Fernando Vallespín
Aumenta en las encuestas el número de personas que no consideran imprescindible vivir bajo un régimen democrático. Las distopías imaginadas por Aldous Huxley y Orwell están más cerca.
Recuento de votos tras unas elecciones en Francia en 1956. CORBIS / GETTY IMAGES
El 21 de octubre de 1949, Aldous Huxley envió una carta a George Orwell para agradecerle que le mandara su libro 1984; y, de paso, para decirle, orgulloso, que su propia visión del autoritarismo del futuro, la contenida en Un mundo feliz, era mucho más acertada. No es que fuera muy educado eso de señalarle sus errores, pero en esa misma misiva Huxley establece una distinción interesante entre dos formas de concebir la tiranía que nos espera: la que vendrá a través de la represión, “instigando y empujando a la obediencia” (el modelo Orwell); o la que se impondrá mediante la sugestión y la seducción, haciendo que seamos inducidos a “amar nuestro sometimiento” (el modelo Huxley). A pesar de sus diferencias, ninguno de estos autores daba dos duros por la pervivencia de la democracia tal y como la conocemos.
Hoy no tenemos a dos o más intelectuales que compitan por ver quién acierta más en la escenificación de los horrores del porvenir, sino a miles de politólogos indagando qué diablos está pasando con la democracia. Es la nueva industria académica, desentrañar qué hay detrás de los populismos y el estremecedor giro hacia las democracias iliberales. Medimos así con pulcritud cada avance de los partidos populistas, identificamos a sus votantes, hacemos llamadas de alerta ante la aparición de los “hombres fuertes” y sus sibilinas y torticeras estrategias de comunicación con las masas, u observamos cómo aumenta en las encuestas el número de personas que no ven imprescindible el vivir bajo un sistema democrático. Y al fondo, en algún lugar del futuro, atisbamos con pavor el rostro del fascismo.
Casi todas estas inquietudes beben, pues, más del modelo de Orwell que del de Huxley. Desde luego, es difícil que nos emancipemos psicológicamente de la experiencia del periodo de entreguerras y la caída en los totalitarismos. El aire de familia es además indudable. Como entonces, vivimos tiempos de un radical ajuste a la modernización tecnológica —“hipermodernización”, en nuestro caso—; el miedo al futuro y al desclasamiento nos impele a buscar la seguridad detrás del rearme del Estado; el temor a la inmigración y la inestabilidad existencial nos hace añorar las supuestas “comunidades naturales”; se ha eliminado el tabú del racismo y los discursos del odio son moneda común —por doquier se señalan con nitidez a los enemigos interiores y exteriores—. Vuelve también el resentimiento como pasión dominante y retorna la “lógica de la horda”, aunque ahora cobra mucho más a menudo la forma de enjambres en la Red que la de masas en la calle. Hay, por tanto, suficientes motivos para la preocupación. Pero todo es a la vez mucho más complejo. Tratemos de ser, pues, un poco didácticos.
Un gobierno del pueblo
La democracia liberal es algo muy sencillo, pero nada fácil de llevar a la práctica. Se concreta en la proclamación de la igualdad política de todos los ciudadanos y el respeto a la autonomía individual, que debe ser garantizada mediante la protección de los derechos individuales, el pluralismo y el control del poder político. A ello habría que añadir la capacidad por parte de los ciudadanos de poder participar en lo posible en las decisiones que les afecten. Solo así cabe imaginar un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Todo lo demás, esa increíble variedad de prácticas e instituciones con las que siempre la asociamos, no son más que diferentes variaciones históricas destinadas a permitir la realización de esos principios, instrumentos para la realización del ideal. Aunque sean también decisivos.
Desde hace ya tiempo observamos que muchos de estos elementos instrumentales comenzaban a fallar, como la división de poderes, el sistema de representación partidista o el aumento de la ingobernabilidad. Que me perdonen mis colegas por la simplificación, pero todas estas deficiencias podían caracterizarse como problemas de fontanería, requisitos institucionales y procedimentales dirigidos a conectar el ideal normativo a los condicionantes políticos empíricos. El drama empieza cuando ya no hay agua que introducir en el sistema y toda esa tupida red de conducciones que traslada la voluntad popular y permite el control ciudadano comienza a griparse; es decir, cuando el poder ha emigrado a instancias distintas de las institucionales, como son los mercados, las grandes empresas u otros imperativos sistémicos. Aparece, por tanto, el déficit de soberanía y la crisis de gobernanza derivada de la globalización y de las nuevas interdependencias.
La consecuencia principal es que dejamos de ejercer un eficaz control democrático sobre las decisiones que más nos afectan, con la correlativa pérdida de confianza de los ciudadanos en los gobernantes, incapaces de trasponer coherentemente la voluntad popular en decisiones políticas concretas. De esta forma se rompe por el eje la promesa de la democracia, el poder imaginar a un demos con libertad para decidir su destino. Por otro lado, la supuesta igualdad política de los ciudadanos se convierte en una farsa ante la galopante desigualdad económica. La máxima de W. Streeck, voters versus markets(votantes frente a mercados), señala con acierto la actual disyuntiva.
El desafío tecnológico
A pesar de todo lo que hemos visto hasta aquí, y aunque sea a trancas y barrancas, la democracia sobrevive. Está demostrando una gran resiliencia, aunque tengo para mí que sus dos mayores desafíos de futuro están conectados con el propio desarrollo tecnológico. El primero, derivado de la espectacular reorganización de la esfera pública, es la progresiva pérdida de un mundo común que está provocando Internet, con la caída en las cajas de resonancia y la sistemática distorsión de la verdad. Una de las grandes virtudes de las sociedades plurales era que las discrepancias podían dirimirse a partir de un espacio y un lenguaje compartidos. Ya no los tenemos. Las palabras cambian de significado para ajustarse a los intereses de cada cual, cada facción las distorsiona para crear su propia realidad. Y, como decía el bueno de Montaigne, “al realizarse nuestro entendimiento únicamente por medio de la palabra, aquel que la falsea (...) disuelve todos los lazos de nuestra política”.
Curiosamente, términos como “comunicación” o “comunidad” tienen la misma raíz. Sin búsqueda de un entendimiento sincero, la esfera pública pierde su sentido como el lugar en el que negociar todo lo que nos es “común”. La razón exige pluralidad y el dejarse llevar por la argumentación, no por “razones” espurias envueltas en emociones primarias. Para romper esa pluralidad es por lo que Orwell imaginó que los nuevos dominadores diseñarían una “neolengua” que impediría imaginar mundos alternativos. Es lo que utilizan los nuevos dictadores blandos a lo Putin mediante el control de la información. El autor inglés no cayó en la cuenta, sin embargo, de que es mucho más sencillo recurrir a la estrategia que Yahvé siguió en Babel, disolver toda comunicación creando islotes lingüísticos separados, justo aquello a lo que parece que nos estamos dirigiendo. Pero hay algo en lo que tanto Orwell como Huxley estarían de acuerdo: no hay forma más eficaz de poder que ser capaces de decidir lo que es verdad. Para eso están los hechos alternativos y todas las astucias de la política posverdad. Nos encontramos así con que una política cada vez más tecnocrática puede convivir con todo el vocerío de las meras opiniones, sustentadas sobre poco más que la inducción emocional.
En este rápido cabalgar hemos olvidado ese sacrosanto principio de la democracia liberal que es la autonomía individual, la capacidad para conformar el mundo a partir de nuestras voliciones. Sin ella no hay libertad posible, porque aquí cada sujeto es soberano. Y, sin embargo, como nos cuenta el historiador y pensador Yuval Harari, este es precisamente el ámbito donde las nuevas tecnologías constituyen la mayor amenaza.
La novedad es que las preferencias individuales, deseos y pensamientos, que antes solo eran accesibles a los propios individuos, están abiertos ahora a observadores externos. El individuo ya no es una caja negra. Por un lado, porque no para de dejar sus rastros por todo el ciberespacio; y, por otro, porque gracias a las neurociencias, la psicología cognitiva, las biotecnologías, cada vez sabemos más sobre cómo reacciona a los estímulos y, por ende, permite abrir múltiples formas de manipulación. El modelo de Huxley ya habría dejado de ser una fantasía. Los avances en inteligencia artificial pronto podrán además automatizar diferentes formas de intervención sobre el alma humana según convengan a quienquiera que tenga el control. En palabras de Harari, “una vez que alguien (...) consiga la habilidad tecnológica para manipular el corazón humano —de forma fiable, barata y a escala—, la política democrática se convertirá en un espectáculo de guiñol emocional”.
Si la política democrática se organiza a partir de la libre expresión de las preferencias individuales, cuando esta voluntad haya sido reducida al sutil control de poderes anónimos es cuando de verdad peligrará la democracia. Porque allí donde hay una dictadura clásica uno sabe al menos identificar al enemigo y luchar contra él. La eficacia del nuevo sometimiento radica en que muy probablemente ignoremos que nos lo están aplicando. Es más, se nos hará disfrutar, excitados y felices, de un mundo hiperconsumista y seductor. Lo clásico, panem et circenses: renta mínima para las “clases superfluas” e industria del entretenimiento para todos. Y ni siquiera hará falta romper formalmente con el sistema democrático. ¡La dominación perfecta! Pero no olvidemos que de nosotros depende que pueda llegar a hacerse realidad. Todavía estamos a tiempo.
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