Miguel G. Corral
Carlos Sánchez, ante uno de los 'hides' de la Reserva Biológica de Campanarios. ALBERTO DI LOLLI
En la frontera con Portugal hay una barrera invisible e insalvable para los buitres. Es un muro que no se ve desde el aire, pero las aves necrófagas chocan contra él como las golondrinas que se estampan contra el cristal de una ventana. El mapa que dibujan los millones de puntos GPS de los emisores que los científicos les ponen a ambas especies carroñeras -buitre negro y leonado- transforma una frontera política en una barrera ecológica. Los buitres no quieren cruzar a Portugal. Estos resultados -publicados este año por el equipo del investigador de la Estación Biológica de Doñana José Antonio Donázar en la revista Biological Conservation- responden a un motivo sociopolítico más que ecológico, pero cuentan la historia de cómo el empeño de científicos y naturalistas a pie de campo pueden doblar el brazo de hierro de Bruselas en algunos casos y hacer que levante el pie del cuello de algunas especies amenazadas.
En el año 2001, tras la crisis de las vacas locas, la Comisión Europea prohibió el abandono en el monte de los cadáveres de ganado. Tenían que ser quemados o enterrados. Esa medida puso contra las cuerdas a las aves que se alimentan de la carroña, entre las que se encuentran algunas en peligro de extinción como el buitre negro o el quebrantahuesos. Esto impulsó una fuerte reacción de investigadores, ecologistas y técnicos locales de la Administración para explicar en Bruselas el daño que hacía esa medida a la biodiversidad en la península Ibérica. Y la UE reaccionó: en 2005 comenzó a flexibilizar la legislación, aflojó la mano y estas aves pudieron respirar de nuevo. Pero sólo en los países donde se quiso hacer algo por estos animales. Las nuevas leyes no eran de obligado cumplimiento. Así que Portugal continúa anclada en una política muy restrictiva con los cadáveres heredada de aquella crisis sanitaria de hace 20 años y España no. De ahí esa barrera invisible que se levanta centenares de metros sobre la superficie de ambos países.
Pero en tierra, ese muro imaginario aún se está derribando con el trabajo de lucha y de conservación de un puñado de héroes anónimos que llevan años tratando de romper esa frontera ecológica entre ambos países. Carlos Sánchez es uno de ellos, quizá el que más ha hecho por defender y conservar los valores naturales del Oeste Ibérico, esos cerca de 2,5 millones de hectáreas en las que Portugal y España se mezclan desde los Arribes del Duero hasta la Sierra de San Pedro en Cáceres.
Él ya campaba en estas fincas en sus primeras correrías naturalistas antes de cumplir los 18. Aunque vivía en Santander, las raíces familiares de su padre estaban en la Sierra de Gata, en pleno corazón del far west español. Así que la defensa y puesta en valor de este espacio natural olvidado y remoto ha estado siempre en su cabeza, desde los años en los que se integró de muy joven en la Sección Naturalista de la Asociación de Amigos de Ciudad Rodrigo (Sena) hasta el momento -hace 25 años- en el que creó la Fundación Naturaleza y Hombre desde la que pelea en la actualidad por este cuartil español que apenas sale en los telediarios.
Su empeño ha sido siempre conservar esa identidad ecológica labrada durante siglos de matrimonio entre la actividad humana -ganadera y agrícola- y biodiversidad salvaje. Pero protegiéndola de la sobreexplotación, de la cortedad de miras y de la avalancha de cerdos de pata negra cuyo jamón de bellota se vende a precio de oro en Madrid o en Barcelona, pero que apalean con una crueldad excesiva a las dehesas de encinas de Salamanca o Cáceres.
Y no es una cuestión de presencia, si no de número. "Esto era una finca ganadera que sólo buscaba rentabilidad económica y el propietario metía todo el ganado que podía", cuenta Carlos Sánchez mientras recorre la finca de Campanarios de Azaba, en la frontera salmantina con Portugal. "Aquí lo que hemos hecho es una desintensificación de la actividad ganadera para regenerar la dehesa y recuperar la biodiversidad".
El paisaje cambia nada más cruzar la valla de las 600 hectáreas de la reserva biológica que protegió la fundación que dirige Sánchez hace ya casi 10 años. La dehesa, en las fincas vecinas limpias como una alfombra entre pie y pie de encina (Quercus ilex), aún se deja intuir entre la vegetación que se está regenerando bajo la sombra de los árboles más viejos. Pero hay que alejarse y mirarla desde lejos. En primer plano, las retamas y las encinas pequeñas que le prometen un futuro a ese bosque mediterráneo distraen demasiado como para acordarse de que, hace años, aquello era un tapiz comido y pisoteado por el ganado.
El proyecto ha sido un éxito rotundo, y prueba de ello es el Premio Fundación BBVA a la Conservación de la Biodiversidad que recogió ayer Carlos Sánchez de manos del presidente de la entidad, Francisco González. Pero para ello ha tenido que centrar los esfuerzos en la propiedad privada. La mayor parte de su actividad se centra en fincas compradas por su propia fundación -como la de Campanarios de Azaba u otra de 500 hectáreas en la Sierra de Gata y en la que hay más de 40 nidos de buitre negro- gracias a fondos europeos y de donantes privados que han entendido la necesidad de crear estas reservas para la biodiversidad. Uno de ellos fue el también salvador de Doñana, Luc Hoffman, el multimillonario propietario de los laboratorios Roche y mecenas de la Fundación MAVA dedicada a financiar proyectos de conservación de la naturaleza por todo el mundo, quien de hecho visitó con su familia la Reserva Biológica de Campanarios durante una semana poco antes de morir y quedó fascinado. De hecho, la recuperación de la zona la convirtió en poco tiempo en la primera reserva entomológica -de insectos¬- de España.
Pero Sánchez también hace esa labor de gestión sostenible en otros espacios privados mediante acuerdos de custodia del territorio con sus propietarios. La fundación que dirige Sánchez gestiona en la actualidad más de 13.000 hectáreas y ha creado el llamado Club de Propietarios en esta mancha natural que compone el Oeste Ibérico -incluidos algunos espacios en Portugal- para poner fin a los problemas ambientales asociados a las actividades agrícolas, ganaderas y cinegéticas: creación y restauración de charcas, rejuvenecimiento de la dehesa, mejora de bosques de ribera, reducción de los efectos de la seca o aportes de carroña en muladares para el buitre negro.
Para entender en profundidad el objetivo último del proyecto de este rincón de España es necesario conocer primero su contexto social y económico. El far west español es una zona marginal, deprimida, históricamente maltratada en lo económico y en lo social. Es demasiado extenso, poco fértil, con un clima duro, alejado de las grandes capitales, sin centros económicos o demográficos destacados y administrativamente dividido en dos naciones. La ecuación perfecta para la despoblación: apenas tiene una densidad de población de 20 habitantes por kilómetro cuadrado (Madrid tiene casi 5.400). En el pueblo de Espeja, el más cercano a la reserva, sólo hay siete niños en la escuela y en 2016 el colegio no pudo ni siquiera comenzar el curso porque no se llegaba al mínimo de cuatro alumnos.
Este es el escenario en el que trabaja Carlos Sánchez en el Oeste Ibérico. El declive rural ha hecho que se vaya la gente joven. «En estos pueblos falta una generación», cuenta. El territorio se ha abandonado donde no es rentable y donde la ganadería aún supone una forma de vida se ha optado por la intensificación, en ocasiones excesiva. Pan para hoy y hambre para mañana. La falta de regeneración de la dehesa de la que se alimentan los cerdos ibéricos, que de por sí es un bosque anciano, la hace especialmente susceptible a enfermedades como la seca, que avanza por estos árboles centenarios y por estas dehesas desarmadas sin una sola oportunidad de sobrevivir.
Esta realidad social tan dura tiene su contrapartida positiva para la naturaleza. La baja densidad de población y la poca presión que impone la falta de infraestructuras de comunicación permite que aún se conserven niveles de biodiversidad excepcionales. Para Sánchez, la gestión sostenible de estos bosques es la única manera de evitar estos dos extremos, el abandono y la intensificación de la ganadería. Si se va a explotar un territorio, que se garantice que se podrá seguir explotando en el futuro; y si ha quedado despoblado, habrá que encontrar una forma de mantenerlo, evitar riesgos como los incendios forestales y obtener una rentabilidad económica.
El ecoturismo es la vía que ha encontrado Sánchez para convertir la falta de recursos en una oportunidad para la zona. Campanarios de Azaba es uno de los mejores lugares para avistar especies como el buitre negro, la gineta, el milano real, la cigüeña negra o la garduña, entre muchas otras. Un lodge y una red de hides para avistar y fotografiar especies ya ha empezado a dar sus frutos y la afluencia de naturalistas (sobre todo centroeuropeos) es casi constante a lo largo del año y supone una nueva fuente de financiación para la fundación que dirige Sánchez. Una nueva oportunidad sostenible para la zona deprimida a ambos lados de la frontera. Y una nueva forma de mirar al mundo rural que podría servir para derribar ese muro invisible que separa España y Portugal.
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