César Cervera
- En la senda del barco híbrido que persiguió durante toda su vida Don Álvaro de Bazán, tal vez el marino más elevado de la historia de España, se ideó un buque ligero de combate que aunara la potencia artillera de las naos y la ligereza de las galeras. El resultado dejó en fuera de juego a la flota protestante que operaba en las aguas de Flandes.
Durante la ofensiva dirigida por Luis de Requesens para recuperar terreno a los rebeldes holandeses, en 1574, el Imperio español destapó su mayor debilidad en la Guerra de los Ochenta años. En febrero de ese año, se extravió el importante puerto de Middelburg y los españoles reunieron una precaria flota para auxiliar las más lejanaa guarniciones de la provincia de Zelanda. El ilustre Julián Romero, experto militar de tierra, partió al mando de 62 navíos de guerra, cuya estabilidad era como poco cuestionable. La flota rebelde, mayor en número y calidad, desarboló la escuadra española al primer envite. Tras resistir el ataque de cuatro navíos, Romero y diez soldados se echaron al agua. Al llegar a la orilla, el maestre de campo se dirigió a Requesens en palabras gruesas: «Vuestra excelencia bien sabía que yo no era marinero, sino infante; no me entregue más armadas, porque si ciento me diese, es de temer que las pierda todas».
El Imperio español no tenía una flota ni puertos adaptados a las características de las costas del norte de Europa y su auténtico poder manaba de la superioridad de su infantería de élite, los Tercios españoles. Daba igual que los marineros españoles dominaran con maestría el Atlántico y el Pacífico, y que fuera esta nación la primera en dar la vuelta al mundo; allí mandaban los ingleses y los Mendigos del Mar.
Destaca el doctor en Historia Agustín Ramón Rodríguez González, autor de 37 libros de Historia Naval, en su última investigación «El león contra la jauría: batallas y campañas navales españolas (1621-1640)» (Salamina series) que la falta de puertos adecuados para servir como bases de una fuerza en el Flandes español fue una de las mayores debilidades del imperio y «resultó decisiva en 1588». Una de los puntos flancos del plan de Felipe II en su Gran Armada fue, precisamente, que la falta de puertos impidió a la flota de Medina-Sidonia contactar con las tropas de Alejandro Farnesio.
A principios del siglo XVII, el problema persistía y complicaba cualquier intento por arañar terreno a las provincias norteñas. Sin embargo, en esas fechas se descubrió un canal que unía los puertos de Dunquerque y Mardick. Los ingenieros españoles trabajaron para mejorar este canal y fortificarlo, de modo que cualquier fuerza enemiga que intentara bloquearla debía arriesgarse a las corrientes, mareas y bancos de arena de la zona. Aquello fue un punto de partida para un proyecto todavía más ambicioso: la creación de un barco español adecuado para esas aguas.
La mezcla perfecta entre galera y galeón
En la senda del barco híbrido que persiguió durante toda su vida Don Álvaro de Bazán, tal vez el marino más elevado de la historia de España, se ideó un buque ligero de combate que aunara la potencia artillera de las naos y la ligereza de las galeras. Este invento español recibió el nombre de fragata y debió superar, en primera instancia, ciertos obstáculos técnicos. Al confluir cañones en los costados, como los galeones, y remos más abajo, al estilo de las galeras, se necesitó un diseño que no afectara a la estabilidad del buque con pesos altos.
La posibilidad de impulsarse por sorpresa con los remos, sin esperar a los designios del viento, daba una renovada ventaja a los españoles frente a los ágiles barcos enemigos de aquellas aguas. Relata Rodríguez González en el mencionado libro, que la introducción de otros barcos ligeros en estas aguas, tales como galeras, galeoncetes y filibotes, avanzaron la invención de este híbrido gracias a la avanzada construcción naval flamenca.
Sin ir más lejos, Federico Spínola, hermano del célebre conquistador de Breda, empleó galeras en las aguas de Flandes para demostrar lo efectivo de tener una propulsión auxiliar. No en vano, las limitaciones de estos barcos de remo reclamaron un diseño intermedio. Uniendo esta tradición Mediterránea con otras propias de los mares del norte, nació a principios del siglo XVII la verdadera fragata, armado con entre doce y veinte caños y un tamaño ligero.
El tamaño de las fragatas aumentó en poco tiempo. Su diseño fue adaptado también para que auténticos galeones usaran unos remos auxiliares para maniobrar entre los bancos de arena y recovecos del Canal de la Mancha y el Mar del Norte. Con dotación flamenca y guarnición española, la Armada de Flandes se concibió como una fuerza corsaria para deteriorar la economía del enemigo, al estilo de lo que los Mendigos del Mar hacían desde hace décadas, no para disputar batallas decisivas. La Corona financiaba esta escuadra, vertebrada por las fragatas, si bien combatían en ocasiones con corsarios independientes.
Los ricos botines que atraparon en poco tiempo, entre ellos numerosos pesqueros holandeses, atrajeron a más y más aventureros a esta lucrativa empresa. El hito tecnológico sorprendió en fuera de juego a ingleses y holandeses.
Para cuando se reanudó oficialmente la Guerra de los Ochenta años, las prestaciones de las fragatas eran ya conocidas en Europa. Lo cual no evitó que la armada a cargo del navarro Fermín de Losara endosara un golpe crítico al comercio naval de los protestantes. En octubre de 1625, una tempestad asoló una flota anglo-holandesa que bloqueaba Dunkerquea. Los corsarios españoles, formados por doce galeones y fragatas y ocho corsarios particulares, aprovecharon las consecuencias de la tempestad para atacar a una escuadra holandesa, en las islas Shetland, compuesta por unos 200 pesqueros y seis buques de guerra.
En un espacio de dos semanas, los protestantes perdieron más de 200 barcos de toda clase, entre ellos veinte de guerra, y les fueron hechos 1.400 prisioneros.
Al enemigo ni agua
En paralelo a estas operaciones, las fragatas también ayudaron a desmontar los planes británicos de ese año, conocido como «annus mirabilis» por la gran cantidad de victorias del Imperio español. Durante el invierno de 1625 y 1626 los corsarios, en equipos de dos o tres unidades, capturaron decenas de barcos ingleses. Concluye Robert A. Stradling en su libro La Armada de Flandes (Cátedra, 1992):
«De Edimburgo a Falmouth quedó interrumpido el tráfico y la pesca de cabotaje. No existía ninguna posibilidad real de defensa. La fragata había inaugurado un quinquenio de violentos ataques contra un enemigo prácticamente inerme, que se saldó con la captura del 15-20% de los mercantes ingleses, como mínimo unos 300 barcos. La economía inglesa se contrajo rápidamente a medida que disminuía la actividad exportadora...».
A modo de respuesta, el Duque de Buckingham, primer ministro de Carlos de Estuardo, planeó una gran expedición naval contra las costas peninsulares al estilo de las dirigidas por Francis Drake en el siglo anterior. En total, ingleses y holandeses reunieron 92 buques, 5.400 marinos y unos 10.000 soldados, cuyos objetivos eran causar el mayor daño posible a la Corona, capturar algún puerto y asaltar la Flota de Indias que llegaba a finales de año. No lograron cumplir con ninguna de estas instrucciones.
Una vez en las costas hispánicas, los ingleses insistieron en rememorar los éxitos de Isabel Tudor en Cádiz y pusieron cerco a este puerto en noviembre de 1625. Y, como si todos fueran víctimas de un bucle histórico, el encargado de defender Cádiz fue el Duque de Medina Sidonia, Juan Manuel Pérez de Guzmán y Silva, hijo del que mandó la Armada Invencible y defendió con tanta torpeza el puerto andaluz a finales del siglo pasado. Esta vez, sin embargo, el desastre lo protagonizaron los británicos. Asistido por Fernando Girón, un veterano militar que se movía en una silla para gotosos, Medina Sidonia rechazó el desembarco inglés, mal organizado y peor ejecutado. La Flota de Indias entró sin oposición en Cádiz el 29 de noviembre, lo cual casi agradecieron los ingleses que, de haberse topado con una fuerza así, habrían multiplicado sus pérdidas.
Varias derrotas más, incluida la Rendición de Breda donde había tropas inglesas desplegadas, llevaron a Inglaterra a firmar la paz con España en 1630 y a dar por finalizada su participación en la Guerra de Treinta Años. Los costes del conflicto y la mala gestión se sumaron a las disputas entre la Monarquía y el Parlamento que se alargaban desde el anterior reinado. Todo ello desembocó en la célebre Guerra Civil inglesa de la década de 1640 que terminó con la ejecución de Carlos I.
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