin luchar destacamentos de tamaños muy superiores. En cuestión de meses, 9.000 españoles caerían prisioneros de los revolucionarios.

La muerte vino con las enfermedades

Los rebeldes avisaron al mando español de la derrota de la Armada a manos norteamericanas y del derrumbe del Imperio. Su resistencia estaba fuera de lugar: si se rendían serían tratados conforme a las leyes internacionales. El capitán Enrique de las Morenas, un veterano de guerra rudo y bravucón, se negó a creer la información de los rebeldes que cercaron la iglesia. Durante meses, los filipinos instaron una y otra vez a rendirse al capitán español, que harto de cantinelas aseguró que «la muerte es preferible a la deshonra».
A pesar del gran número de atacantes, la escasez de rifles (al principio solo 35) y artillería entre los locales limitó el número de españoles abatidos por las balas a solo dos en todo lo que duró el sitio. Los soldados afirmaron haber causado ellos más de medio millar de bajas a los isleños. El verdadero enemigo español fueron las enfermedades. La mala alimentación y el hacinamiento propagó la disentería y, sobre todo, el beriberi, un mal provocado por la carencia de alimentos frescos. Hasta el final del asedio murieron 15 defensores por estas epidemias, entre ellos De las Morenas y el teniente Alonso Zayas, a consecuencia de lo cual el mando recayó a principios de otoño en el teniente Saturnino Martín Cerezo, que ya asumía el mando del destacamento.
Desertores tagalos del fortín de Baler que se unieron a los rebeldes
Desertores tagalos del fortín de Baler que se unieron a los rebeldes
Martín Cerezo, un hombre sin vicios, que ni bebía ni fumaba, había participado recientemente en la campaña de Bulacan a las órdenes del teniente coronel Pardo, tomando parte en la conquista de las trincheras del puente Pantubig. Un soldado veterano, riguroso y testarudo hasta lo enfermizo, que debió hacer frente a una situación crítica, sin víveres y con la mayoría de sus hombres heridos. Tras conseguir insuflar ánimos a los defensores, el oficial extremeño se centró en disimular de cara al exterior el lastimoso estado de sus tropas: colocó en las posiciones más visibles a los soldados con mejor aspecto y trató por todos los medios de camuflar que De las Morenas había fallecido.
Precisamente, la misma deficiencia nutricional que mató a De las Morenas remitió a partir de diciembre cuando los defensores realizaron una salida clave para recoger vegetales y frutas de los alrededores. Una decena de soldados logró saltar una de las trincheras enemigas, quemar un centenar de casas y despejar así unos 200 metros alrededor de la iglesia. Todo ello mejoró la higiene y la alimentación dentro de San Luis de Tolosa.
De pronto, Martín Cerezo y los suyos se vieron en medio de una guerra ajena entre los filipinos y los norteamericanos
A los muertos por combate y enfermedad se sumaron seis desertores. Uno de ellos, el sanitario Paladio Paredes, presentó un relato ficticio ante el Gobierno Militar de Manila donde afirmaba que el destacamento de Baler ya se había rendido, lo que paralizó el plan de socorro que estaba en marcha. Otros desertores, no conformes con cambiar de bando, se dedicaron a lanzar proclamas a sus compañeros me recordar lo inútil de su sacrificio. «Cazadores, esta noche moriréis todos, no habrá remedio. Estad con cuidado», se oía por las noches. Y en verdad era una resistencia inútil. Antes de que terminara 1898 el Gobierno español firmó con Estados Unidos un tratado de paz por el que cedía Filipinas a cambio de 20 millones de dólares.
De pronto, Martín Cerezo y los suyos se vieron en medio de una guerra ajena entre los filipinos y los norteamericanos. Estos, por su parte, pidieron a España que conservara de momento las últimas posiciones filipinas bajo su control a cambio, entre otras cosas, de su ayuda para sacar vivos a los sitiados de Baler. Tampoco los yanquis tuvieron suerte aquí. Dos tripulantes del USS Yorktown fueron abatidos y varios apresados cuando se acercaron sin permiso por mar a esta población.

Fracasan todos los parlamentos

La prensa tardó en enterarse sobre lo que estaba ocurriendo en Baler. Hasta el 1 de diciembre de 1898 no se hizo eco un medio, un periódico de Manila, «El Soldado español», sobre los rumores que llevaban circulando meses sobre un destacamento irreductible: «Dice un colega que el destacamento de Baler (Príncipe) al mando del capitán Las Morenas continúa defendiéndose después de seis meses de asedio».
A principio de 1899, el capitán de Infantería Miguel Olmedo Calvo, vestido de paisano, intentó parlamentar con los asediados por petición del Consejo de Gobierno filipino. Olmedo conocía a De las Morenas desde su infancia y era medio pariente suyo, de ahí su enorme sorpresa cuando Martín Cerezo le ordenó, en nombre de su superior, que se retirara sin dignarse a verle siquiera. Martín Cerezo pensaba que Olmedo ni era oficial ni era nada y no estaba dispuesto a revelarle que De las Morenas llevaba meses muerto. A su regreso a Madrid, Olmedo no pudo sino dar la razón a los periódicos que empezaban a especular sobre si los últimos defensores eran en verdad amotinados en vez de héroes desesperados.
Portada de «Los últimos de Filipinas: mito y realidad del sitio de Baler»
Portada de «Los últimos de Filipinas: mito y realidad del sitio de Baler»
«El Correo Militar» dio el 1 de mayo su propia versión de los hechos:
«Se viene afirmando por personas autorizadas que al frente del destacamento de Baler se halla actualmente un fraile cuya cabeza ha sido pregonada por los tagalos, y como no ignora que, fuera o no honrosa la capitulación, él perdería la vida porque los indígenas no habían de perdonarle, obliga al destacamento a resistir hasta su muerte, para ver si consigue salvarse. Si esto es exacto, como parece, el capitán De las Morenas no debe existir, y si existe debe hallarse preso como consecuencia lógica de las intrigas del fraile condenado a muerte por los tagalos. No se explica de otro modo el hecho de no haberse podido avistar al capitán Olmedo con su amigo De las Morenas, no obstante hallarse este unido a quel por una amistad fraternal, no se concibe de otra manera el modo de no haberse concedido hospitalidad al generoso emisario a pesar de los ruegos de este. En Baler, detrás de los muros de su convento tenazmente defendido por un puñado de héroes, ha debido ocurrir algo anormal, algo horrible que no nos atrevemos a indicar siquiera, pero que debe averiguarse, aprovechando la suspensión de hostilidades iniciada entre americanos y tagalos».
«La Correspondencia Militar» y «El Liberal» se sumaron al disparate sobre lo sucedido en Baler, si bien otros medios más responsables como «El Español» pusieron un poco de cordura en el asunto:
«Ni por lo dicho en sus columnas ni por lo afirmado por Olmedo, puede afirmarse como han dicho algunos diarios que De las Morenas ha muerto y que un fraile manda ahora las fuerzas españolas de Baler. Estos extremos hay que desmentirlos para evitar la angustia de su familia y encauzar a la opinión pública. Lo que dijo Olmedo fue que la suerte de De las Morenas era una incógnita, nada más. Nadie se atrevió a decir que las tropas estaban mandadas por un religioso. En Baler está el teniente Alonso, jefe del destacamento, y otro oficial».
El llamado «otro oficial» era el anónimo Martín Cerezo. En la primavera, un alto mando español, Cristóbal Aguilar y Castañeda, viajó para convencer a quien estuviera al mando de que combatían por un imperio que ya no existía. La novedosa visión de una bandera española despertó el interés de Martín Cerezo, que escuchó las explicaciones del oficial desde el interior de la iglesia. Para demostrarle que la guerra había terminado, el teniente coronel le mostró varios periódicos, pese a lo cual los defensores siguieron sin creer en una derrota tan vil. Aguilar justificaría su fracaso en su informe oficial porque había «tropezado con una obstinación jamás vista o con un espíritu perturbado».
Un alto mando español, Cristóbal Aguilar y Castañeda, viajó para convencer como fuera a Martín Cerezo de que combatían por un imperio que ya no existía
La referencia de Aguilar al «espíritu perturbado» disparó una vez más la imaginación del pueblo y de la prensa española. Un cablegrama dirigido al Ministro de la Guerra por el general De los Ríos, superior de Aguilar, terminó por colocar a Martín Cerezo en la picota:
«Regreso con teniente coronel Aguilar, que estuvo en Baler y convenció filipinos sitiadores embarque destacamento con todos los honores de guerra; pero teniente Martín, jefe del mismo, negóse en absoluto a abandonar Baler, a pesar de mis órdenes y razones Jefe de Estado Mayor. Personalmente daré cuenta a V.E. de motivos que se cree esto obedece»
Pocos en la prensa española comprendían la tozudez de Martín Cerezo y pocos rompieron siquiera lanzas en favor de la cautela. Solo «El Noticiario de Manila» en Filipinas y «El Imparcial» en España hablaron, sin fisuras, en favor de los sitiados. En «El Imparcial» recordaron «que el destacamento no ha hecho traición a España lo demuestra la bandera que flota sobre el pueblo y la resistencia que oponen los sitiadores filipinos».

Y mientras terminaba el sitio...

Los rumores atrajeron a personajes de toda catadura moral a la primera plana. Pío Arias Carvajal, un médico provisional que había estado prisionero de los filipinos, escribió poco después un artículo en «El Nacional» donde aseguraba saber lo que De los Ríos iba a decir al ministro. Influido por los rumores de los desertores, el médico creía que los defensores no era unos «locos de remate» como pensaba la prensa, sino algo peor. En su opinión, un fraile amenazado por los vecinos del pueblo estaba atrincherado en la iglesia para evitar que le mataran. Cuando De las Morenas decidió capitular al darse cuenta de que la defensa era inútil, el padre y el teniente Martín se amotinaron contra los mandos y se apoderaron de la posición. La única duda, según Arias Carvajal, estaba en saber si De las Morenas había fallecido ya o solo estaba encerrado.
Sin que faltaran llamas en la polémica apareció el general De los Ríos para afirmar, el 3 de julio, a su llegada a Barcelona que pensaba que De las Morenas y el teniente Alonso habían muerto violentamente: «Creo firmemente que la guarnición de Baler asesinó al capitán De las Morenas, y que el teniente Martín no se rinde para evitar el castigo».
Fotoigrafía grupal de los últimos de Filipinas
Fotografía grupal de los últimos de Filipinas
Lo más curioso e injusto del asunto es que para entonces la guarnición ya se había rendido y en Filipinas se conocían todos los detalles. Al día siguiente de la partida de Aguilar, Martín Cerezo se preparó para una salida casi suicida hacia Manila que pospuso en el último momento. En vísperas de la marcha se convenció, hojeando otra vez la prensa, de que la derrota era cierta. Una sencilla noticia terminó de convencerle: el periódico informaba de que un oficial amigo suyo pasaba a ser destinado a Málaga.
Para el 2 de junio de 1899, ya habían depuesto las armas los 33 supervivientes tras casi un año de zumbidos de balas, enfermedades, hambre y una guerra psicológica que incluyó toda suerte de insultos y humillaciones. Desde Manila fueron repatriados a Barcelona, donde se les recibió como a héroes. La prensa hizo borrón y cuenta nueva ante lo anteriormente dicho y, en un fariseo giro del guion, comparó a los defensores de Baler con los de Numancia, Sagunto, Zaragoza o Gerona. Los elogios no faltaron entonces para aquellos héroes ojerosos y famélicos.

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