César Cervera
La niña fue víctima durante toda su vida de las maquinaciones de su madre y de la indecisión de su padre a la hora de defender su honor. Ni la medicina moderna ni los historiadores han podido esclarecer si Enrique era su padre, puesto que los restos de Juana se perdieron y no es posible hacer una prueba de ADN.
Las dos décadas en las que reinó Enrique IV de Castilla en Castilla (1454-1474) fueron cantadas por los cronistas, en su mayoría afines a los Reyes Católicos, como las más calamitosas de todas las que el reino español sufrió a lo largo de su historia. La ausencia de autoridad y justicia en Castilla provocó el levantamiento de ejércitos privados por todo el territorio y un sinfín de conjuras entre la revoltosa nobleza.
A sus problemas políticos, Enrique IV debió sumar sus dificultades para dar un heredero a Castilla. Siendo Príncipe de Castilla, se casó con la Infanta Blanca, hija de Blanca I de Navarra, aunque no fue capaz de que este enlace se materializara en un hijo. Las crónicas no escatiman en detalle sobre el fiasco ocurrido en la noche de bodas:
«La boda se hizo quedando la Princesa tal cual nació, de que todos ovieron grande enojo».
Un gatillazo del castellano hizo nula la espera de los heraldos y tres notarios, que aguardaban al otro lado del dormitorio a que les fueran entregadas las sábanas manchadas de sangre como prueba del desfloramiento de la Princesa.
El origen de la impotencia
Enrique alegó que había sido incapaz de consumar sexualmente el matrimonio, a pesar de haberlo intentado durante más de tres años, el periodo mínimo exigido por la Iglesia, y, en mayo de 1453, un obispo declaró nulo el matrimonio a causa de «la impotencia sexual perpetua» que un maleficio había provocado en el castellano. Aparte de los auxilios espirituales –devotas oraciones y ofrendas–, el futuro Rey recurrió a brebajes y pócimas con presuntos efectos vigorizantes enviados por sus embajadores en Italia –por aquel entonces considerada la metrópoli de la ciencia erótica– e incluso financió una expedición a África en busca del cuerno de un unicornio.
En cualquier caso, la nulidad respondía a cuestiones políticas. El Príncipe, intuyendo la inminente muerte de su padre, buscaba una excusa para romper su alianza con Navarra y poder casarse con Juana, hija de los Reyes de Portugal. Un maleficio transitorio justificaría porque la impotencia solo afectaba al matrimonio con la navarra y no a relaciones futuras. No en vano, la petición iba acompañada del testimonio de varias prostitutas de Segovia, que declaraban haber mantenido satisfactorias relaciones sexuales con el castellano.
El 20 de julio de 1454 falleció Juan II y al día siguiente Enrique fue proclamado Rey de Castilla. Una de sus primeras preocupaciones fue cerrar su compromiso con Juana de Portugal. En caso de que Enrique se hubiera creído sus propias mentiras, debió resultar especialmente chocante el descubrir que, en verdad, era impotente y tenía graves dificultades para engendrar un niño sin necesidad de maleficios.
Un completo diagnosticó de Gregorio Marañón, en 1931, plantea que el monarca sufría «displásico eunucoide con reacción acromegálica» de carácter hereditario, según la nomenclatura de la época, que no solo entorpeció el completo desarrollo sexual del Rey sino que le provocó ser estéril. No obstante, el urólogo Emilio Maganto Pavón en su obra «Enrique IV de Castilla (1454-1474). Un singular enfermo urológico» considera que el diagnóstico del célebre investigador es incompleto y señala que el origen del desorden hormonal era más bien un síndrome de neoplasia endocrina múltiple (MEN) producido por un tumor hipofisario productor de la hormona del crecimiento y la prolactina. Ambos coincidían, a grandes rasgos, en que a Enrique le costaba tener erecciones por razones anatómicas.
Pero más allá del diagnóstico, la incógnita es si hubo alguna manera médica de que Enrique superara estos problemas y engrendrara con su segunda esposa a Juana «la Beltraneja», llamada así por ser el más que probable fruto de la relación adúltera de la Reina con el valido del Rey Beltrán de la Cueva. Las crónicas del médico alemán Hieronymud Münzer describen el uso de la primera fecundación in vitro de la historia para superar los problemas de Enrique. Con este fin, unos médicos judíos fabricaron una cánula (caña) de oro que introdujeron en la vulva de la reina e «intentaron después que a través de su luz el semen del Rey penetrara en la vagina de su esposa pero que éste no pudo y que hubo que recurrir a otros métodos para recoger el semen». Los experimentos tuvieron lugar a lo largo de los años, aunque los propios textos de Hieronymud Münzer sugieren que no se logró ningún avance con esta técnica.
La maldición de «Beltraneja»
Todas estas circunstancias hicieron que el nacimiento de Juana «la Beltraneja», en 1462, al séptimo año de su segundo matrimonio, no despejara dudas precisamente. La niña nacida fue considerada como el fruto de una relación extraconyugal de la Reina con Beltrán de la Cueva, el favorito del Rey, el cual no solo estaba enterado del asunto sino que supuestamente lo había incentivado para acallar el runrún. Pese a ello, el Rey defendió con uñas y dientes que se trataba de sangre de su sangre y días después del parto hizo que las Cortes de Madrid la juraran como sucesora. Aquello no evitó que nobles como el Marqués de Villena levantara testimonio notarial cuestionando que fuera hija del Monarca, como pronto dijeron los panfletos callejeros.
Lo que no hubiera pasado de cotilleo en la Corte, se convirtió en un asunto de estado cuando se enfrentaron los partidarios de los hermanastra de Enrique, primero Alfonso y luego Isabel, contra los que defendían que Juana fuera la sucesora. El propio Rey demostró en un momento dado que también él tenía dudas sobre la paternidad pues, tras enormes vacilaciones a la hora de defender los derechos dinásticos de Juana «la Beltraneja», su firma en el pacto de Guisando (1468) desheredó a su hija a favor de su hermana Isabel «la Católica». La razón esgrimida para dejar a la Infanta Juana de lado no era su condición de hija de otro hombre, sino la dudosa legalidad del matrimonio de Enrique con la princesa portuguesa y el mal comportamiento reciente de ésta, a la que acusaba de infidelidad.
Isabel se constituyó así como heredera a la Corona, por delante de Juana, su sobrina y ahijada de bautismo, hasta que dos años después el Rey se desdijo como si nada. El 26 de octubre de 1470, Enrique y toda su corte, compuesta por más de 200 personas, se dirigieron hacia Santiago, entre las localidades de Buitrago y Lozoya, para anular los términos de la Concordia de Guisando y jurar, de nuevo, que Juana era hija suya. Aquel último giro condenó al país definitivamente a una guerra civil.
La decisión de Enrique estaba influida por Luis XI de Francia, que negociaba por entonces la mano de Juana para el Duque de Guyena, su hermano. El Rey galo quería una garantía de que iba a casar a su hermano con la heredera de Castilla, por lo que forzó la declaración en Santiago. No obstante, el acuerdo matrimonial se desbarató en 1472 con la muerte del mencionado duque y al castellano no le quedó más remedio que buscar la alianza con Alfonso V de Portugal, al que también le ofreció a Juana en matrimonio.
Las idas y venidas de Enrique permitieron que, a las puertas de su muerte, el bando de Juana hubiera cosechado grandes apoyos internacionales, pero apenas le quedaran aliados en la Península Ibérica. La nobleza, las ciudades y los grandes señoríos como Asturias y Vizcaya se declararon en masa a favor de Fernando e Isabel, de modo que Enrique se reconcilió con la pareja en diciembre de 1473. Como parte del acuerdo, los príncipes prometieron a Enrique que buscarían para su hija un «matrimonio conveniente» por el daño causado.
Al fallecimiento de Enrique IV en 1474, Juana estaba en manos de la familia Pacheco, que no pudo o no quiso (más bien lo segundo) evitar que nobles rebeldes a la causa de Isabel se llevaran a la joven a la frontera de Portugal y acordaran su matrimonio con Alfonso V. El Rey de Portugal firmó un manifiesto acusando a sus rivales de haber dado muerte a Enrique y de haber mancillado el nombre de su única y legítima hija.
Harta del mundo político
Alfonso cruzó la frontera al frente de 1.600 peones y 5.000 caballeros y avanzó por Extremadura para sumar a sus filas al resto de la nobleza descontenta. En las cartas que Juana envió a la aristocracia y a las ciudades, aseguraba la hija de Enrique IV que su padre en su lecho mortal había declarado solemnemente que ella era su heredera legítima. En un ejercicio de cierta candidez la joven trató de evitar la guerra proponiendo que el voto nacional resolviera la cuestión del mejor derecho:
«Luego por los tres estados de estos dichos mis reinos, e por personas escogidas dellos de buena fama e conciencia que sean sin sospecha, se vea libre e determine por justicia a quien estos dichos mis reinos pertenecen; porque se excusen todos rigores e rompimientos de guerra».
La Guerra de Sucesión Castellana cobró dimensión internacional con la intervención de Francia y Portugal y colocó en varios momentos a los Reyes Católicos contra las cuerdas. Claro que su estrategia se basaba en cocinar la victoria a fuego lento: el perdón negociado con los nobles rebeldes, el asedio de las fortalezas juanistas, la terrible presión militar sobre las tierras fronterizas portuguesas y el comienzo de la guerra naval… A estas medidas se sumó una gran labor propagandística por parte de los cronistas y mensajeros de Fernando e Isabel.
Como prueba de ello, lograron hacer pasar la batalla de Toro en marzo de 1476 por una gran victoria de su bando, a pesar de que como poco se dio una situación de tablas. Cuenta el historiador Manuel Ballesteros Gaibrois en «Isabel de Castilla: reina católica de España» que «sin reposar de las tareas durísimas del día, el esposo de Isabel despachaba correos a todas las ciudades de Castilla, del reino aragonés e incluso a reinos extranjeros, comunicando la victoria de las armas de la legítima Reina… ».
El partido castellano de Juana se desintegró ante la noticia inventada de que Fernando había aplastado a Alfonso en Toro. Para más dificultades, los Reyes Católicos consiguieron dos victorias diplomáticas el siguiente año: el Papa Sixto IV anuló la dispensa antes concedida para el matrimonio de Juana con Alfonso; y Luis XI de Francia reconoció a Isabel como Reina de Castilla, rompiendo su alianza con Portugal.
A punto de finalizar la guerra, hacia 1478, Isabel aceptó un compromiso de la «hija de la Reina» con su propio hijo, Juan, de un año de edad, para que dentro de quince años se casaran y sellaran la paz en Castilla. Se acordó que Juana residiría hasta aquella fecha en Portugal, bajo custodia de Beatriz de Braganza. Sin embargo, la joven de diecisiete años sorprendió a todos al anunciar que se retiraba al monasterio de Santa Clara de Coímbra y que renunciaba a toda aspiración sobre la Corona castellana. Isabel temió que se tratara de un engaño, pero su confesor fray Hernando de Talavera le advirtió que no podía oponerse a una vocación ni tampoco al año de noviciado que se necesitaba.
Salvo en cortos períodos por razón de epidemias, la Beltraneja nunca salió del mencionado monasterio hasta su muerte en 1530. En Portugal le otorgaron el título de Excelente Señora.
Juana «La Beltraneja» fue víctima de la enorme carga de ser la única hija de un Rey llamado «El Impotente». Ni la medicina moderna ni los historiadores han podido esclarecer si Enrique era su padre. Los restos de Juana se perdieron y no es posible hacer una prueba de ADN.
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