César Cervera
La aristocracia local vivía anclada en la Edad Media y llevaba siglos defendiendo sus intereses frente a los proyectos de crear un estado moderno por parte de los distintos monarcas que allí poblaron. Así lo demuestra el largo historial de rebeliones de la nobleza contra sus «príncipes naturales» –con 35 levantamientos previos a la llegada de soldados españoles–
La Guerra de los 80 años dio forma a lo que hoy son los Países Bajos y su historia está tatuada en el ADN de los holandeses como su mito fundacional. El relato de cómo la nación libre surgió como oposición a la intolerancia religiosa de Felipe II, el que fuera su legítimo soberano desde mediados del siglo XVI, y de cómo los protestantes sufrieron las calamidades de los crueles españoles. Toda una serie mentiras y medias verdades que dieron lugar a la leyenda negra que, más tarde, caló en la historiografía europea. Desde entonces, los españoles son los malos de las películas y el Gran Duque de Alba, un hombre que leía a Tácito en latín y contaba entre sus mejores amigos al poeta Garcilaso de la Vega, una fiera corrupia sin corazón.
En el 450º aniversario del inicio del conflicto, la comunidad cultural de Holanda empieza a comprender la guerra sin componentes nacionalistas ni religiosos. Sin mitos. A partir del 12 de octubre, el Instituto Cervantes y el Rijksmuseum (Ámsterdam) abren las puertas a una exposición crítica titulada «La Guerra de los 80 Años. El nacimiento de los Países Bajos», que contará con préstamos del Museo del Prado, Patrimonio Nacional, Archivo de Simancas y la Academia de Bellas Artes de San Fernando. El objetivo es emplazar el conflicto en su contexto histórico y acabar con las mentiras que orbitan a su alrededor.
1º Una tierra de nobleza díscola
Según el mito protestante, Felipe II terminó con la paciencia de la población local a causa de su intolerancia religiosa hacia los calvinistas, su decisión de ampliar los tres obispados existentes en los Países Bajos hasta los 17 y su insistencia por introducir la Inquisición, solo unos pocos años después de heredar estos territorio de su padre. Ante la posibilidad de un levantamiento armado, el III Duque de Alba se desplazó en 1567 a los Países Bajos, al frente de un gran ejército, con instrucciones muy claras, entre ellas, la orden de ejecutar a los líderes más visibles de la rebelión y acabar con los brotes calvinistas. El cuento nacionalista presenta al malvado Alba prendiendo la mecha...
Una visión parcial (hasta hoy generalizada) de la Guerra de los 80 años que ignora el contexto que se encontró Felipe II al inicio de su reinado. La aristocracia local vivía anclada en la Edad Media y llevaba siglos defendiendo sus intereses frente a los proyectos de crear un estado moderno por parte de los distintos monarcas que allí reinaron. Así lo demuestra el largo historial de rebeliones locales contra sus «príncipes naturales» –con 35 levantamientos previos a la llegada de soldados españoles– y la virulenta respuesta de la nobleza, que suponía menos del 0,1 de la población, ante las propuestas de Felipe II de modernizar y unificar la disparatada situación legal de los Países Bajos (antes de Carlos V existían 700 códigos legales diferentes).
El hispanista William S. Maltby aprecia en los esfuerzos del Monarca que «no estaba planteando más que un sistema de gobierno que simplificara la Administración y contuviera el poder perturbador de los nobles ambiciosos».
2º Un rebelión minoritaria
Cada una de las medidas del soberano fue respondida con brusquedad y teatralidad por parte de la aristocracia, lo que en tiempos medievales hubiera obligado a Felipe II a renunciar a sus reformas. La diferencia es que Carlos V, como su hijo, contaban con la ventaja de que su poder económico y militar procedía de sus otros reinos y no de esta nobleza díscola. La negativa a retroceder ante los chantajes de Guillermo de Orange, cabeza visible de la aristocracia rebelde, provocaron una explosión de «Furia iconoclasta» en el verano de 1566 contra imágenes católicas y el envío de tropas por parte del Rey para apagar el inminente levantamiento de la nobleza que, a decir las fuentes, contó con escaso seguimiento popular.
Las fuerzas que se enfrentaron en 1568 a las del Duque de Alba eran en mayoritariamente mercenarios contratados por la nobleza calvinista en Alemania y Francia. El pueblo llano permaneció ajeno a una lucha de altas esferas que apenas afectaba a asuntos importantes para ellos. En este sentido, el general castellano consiguió derrotar sin paliativos a las fuerzas dirigidas por Guillermo de Orange y durante un tiempo pareció que la sublevación era cosa del pasado. Sin embargo, el deterioro de la economía, la represión del Tribunal de Tumultos y el incansable trabajo propagandístico de Orange resucitaron la guerra en 1572 y la llevaron a un nuevo nivel. La recesión económica alcanzó allí donde no había llegado la fe ni las desavenencias aristocráticas.
3º El Tribunal de Tumultos, a examen
En un intento de arrancar de raíz la rebelión, el Duque de Alba sembró el terror en el país a través del Tribunal de Tumultos, conocido a nivel popular como de la Sangre, que en solo tres años ejecutó a diez veces más personas que la Inquisición española en todo el reinado de Felipe II. Distintas estimaciones cifran el número de ejecuciones ordenadas por el duque en torno a 500-800 personas, lo que la propaganda protestante elevó hasta las 200.000 personas.
El objetivo inicial del tribunal fue perseguir a aquellos nobles que firmaron el Compromiso de Breda (1566), el documento que sirvió como germen de la rebelión, pero la persecución terminó por afectar sobre todo a artesanos y a personas cuya condición social les había impedido huir al norte a tiempo. El Duque se reservaba la decisión última sobre todas las condenas, cuyo proceso era conducido por cinco lugareños y dos españoles (uno de ellos nacido en Flandes). Una veintena de colaboradores, todos ellos naturales de los Países Bajos, se encargaban de las investigaciones a nivel local.
En resumen, el tribunal no era una máquina descontrolada de matar en la línea de las masacres religiosas que se estaban perpetrando en ese momento en Europa (véase el caso de la Matanza de Bartoloméo la persecución de católicos en Inglaterra), sino una institución que efectuaba sus condenas conforme a un proceso legal. No tenía nada de novedoso ni excepcional en Europa. Tampoco pudo ser la causa de agravar una guerra que debajo de su piel de rebelión tenía características propias de una guerra civil motivada por las diferencias religiosas insalvables. Así lo demuestra el entusiasmo con el que colaboraron muchos de los lugareños a la hora de delatar a sus vecinos.
4º ¡Castilla nos roba!
El resurgimiento de la guerra en 1572 suele atribuirse a la subida de impuestos aplicada por el Duque de Alba y al afán recaudatorio de Felipe II para sufragar sus múltiples frentes. Y ciertamente el Monarca mantenía abiertas más guerras de las que podía permitirse, pero, sin duda, ninguna era tan cara como la de Flandes. La subida de impuestos para sufragar el esfuerzo militar provocó una de las primeras huelgas de la historia entre comerciantes y, gracias a la propaganda de Orange, se extendió entre el pueblo la idea de que el dinero recaudado servía para empobrecer a los Países Bajos y enriquecer a España. Nada más lejos de la realidad; como señala Geoffrey Parker en «España y la rebelión de Flandes» era la Península Ibérica quien corría con los grandes gastos del imperio. Los Países Bajos, de hecho, aportaban menos de lo que generaban.
Durante su gobierno, Fernando Álvarez de Toledo comprendió mejor que la oligarquía flamenca la necesidad de que los impuestos fueran equitativos. De ahí que tras una larga serie de deliberaciones entre Alba, el Consejo de Hacienda y los Estados provincialesse concluyó la necesidad de establecer un tributo de en torno al 10% sobre todas las transacciones comerciales a excepción de la última (el punto donde la mercancía llegaba al consumidor), lo que en Castilla se llamaba alcabala, para remontar la ruinosa situación financiera de la hacienda flamenca.
El impuesto final tras sufrir las implacables negociaciones con la oligarquía, resultó un tributo relativamente modesto que producía rentas cuantiosas sin causar grandes privaciones a nadie. Y ni aún así pudo ser aplicado. «Era un impuesto menos regresivo que la mayoría de tributación del siglo XVI, en el sentido de que la carga sería compartida por todos. Los más pobres habrían pagado probablemente más de lo justo, pero no habrían tenido que pagarlo todo, y los ricos quedaban en cierta medida protegidos, por su carácter perpetuo, de los tradicionales asaltos a su capital», explica William S. Maltby en su biografía dedicada al Gran Duque de Alba sobre un impuesto mucho más justo de los que aplicaría Orange en el bando rival.
Mientras esperaba a su sustituto y tratabade sacar adelante sus reformas, el Gran Duque publicó en el verano de 1571 un perdón general para calmar los ánimos. La inesperada llegada de una flotilla de barcos piratas a varias ciudades de Holanda y Zelanda truncó sus planes y causó una depresión económica que la historiografía protestante atribuye al establecimiento de la alcabala. Dado que nunca pudo ser puesto en marcha ante la explosión de hostilidad entre los comerciantes, supone un sinsentido que se responsabilice a Alba y su alcabala de haber causado entre 1571 y 1572 un periodo depresivo en la economía local. La principal causa para el derrumbe del comercio en Flandes habría que buscarlo, precisamente, en el surgimiento entre las filas rebeldes de estos piratas llamados Mendigos del Mar, que desde puertos ingleses manenían paralizada la navegación. El comercio decaía, los seguros de navegación se dispararon, y, hacia febrero de 1572, los siempre bulliciosos muelles de Amberes se hallaban vacíos. Aparte de que las depresiones de este tipo eran algo cíclico en la historia de esta región.
5º Llamarla guerra civil es lo más preciso
Como ocurre con todos los nacionalismos excluyentes, el discurso que vertebró Holanda se basó en la idea de que los verdaderos holandeses eran solo unos (los protestantes) frente a los malos (los católicos), que estaban al servicio del enemigo extranjero y fueron borrados de los libros de historia: ¿Ser holandés era incompatible con ser católico? De ahí afirmaciones taxativas e imprecisas como que la Guerra de los 80 años fue un levantamiento de las provincias de Holanda y Zelanda contra el Rey Felipe II, un extranjero que quería exprimir económicamente al país. Basta analizar el número de tropas de holandeses católicos que lucharon con el bando de Felipe II para comprender que el conflicto fue, sobre todo, una guerra civil con trasfondo religioso, donde lucharon pueblos contra pueblos, valones contra flamencos, holandeses contra holandeses e incluso familiares contra familiares.
En el libro «Imperiofobia y leyenda negra» de Roca Barea, se desmitifica con cifras la idea de que la guerra fue una rebelión local contra el enemigo extranjero. Sin ir más lejos, en el ejército que el Duque de Alba tenía a su mando hacia 1573 se contaban 54.300 soldados, de los cuales 7.900 eran españoles y 30.000 flamencos. Mientras que el de Farnesio hacia 1581 tenía 60.000 hombres, de los cuales solo 6.300 eran españoles, 5.000 italianos y la mayoría holandeses: unos 48.000. A lo que habría que sumar la presencia de numerosos nobles holandeses y neerlandeses al frente de ejércitos católicos, entre ellos el conde de Bossu, el duque de Aremberg o Claudius van Barlaymont, que recuperó Breda para el bando del Rey en 1581 valiéndose de tercios hispano-holandeses.
«Dicho en otros términos, hay razones de peso para creer que hubo más holandeses luchando en el lado realista que en el orangista», concluye Roca Barea.
6º Una guerra más allá de los Países Bajos
La Guerra de los 80 años fue uno de los muchos escenarios europeos donde las naciones católicas y las protestantes cruzaron sus espadas. Cualquier fisura allí era vista a ojos del resto de naciones como un signo de debilidad. La Reina Isabel I de Inglaterra entendió mejor que ningún otro líder europeo lo oportuno de desangrar desde las entrañas el poder hispano. Por esta razón, alentó y financió la guerra en todas sus fases –inicialmente con apoyo económico, luego con envió de tropas y oficiales ingleses–. Asimismo, los monarcas franceses –cuando se lo permitía su sangrienta guerra civil– también enviaron tropas y suministros para la causa rebelde. Incluso llegaron a presentar a un candidato para reinar Flandes, el hermano del Rey, Francisco de Valois.
Del mismo modo, el Archiduque Matías de Habsburgo –futuro Emperador del Sacro Imperio Romano- se ofreció como monarca ante la turbia petición de Guillermo de Orange, que mantenía contactos e intereses en Alemania. De hecho, el líder rebelde nació allí y cruzaba la frontera para formar ejércitos a su antojo ante la pasividad del Sacro Emperador Romano, cuyo Emperador, Maximiliano II, primo del Rey Español, era probablemente criptoluterano.
No deja de sorprender que la propaganda de Orange insistiera en que una de las causas del primer «levantamiento» fue la presencia de tropas extranjeras, en referencia a los 3.000 españoles desplegados en la frontera francesa tras la paz de Cateau-Cambresis (1559). Una grave contradicción si se tiene en cuenta que las tropas de Orange estaban formadas, sobre todo, por mercenarios franceses y alemanes, aparte de que fue él quien abrió la puerta a las tropas inglesas que, entre derrota y derrota, solo se entretuvieron en Flandes para maltratar a la población local.
Frente a los archiconocidos saqueos de Amberes y otras plazas por parte española, resulta todo un desconocido al saqueo de proporciones dantescas perpetrado por los ingleses el 9 de abril de 1580 en Malinas. Los ingleses se tomaron un mes de saqueo y asesinatos en un episodio de la historia que suele ser omitido de los libros. «Con tan profunda avaricia de los vencedores, que después de saqueadas iglesias y casas, sin dejar cosa en ellas, después de haber obligado a los vecinos a redimir, no una vez sola, libertad y vida, penetró su crueldad hasta la jurisdicción de la muerte, arrancando las piedras sepulcrales, pasándolas a Inglaterra y vendiéndolas allí públicamente», escribe el cronista Faminiano Estrada. Los ingleses arrancaron y vendieron incluso las lápidas del cementerio.
7º La religión y la política eran la misma cosa
En el siglo XVI, la religión y la política estaban íntimamente ligados. El prestigio internacional de la Monarquía hispánica dependía de los éxitos de la causa católica en el continente. Los príncipes alemanes habían dado cancha a la herejía de Lutero, simplemente, porque era la mejor forma de debilitar a Carlos V, un Emperador que, a diferencia de sus antecesores, gozaba de un poder militar y real que provenía de lejos de Alemania. Los enemigos de Carlos, y luego de Felipe II, abrazaron religiones distintas a las del Rey solo para marcar la diferencia y justificar su hostilidad al Monarca. Lo que se sitúa en las antípodas del mito tradicional de que las nuevas religiones reformadas calaron en la población del norte de Europa por el espíritu comercial y aventurero de estos, frente a la idea de moral aristocrática y feudal (¡para feudales los nobles flamencos!) de la católica Castilla. Los protestantes solo querían diferenciarse del soberano contra el que se habían rebelado: si Felipe II se hubiera hecho calvinista, ellos se habrían hecho luteranos; de ser luterano, se habrían convertido al Islam...
Lejos del fanatismo que se le achaca, la religión significaba para Felipe II un tema de política internacional, obediencia civil y uniformidad en sus reinos.
8º Los tolerantes no existían
La historiografía europea sigue viendo la Guerra de los 80 años como un conflicto entre tolerantes e intolerantes religiosos, sin apreciar lo confuso que resulta en el siglo XVI hablar de tolerancia en términos actuales. Felipe II no admitía que en sus reinos hubiera una religión distinta que la católica y así lo señaló a través de su frase «antes preferiría perder mis Estados y cien vidas que tuviese que reinar sobre herejes». Nada que no compartieran también los calvinistas, como antes que ellos los luteranos: o se aceptaba la religión que eligiera el príncipe o ya podían marcharse a otro lugar. Varios grupos calvinistas llegaron a instauraron dictaduras fanáticas en algunas ciudades como Gante, donde los conventos y las iglesias de estas plazas fueron saqueadas y los monjes y sacerdotes quemados en plazas públicas.
De ahí que cuando Guillermo de Orange se presentó como un puente entre católicos y protestantes para enfrentarse a los españoles, la aristocracia católica no tardó en desenmascarar su doble juego. Orange exigía a los españoles que garantizaran la práctica del catolicismo en el norte, pero él no estaba por la labor de hacer lo mismo en el resto de provincias. Tras la guerra, los católicos pasaron a ser durante siglos ciudadanos de segunda en Holanda e incluso quedaron obligados a pagar tasas ilegales para que las autoridades hicieran la vista gordo par que pudieran celebrar bautizos o primeras comuniones.
La Guerra de los 30 años, que estalló cuando el conflicto en Flandes se encaminaba hacia su última fase, puso sobre la mesa que la intolerancia también estaba presente entre los propios protestantes. Los calvinistas, mucho más activos y militantes en los asuntos de fe que los luteranos, se rebelaron en 1618 contra la Paz de Augsburgo, que los excluía del «cuius regio, eius religio» en Alemania. Católicos y luteranos coincidieron en su aversión hacia los calvinistas, mientras estos rechazaban también a otras confesiones en sus territorios.
9º Orange, un lastre para su bando
Guillermo de Orange está considerado el padre de la nación holandesa, un auténtico maestro de la propaganda moderna y un astuto político, no así un militar siquiera mediocre. Sus pésimas habilidades tácticas llegaron a ser una losa para las filas holandesas que, justo cuando estaban hartos de su torpeza, vivieron con alivio como su asesinato por orden de Felipe II convertía a Orange en un mártir. Su hijo Mauricio se hizo cargo de la guerra de su padre y él sí demostró un gran talento militar. A partir de la década de 1590, Mauricio comenzó a instruir a sus tropas en la realización de maniobras y en la rotación de las filas de mosqueteros para realizar varias descargas de fuego, inspirado en autores romanos. Una transformación a largo plazo del inútil ejército holandés en una fuerza temida.
Orange, que nació católico y luego se hizo luterano, fue durante años un fiel servidor de la familia Habsburgo y sus raíces eran más alemanas que holandesas, lo que no fue impedimento para que la resistencia hispánica se congregara en torno a su figura. Aunque los nobles calvinistas mantenían recelos hacia él, el de Orange y su hermano, Luis de Nassau, lograron disipar las dudas con un ejército mercenario mayor en número a las tropas de Alba. El que un hombre que hizo del engaño y la mentira (incluso convenció a Europa de que su esposa Ana de Sajonia había perdido el juicio para quedarse con su dote de boda) su fuerza política se convirtiera con los siglos en un adalid de las libertades responde, únicamente, a l desconocimiento de quién fue en verdad
10º El origen de Bélgica y Luxemburgo
El gobierno de Alba ha pasado a la historia únicamente por su leyenda negra, a pesar de haber dado forma, al igual que sus sucesores, a lo que luego sería Bélgica y a sus vértebras legales. Las Ordenanzas Criminales que introdujo Alba en 1570 aportaron un código unificado de aplicación universal que consolidó la centralización del orden jurídico y eliminó muchas prácticas abusivas de las administraciones de justicia local en un país que, antes de la llegada de los españoles (siempre minoritarios, pero imprescindibles, en los ejércitos y en la burocracia del Rey) era uno de los que mostraba más distancia entre ricos y pobres a nivel económico y jurídico. Como recuerda Roca Barea en el citad libro, Alba propuso leyes nuevas que humanizaban el derecho criminal, que fueron rechazadas por ser demasiado igualitarias y blandas, y un sistema progresivo de impuestos que resultó intolerable para la oligarquía.
El historiador belga Gustaaf Janssens considera que «el hecho de que las leyes penales del Duque hayan constituido la base práctica del procedimiento penal y del Derecho Penal en los Países Bajos durante dos siglos y medio aproximadamente demuestra que fueron ejemplares en su tiempo».
Mientras la República de Holanda se dirigió hacia su independencia, el resto de provincias no tardaron mucho en comprender que, frente al vecino protestante que se burlaba de su religión (a los valones católicos los llamaban «soldados del Padrenuestro» por portar rosarios), solo les cabía ayudarse de los españoles. De ahí que al tomar posesión del cargo de gobernador de los Países Bajos, Farnesio centró su campaña militar y diplomática en recuperar la lealtad de las provincias católicas (Artois, Henao, Namur, Brabante, Lieja, Limburgo, Luxemburgo y la mitad de la provincia de Flandes), abiertamente descontentas con la política de Orange. Apoyándose en la aristocracia católica, Farnesio y luego los Archiduques Alberto e Isabel, soberanos entre 1598 y 1621, dieron forma a lo que hoy llamamos Bélgica y Luxemburgo.
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