César Cervera
A cambio de ayuda para reconstruir la Armada española, Alfonso XIII se comprometió a intervenir a favor de Francia y Gran Bretaña llegado el caso de estallar una guerra contra Alemania y sus aliados, entre otros, el Imperio Austro-Húngaro e Italia, con amplia presencia militar en el Mare Nostrum. La imprevisibilidad de Italia lo evitó.
Fotografía del inagotable archivo de ABC sobre la Primera Guerra Mundial
En vísperas del centenario del final de la Primera Guerra Mundial, quedan pocas cuestiones que el bombardeo bibliográfico de este año no hayan sacado a la luz. ¿Cómo de cerca estuvo España de involucrarse en el conflicto? ¿De parte de qué bando lo hubiera hecho? Más allá de la opinión generalizada: España estaba comprometida con Inglaterra y Francia a que, cuando Italia entrará en la guerra, uniría en ese mismo instante su flota a las potencias aliadas. Solo la indecisión de Italia evitó que nuestro país se sumergiera en un conflicto que dejó tras de sí alrededor de 20 millones de muertos.
De las cenizas del desastre de 1898, la Armada española trató de resurgir con el llamado proyecto Ferrándiz –en referencia al ministro de la marina que lo impulsó– que planeaba la modernización de los pocos buques, totalmente obsoletos, que habían sobrevivido al combate contra EE.UU. y la construcción de nuevos acorazados. Nadie dudaba de la necesidad de modernidad la Armada, puesto que España seguía viviendo rodeada de mares, pero muchos cuestionaban que nuestro país contara con la tecnología y la industria requeridas para acometer un plan tan ambicioso. «¡Que inventen otros!», la famosa afirmación atribuida a Miguel de Unamuno, sirve de síntesis sobre la falta de fe en la ciencia española que se respiraba en esos años. Si Alfonso XIII quería modernizar la Armada iba a necesitar de la ayuda de alguna potencia puntera.
No obstante, tras el desastre de Cuba lo que menos tenía España era apoyos internacionales y, en un tiempo donde «el derecho era la fuerza», se temía que otra potencia aprovechara la debilidad española para conquistar Canarias, Baleares, Ceuta, Melilla o alguna de las posesiones africanas. De hecho, existen pruebas de que Estados Unidos trató de convencer a las potencias europeas para apropiarse de Canarias y repartirse el resto de las posesiones españolas. Solo la rivalidad entre las grandes naciones evitó un acuerdo para repartirse los despojos del imperio: el contexto de tensión previo a la Primera Guerra Mundial jugó a favor de España.
Gran Bretaña, al rescate de la Armada
Antes de poder reconstruir la Armada, la Monarquía de Alfonso XIII debió hacer frente a dos obstáculos: la quiebra económica del Estado y el aislamiento internacional de España. Las medidas de austeridad y recorte del gasto público impulsadas por Miguel de Villanueva –ministro de Hacienda– dieron sus frutos y permitieron disminuir la enorme deuda que había dejado la Guerra de Cuba. Pero salir del aislamiento político era una tarea todavía más complicada. España no tenía mucho que aportar y sí mucho que pedir.
En 1904, la alianza entre Gran Bretaña y Francia, dos enemigos históricos, para hacer frente al aumento de poder del Imperio alemán dieron la oportunidad a España de ganar peso internacional. Después de repartirse la mayor parte de Marruecos, Gran Bretaña y Francia cedieron a España el norte del país, a excepción de Tánger, que se convirtió en un puerto internacional. Por supuesto, Alemania denunció el reparto y forzó la celebración de una conferencia en Algeciras, en 1906, donde los españoles ejercieron de anfitriones y se alinearon definitivamente con la «Entente».
La cooperación militar entre España y Gran Bretaña, con el objetivo de dotar a nuestra Armada de elementos disuasorios contra las ambiciones germanas, se plasmó en 1907 con la visita a Cartagena del Rey Eduardo VII. Los británicos sabían que de estallar un conflicto internacional «la Royal Navy» no podría alejarse mucho del Canal de la Mancha y del Mar del Norte, pues allí la flota alemana concentraría sus ataques, y que Francia sería incapaz de enfrentarse en solitario con Italia y Austria-Hungría. Devolver a la vida la escuadra española se antojaba una inversión necesaria para los intereses de la «Entente» en el Mediterráneo.
Como el historiador Agustín Ramón Rodríguez González explica en su libro «Jaime Janer Robinson: Ciencia y Técnica para la reconstrucción de la Armada» (Navalmil Ediciones), «los gobiernos británicos no tuvieron el menor reparo en transferir tecnología, desde diseños y personal especializado, hasta materiales que no se fabricaban en España, para que nuestro país se lanzara a construir acorazados "dreadnoughts"», los más punteros de Europa. Así, con solo tres de estos buques modernos y otros siete barcos desfasados España pasó de ser una irrelevancia naval a ser una potencia estimable en el Mediterráneo.
A cambio, Alfonso XIII se comprometió a intervenir a favor de Francia y Gran Bretaña llegado el caso de estallar una guerra contra Alemania y sus aliados, entre otros, el Imperio Austro-Húngaro e Italia, con amplia presencia militar en el Mare Nostrum. Precisamente, la principal preocupación del Estado Mayor francés era que no fueran capaces de trasladar a tiempo el XIX Cuerpo de Ejército, donde estaban sus tropas de élite y la Legión Extranjera, desde Argelia y Túnez hasta el corazón de Europa. Si la flota combinada de España y Francia no pudiera derrotar a la de Italia y Austria, los franceses se planteaban incluso desembarcar las tropas directamente en un puerto español de la zona de Levante.
Italia rompe la baraja
Las previsiones británicas iban todavía más allá sobre lo que esperaban del compromiso español. Aunque nunca se llegó a concretar, se barajó constituir una fuerza expedicionaria anfibia de unos 50.000 españoles para amenazar el litoral italiano y sus islas colindantes. De hecho, el Gobierno español ofreció 100.000 soldados para la defensa de la frontera francesa con Italia que, si no se materializó, fue solo debido a las reticencias del Estado Mayor francés y de su jefe, Joseph Joffre.
Así y todo, cuando parecía inevitable que España tomara parte por sus aliados de la «Entende» a los que les debía la reconstrucción de su armada, Italia rompió en el último momento con el guión previsto. Argumentando que, en contra de los términos pactados, Austria había sido la agresora se negó a unirse al bando que había lanzado el primer disparo. En agosto de 1914, los italianos no hicieron honor a sus compromisos firmados con Alemania y permanecieron neutrales. Sin la esperada ayuda de los italianos, la flota austriaca nada pudo hacer para evitar el traslado de tropas francesas desde África.
Una vez superada esta fase del conflicto –que terminó por convertir Europa en una inmensa red de trincheras y barro– España perdió su importancia estratégica y se vio libre de sus obligaciones, lo que le permitió declararse neutral. Paradójicamente, Italia sí terminó por entrar en la guerra un año después, pero lo hizo en el bando la la Triple Entente, formada por el Reino Unido, Francia y el Imperio ruso.
El 7 de agosto de 1914, la Gaceta de Madrid publicaba un real decreto por el que el gobierno del conservador Eduardo Dato se creía en el «deber de ordenar la más estricta neutralidad a los súbditos españoles con arreglo a las leyes vigentes y a los principios delDerecho Público Internacional». Durante el resto del conflicto, no hubo mucho empeño en implicar a España en la guerra porque, básicamente, a la mayoría de líderes europeos le bastaba con que se mantuviera neutral.
España ya no tenía mucho que aportar y, lejos de ofrecer prebendas o beneficios a los líderes españoles para ingresar en la guerra, los esfuerzos fueron dirigidos a convencer a la sociedad civil de la necesidad de intervenir a través de una prensa que, en ocasiones, se vendió al bando más generoso. No en vano, según varios documentos históricos, Alfonso XIII siguió convencido en todo momento de que lo más provechoso era entrar en la guerra en apoyo de sus viejos aliados.
Pinchando en el enlace se abre el vídeo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario