Silvia Ayuso
El escritor recorre en París los escenarios de la tercera novela de su serie de Lorenzo Falcó, un agente del espionaje franquista sin escrúpulos.
Arturo Pérez-Reverte en París el 1 de octubre. JEOSM
Que nadie busque lo que no hay en Lorenzo Falcó. Bajo la seductora sonrisa y los impecables modales del hijo díscolo de una familia andaluza adinerada, el agente estrella del servicio de espionaje franquista que protagoniza la última saga de Arturo Pérez-Reverte es un ser “sin conciencia, sin ética y sin remordimientos”. Un mercenario, insiste el autor, para quien matar no es más que una “herramienta de trabajo” que pone al servicio del mejor postor, que resulta ser el bando de los malos en una guerra que dejó unas heridas que no han cerrado aún del todo en España. “Quería hacer un perfecto hijo de puta”, sonríe el escritor al presentar en París Sabotaje, la última parte de la trilogía que comenzó en España recién iniciada la Guerra Civil, continuó en Tánger y, ahora, se traslada a la capital francesa.
Hace frío en París y Pérez-Reverte se cierra bien la chaqueta antes de emprender un paseo por algunos de los lugares en los que se desarrolla la trama de Sabotaje, como el histórico café Les Deux Magots, punto de paso casi obligado de buena parte de la intelectualidad del siglo XX y donde Falcó recala tras visitar el estudio donde Pablo Picasso pinta el Guernica, unas calles más abajo. O su puente parisino favorito, el Pont des Arts, desde donde Pérez-Reverte obliga al espía a tirarse a las aguas del Sena para huir de sus enemigos.
El escritor retrata una Ciudad de la Luz donde, a la habitual ebullición de artistas e intelectuales, se añadía en ese mayo de 1937 en que se sitúa la trama una explosiva mezcla de idealistas y republicanos en el exilio, fascistas que admiraban y colaboraban sin complejos con la Alemania de Hitler o la Italia de Mussolini y espías, muchos espías, de todos los servicios secretos de una Europa que no era consciente de la catástrofe hacia la que caminaba a marchas forzadas. Una situación no tan distinta, advierte Pérez-Reverte, de la actual.
“Me interesa mucho remarcar esa falsa seguridad de los que estaban aquí refugiados. Lo que venía era muy gordo y no todo el mundo lo sabía ver”, explica sentado en uno de esos falsos refugios de entonces y ahora, el Deux Magots, ante las fotos de dos invitados a su novela, Picasso y Ernest Hemingway. “Entre el París del 37 y la Europa de 2018 he querido, sin forzar, establecer algunos vínculos. Como ahora, pensaban que estaban a salvo, que no iba a pasar nada. Y no, la ola parda siempre está ahí, sea parda, azul, verde, amarilla o color butano. Y siempre llega. Quería, aunque tampoco con eso cambie la mentalidad de nadie, decir: ‘Cuidado con las certezas, con las seguridades y con las tranquilidades”.
Falcó, extraficante de armas, conquistador irreductible y mortífero para los enemigos de sus patrones —“no es un fascista ideológicamente, trabaja para ellos pero no es de los suyos, hace su propia guerra”, precisa el autor—, viaja a París para cumplir, una vez más, órdenes de la inteligencia falangista: desacreditar a un héroe del bando republicano, el intelectual y aviador Leo Bayard (inspirado sin complejos en André Malraux) y, a la par, evitar como sea que Picasso muestre en la Exposición Universal el Guernica que está pintando por encargo de la República. Una doble misión que le ha permitido a Pérez-Reverte recrear “sin caer en los tópicos” una ciudad y una época que, una vez eliminada la pátina de romanticismo y heroicidades —y Falcó alias Pérez-Revertees un maestro en arrancarla a mordiscos— transpira un mensaje recurrente en las novelas del reportero de guerra reconvertido en escritor de éxito: “El mundo real nunca es blanco o negro, no es azul o rojo, es una gama de grises”. Y no todos son héroes ni actúan por motivos meramente altruistas, empezando por un Picasso que “no pintó el Guernica por patriotismo ni por democracia; lo pintó por muchísimo dinero”.
Una paliza
Hacer navegar a Falcó por esa paleta de grises también le ha permitido a Pérez-Reverte darse licencias como ajustar cuentas con un Hemingway al que oculta, con muy poco celo, tras el personaje del borrachuzo escritor Gatewood. “Como no me cae bien Hemingway, sí como escritor, pero no como persona, decidí que en esta novela Falcó le diese una paliza en los lavabos de un cabaret de Pigalle”, el mismo lugar donde transcurre otra de sus escenas favoritas: un fugaz encuentro entre el canalla agente y una Marlene Dietrich que, ella sí, aparece con nombre y apellido reales en esta ficción de espías que tantos placeres le ha dado a su autor.
Aun así, por el momento, la de París será la última aventura de Falcó. Pérez-Reverte tiene otros proyectos en mente y el pese a todo irresistible agente secreto falangista tendrá que “hibernar” por un tiempo aún indefinido. Pero no es, promete, un punto final. “Cierro la trilogía pero tengo proyectos para el personaje”, asegura. Y conflictos, con una Guerra Civil inacabada y una mundial por empezar, hay de sobra para revivir a Falcó en nuevos escenarios y aventuras.
UNA INJUSTICIA HISTÓRICA
Arturo Pérez-Reverte no se cansa de repetir que las de Falcó no son obras sobre la Guerra Civil, sino “novelas canónicas de espías” que tienen como escenario el conflicto español. Lo que no quita que le sirvan al escritor, que como periodista vivió muchas guerras, para denunciar lo que considera una “injusticia histórica”. “El problema que tiene toda guerra, y las civiles más, es que al final se apropian de ella los intelectuales”, señala el autor, que no duda en reflejar esta situación en Sabotaje a través de algunos personajes en los que, tras un nombre ficticio, se esconden individuos reales y fácilmente identificables, más allá de Hemingway.
“Y cuando hay una guerra como la española, protagonizada por los desgraciados de ambos bandos, incultos, campesinos, o gente que realmente tenía fe, como el comunista, el socialista o el falangista, una vez pasado el conflicto o incluso durante, es el intelectual el que se adueña de la historia”.
Todo ello cuando “había intelectuales que no pisaban el frente más que para hacerse fotos. Gente que se paseaba por la retaguardia con pistola, y en los bares y los cafés”. “En ambos bandos”, subraya, refiriéndose a una “injusticia” que, dice, pervive.
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