J. Ors
Hans H. vigiló a los presos de Mauthausen (en la imagen), donde miles de ciudadanos procedentes de varios países fueron internados y obligados a realizar trabajos forzados
Entre el verano de 1944 y la primavera de 1945, Hans H. prescindió de su conciencia. En un momento donde había que confiar en la civilización, él escogió la barbarie. Cuando comenzó a trabajar en el campo de concentración de Mauthausen, en Austria, como miembro de la Compañía de Asalto número 16 de las SS, confirmó lo que hoy sabemos todos, que el Tercer Reich reescribió el Derecho para dejar sin derechos a millones de personas. Desde hace unos años, la Fiscalía Berlín viene demostrando que existen comportamientos que no prescriben con los años y que la Historia no existe para olvidar, sino para recordar y hacer justicia. Aquel festín de deshumanización que trajo el nazismo, hizo que muchos hombres consideraran que sus actos estaban exentos de responsabilidades y que jamás pagarían por su conducta ante ningún tribunal, porque, en el fondo, adujeron, cumplían con su deber, lo que empujó a cientos de personas a olvidarse de los códigos morales y éticos más elementales y los convenció para participar alegremente en esa industrialización de la muerte que fueron los campos de concentración nazis, unos crímenes que Europa, a pesar de las diferentes crisis políticas y de valores por la que atraviesa, todavía no ha consentido que caigan en el baúl de la desmemoria. Hans H., que ahora cuenta con 95 años, una edad que él no permitió que cumplieran muchas de las personas que custodió, ha sido imputado por complicidad en la muerte de 36.000 confinados en Mauthausen, una cifra abrumadora que hace preguntarse de qué clase de naturaleza están acuñados algunos tipos. Hannah Arendt hablaba de la banalización del mal al referirse a la incapacidad de los invidivuos para discernir el bien del mal. Lo que a muchos le cuesta asumir es que baste la irrupción de un solo fanatismo, la eclosión de una ideología perversa, para borrar de un plumazo el barniz que han dejado siglos de evolución. Y aquí tenemos ahora a un fulano encargado de vigilar presos y aplicar la ley de fuga (lo que le permitía disparar a matar) y que ahora va a rendir cuentas de lo que hizo en la Tierra de los hombres, no el Reino de los Cielos, que es donde primero le corresponde, que la muerte ya lo extraditará a donde sea cuando le corresponda. Y a los que piensen que ya solo es un anciano, que mediten sobre la piedad que, en su momento, tuvo él con los demás. Que, aunque prospere el juicio y al final vaya a la trena, no debe quejarse. La democracia no es el nazismo y una condena no es igual que un barracón en Mauthausen.
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