Manuel P. Villatoro
En 1921, este oficial falleció mientras combatía con apenas 200 hombres contra innumerables enemigos en Abarrán. Su sobrino nieto narra a ABC su historia.
Composición que muestra a los Regulares (pintura de Augusto Ferrer-Dalmau) y a Juan Salafranca
Heroicidad, valentía, y un profundo amor hacia España. Estos eran los valores de Juan Salafranca y Barrio, un capitán español que, allá por 1921, murió tras recibir tres heridas mientras defendía a fusil y cuchillo un campamento hispano establecido en el monte Abarrán (al noroeste de Marruecos). Aquel 1 de julio, este oficial insufló el valor que necesitaban sus escasos 200 hombres para combatir hasta la muerte contra los cientos y cientos de marroquíes que asaltaron su acuartelamiento. Aunque su determinación no le granjeó la victoria, si le permitió ganarse la más alta condecoración militar de nuestro país y, como no podía ser de otra forma, un lugar en los libros de historia.
Juan Salafranca y Barrio vino al mundo el 21 de septiembre de 1889 en Madrid. Desde su más tierna infancia, este español se vio fascinado por la vida castrense, pues provenía de una familia de tradición militar. «Su padre sirvió en la Armada y murió en 1895 de fiebre amarilla en Puerto Rico. Él era huérfano, pero tenía un hermano mayor que también era militar. Siempre se sintió atraído por ese mundo», explica, en declaraciones a ABC, el coronel de infantería retirado Juan Ignacio Salafranca Álvarez –sobrino nieto de Juan Salafranca y Barrio.
Su interés por la vida marcial hizo que, a finales de agosto de 1907 ingresara en la Academia Militar de Infantería ubicada en Toledo (uno de los primeros centros de formación militar del Ejército de Tierra hispano). Allí, entre libros y armas, Salafranca coincidió con un joven soldado ansioso por convertirse en oficial: Francisco Franco, con quien compartió promoción. Tras graduarse, el madrileño pidió ser trasladado al lugar donde los militares españoles se ganaban las judías a base de naso y balas: Marruecos.
Camino a Marruecos
Corrían por entonces malos tiempos para España, pues la comunidad internacional había decidido cedernos un pequeño territorio en el norte del Marruecos que no daba otra cosa que calentamientos de cabeza. Y es que los lugareños, que no veían con buenos ojos cambiar su bandera por la rojigualda, se convirtieron en toda una molestia al atacar constantemente –tirando a dar, por supuesto- a los hispanos allí ubicados. Hasta el chambergo de llenar ataúdes, los oficiales y políticos peninsulares no tuvieron reparos en enviar a miles y miles de soldados a África con el objetivo de pacificar la zona.
En esas andaba España cuando Salafranca hizo el petate y embarcó hacia Ceuta a finales de 1912. «Cuando mi tío abuelo llegó a Marruecos, la situación era relativamente pacífica porque las líneas españolas estaban fijas. En ese momento Ceuta era el único punto conflictivo debido a que se había rebelado la cabila (tribu enemiga) de Anyera. Era una época en la que la lucha era esporádica. Se hacían operaciones como se puede salir hoy en día de maniobras. Se iba al campo, se establecían las posiciones necesarias y luego se regresaba a la plaza», señala el coronel en relación a su familiar. Con el paso del tiempo, Salafranca no tardó en demostrar su don innato para manejar el mosquetón Mauser y logró enganchar en su chaquetilla tres medallas por repartir más de un balazo entre sus enemigos.
Ya como teniente, fue trasladado en 1916 al Grupo de Fuerzas Regulares Indígenas de Melilla nº 2, una unidad hispana que, creada en 1914, estaba formada por soldados marroquíes leales a nuestro país y oficiales españoles. En aquellos años, el madrileño ya era popular entre sus compañeros debido, entre otras causas, a su alta estatura. «Mi tío abuelo era un personaje singular pues, para la media estatura de la época -que era 1,60- el medía 1,89. Mi abuela contaba que era espectacular cuando venía de permiso con el uniforme y el tarbuch rojo de regulares a Madrid. En esos tiempos se usaba mucho el uniforme y él, por ejemplo, se vestía así para ir al cine provocando el asombro en todos los que esperaban la cola», destaca su sobrino nieto.
«El Biutz»
Sin embargo, la situación de calma cambió el año en que Salafranca entró a formar parte de los regulares. Con los rifeños en rebeldía, en el verano de 1916 su unidad se unió al ejército que debía pacificar, a base de fusilazos, la cabila de Anyera. A finales de junio comenzó la operación con un objetivo inicial claro: tomar «El Biutz», un poblado ubicado cerca de Ceuta que estaba protegido por varias colinas desde las que los marroquíes podían defenderse fácilmente. Junto a Salafranca, partió también un viejo conocido de la academia, el entonces capitán –y por lo tanto su superior- Francisco Franco.
Una vez en el poblado, la columna en la que estaba destinado el madrileño recibió órdenes de asaltar y tomar la denominada «Loma de las Trincheras», una posición elevada defendida por decenas de enemigos que, desde lo alto, podían disparar a placer sobre aquellos que intentaran atacarles. No hubo titubeos y los regulares calaron la bayoneta y cargaron monte arriba al grito de «¡España!». Pero, como era de esperar, la mejor ubicación de los rifeños favoreció que pudieran descargar sobre los nuestros una ingente tormenta de balas. Allí por dónde miraba, Salafranca veía compañeros caídos atravesados por munición de fusil.
«El combate fue durísimo y hubo muchísimas bajas. Mi tío abuelo, de hecho, acabó mandando una compañía entera -aunque sólo era teniente- debido a que las numerosas bajas de oficiales que se produjeron. A pesar de ser herido dos veces no se retiró, sino que siguió en primera línea y finalmente logró tomar junto a sus compañeros la posición», explica el coronel Salafranca a ABC. Su valentía en el combate le granjeó el primer ascenso de su carrera y se convirtió en capitán. A su vez, pudo sentirse de orgulloso de haber sobrevivido, algo que no pudieron decir sus 150 compañeros de batallón caídos en batalla.
Tras el combate, Salafranca fue propuesto para la Cruz Laureada de San Fernando, la mayor condecoración militar española, pero finalmente no fue galardonado con este reconocimiento. «(Después del Biutz) S.M. el Rey le envió la enhorabuena; entonces se dijo que este soldado admirable iba a obtener la cruz laureada. No fue así. Siguió Salafranca en Marruecos combatiendo hasta el final en una profesión a la que desde el primer momento había consagrado su vida. Muchas veces se puso en trance de perderla. Al frente de sus tropas moras, dirigiendo a sus cien hombres, indígenas, perfectamente uniformados y equipados, con sus oficiales, valientes y duros en los trances más difíciles, este capitán constituyó un ejemplo sublime, digno del entusiasmo del pueblo», escribió, en 1921, el periodista de ABC J. Ortega Munilla en su crónica «De la historia inédita. El capitán Salafranca».
En Melilla
Mientras Salafranca daba escopetazos por aquí y espadazos por allá, la situación en el frente marroquí cambió de forma drástica. Y es que las narices de los rifeños se hincharon hasta tal punto que comenzaron a organizar un ejército bajo el liderato de Abd el-Krim, un jefe local de la cabila de Beni Urriaguel –el centro de la rebelión contra los españoles-. Así pues, y de forma paulatina, los rifeños fueron abandonando su tradicional sistema de razzias (ataques rápidos contra las posiciones españolas) para ir estableciendo un contingente que pudiera hacer frente a los invasores hispanos.
De forma paralela, y como las fosas nasales del Comandante General de Melilla -el general Silvestre- también estaban bastante abultadas de tanto moro para arriba y ataque para abajo, los españoles iniciaron una incursión masiva sobre la zona este de Marruecos para pacificar de una condenada vez aquel territorio. «Cuando el general Silvestre fue nombrado Comandante General, ordenó avanzar a través del territorio marroquí para establecer un campamento cerca del corazón de la rebelión: la cabila de Beni Urriaguel, que estaba en la bahía de Alhucemas», explica el coronel de infantería.
A su vez, con este movimiento Silvestre pretendía proteger a las cabilas partidarias de España (sí, las había), las cuales pedían desde hace meses ayuda al verse atacadas por sus compañeros marroquíes seguidores de la rebelión. «Para ayudar a estos grupos, en enero de 1921 se estableció una línea defensiva avanzada. Esta línea pretendía ir ocupando los puntos que los jefes de cada cabila pro española pedían para sentirse seguros y sentirse a salvo de los partidarios de Abd el-Krim. Posteriormente se criticó que no eran posiciones fáciles de defender y que las aguadas eran imposibles, pero no quedaba más remedio que ubicarse allí donde pedían los jefes locales», completa Juan Ignacio Salafranca.
Héroe de Abarrán
Así andaban las cosas por Marruecos cuando, en 1921, Juan Salafranca y Barrio fue trasladado junto a su unidad al campamento de Annual (a 60 kilómetros de Melilla) para participar en la macro ofensiva realizada por el general Silvestre. Durante los meses siguientes, el madrileño volvió a mostrar su valentía combate tras combate obteniendo varias medallas y reconocimientos por ello. Con todo, no fue hasta marzo de ese mismo año cuando el capitán recibió las que serían sus últimas órdenes: partir junto a la columna al mando del comandante Villar, cuyo objetivo era establecer una posición defensiva en la colina de Abarrán, ubicada al otro lado del río Amekran (a 6 kilómetros de Annual).
«La policía indígena -que era la que tenía encomendada la tarea de establecer contacto y obtener información de las cabilas- informó a los españoles de que la cabila de Tensamán (la cual está ubicada muy cerca de la de Beni Urriaguel, el foco de la rebelión) estaba fraccionada. Explicó a los oficiales que había una serie de partidarios de Abd el-Krim que estaban presionando y atacando a los pro españoles y esa facción pedía protección al ejército español. Fue entonces cuando el comandante Villar explicó al general Silvestre que era necesario enviar ayuda para no perder el apoyo total de esa cabila», destaca el militar español. La explicación pareció convencer al oficial al mando, pues los soldados empezaron a preparar sus pertrechos y armas para el combate ese mismo día.
La jornada siguiente, cuando el calendario marcaba el 1 de julio de 1921, la columna española inició la marcha hacia Abarrán. En principio, sus órdenes consistían en levantar un campamento en la colina y acabar con la pequeña rebelión que había en la cabila de Tensaman, A priori, su objetivo era sencillo. De madrugada, un contingente formado por 1.200 militares leales a España comenzó el viaje. «La columna estaba formada por tres unidades de policía, un tabor y un escuadrón de regulares, dos compañías de ametralladoras de Ceriñola, una batería de un regimiento peninsular, una batería de montaña, dos compañía de zapadores y elementos auxiliares», completa el sobrino nieto del laureado. En este contingente iban, además, Salafranca y sus hombres.
Frente a la columna se situó además una harca, una unidad auxiliar formada por marroquíes. «Las harcas estaban formadas por rifeños que se ponían a las órdenes de los españoles. Usualmente, cuando se iba a ocupar una cabila, se procuraba que en vanguardia fuera la harca de esa cabila debido a que conocían mejor el terreno y estaban acostumbrados a guerrear entre ellos. Inmediatamente después iba la policía indígena, que se encargaba de establecer las posiciones y, finalmente el grueso de las tropas españolas», destaca el experto.
Toma de la colina
Con las primeras luces de la mañana, la columna se situó en formación de ataque y avanzó sobre Abarrán fusil en ristre. Sin embargo, no hizo falta disparar un solo tiro, pues la colina estaba desierta. ¿Por qué? La respuesta era sencilla, era un territorio yermo, seco y difícilmente defendible. A pesar de todos los inconvenientes, las órdenes eran las órdenes, por lo que, aproximadamente a las ocho de la mañana, comenzaron las labores de fortificación para asegurar la posición ante un posible ataque.
Para ello, se estableció un perímetro que, según Munilla, tenía forma de paralelogramo. Para facilitar la defensa ante las acometidas, uno de los lados del campamento se estableció en el borde de un barranco. De esta forma, únicamente había que defender tres de los cuatro sectores. A su vez, otro de los extremos fue cubierto con los escasos sacos terreros que había disponibles. Finalmente, la totalidad de la posición fue rodeada por una alambrada a las 11 de la mañana. Esa era la máxima protección a la que podían aspirar.
Establecido el campamento, los exploradores se cercioraron del número de enemigos ubicados en la cabila de Tensaman y, al considerar los oficiales que no eran demasiados, enviaron a combatirlos a la harca amiga. A priori, parecía un combate sencillo. Sin más qué hacer, y con la satisfacción del deber cumplido, el grueso de la columna abandonó entonces la posición de Abarrán dejando un pequeño contingente de retén por si había alguna dificultad.
«Con la marcha de la columna principal, el campamento quedó al mando de mi tío abuelo, que disponía de 100 regulares, un grupo de 100 policías indígenas y los sirvientes de la estación de telegrafía», completa Juan Ignacio Salafranca. Por otro lado, también se encontraban en la posición una treintena de artilleros que ubicaron sus cañones a la derecha del campamento por si los marroquíes decidían atacar de improviso.
Traición inesperada
Después de que la columna principal iniciara su marcha, Salafranca quedó a la espera de que la harca leal a España consiguiera eliminar a los enemigos ubicados en el poblado cercano. En cambio, antes de comenzar el combate los musulmanes aliados solicitaron al oficial que les entregara cartuchos para poder combatir. Extrañado por la petición, el oficial les dio unos 100 por cabeza y les pidió romper de una vez el fuego.
El ataque de la harca amiga se produjo unos pocos minutos después. Armados con cientos de fusiles y con una buena cantidad de munición por cortesía hispana, los marroquíes iniciaron el avance sobre el poblado enemigo. No obstante, y de forma repentina, cuando los presuntos aliados se encontraban a una distancia considerable, se dieron la vuelta y, con el mosquetón en ristre, atacaron a los españoles. Traición «Hubo un fallo en los servicios de inteligencia e información, que no consideraron la posibilidad de que la harca amiga se rebelara. Con ella, también se sublevó parte de la policía indígena, una unidad que tenía una función específica y que se la terminó usando en cometidos militares», añade Salafranca.
A la harca anteriormente amiga y a la policía indígena se unieron muchos más musulmanes provenientes de las cabilas cercanas. Los oficiales españoles de Annual habían caído en una trampa que podía llevar al ataúd a la pequeña unidad comandada por Salafranca. «Es imposible calcular el número de marroquíes, pero es seguro que eran cientos porque se juntaron los de la harca y los de la cabila de Tensaman. Se combatió contra innumerables enemigos», añade el coronel español de infantería retirado a ABC.
Disparar por la vida
Tras los primeros balazos, los sorprendidos soldados que estaban de guardia dieron la alarma y corrieron como alma que lleva el diablo para avisar a su superior, como bien explica el periodista de ABC en su casi centenaria crónica: «A los primeros disparos cayó muerto el capitán Huelva, y al ir el teniente Fernández a dar parte a Salafranca de lo ocurrido, fue muerto de otro balazo». Tampoco le fueron mucho mejor las cosas al capitán madrileño quien, antes siquiera de poder preguntarse qué sucedía, fue herido en un brazo.
Una vez que se conoció la traición, el capitán Salafranca hizo uso de toda su fuerza y toda su potencia de voz para organizar eficazmente a sus hombres y romper el fuego contra los antiguos aliados. Su única posibilidad de no salir en una caja de pino de allí era resistir hasta el regreso de la columna española. «Cayó una gran cantidad de fuego sobre ellos cuando la posición no se había siquiera organizado. El enemigo atacó además desde una colina, es decir, de arriba hacia abajo, lo que siempre es una ventaja. Muchos soldados españoles murieron antes incluso de saber qué sucedía. Además, algunos hombres de la policía indígena llegaron a volverse contra sus oficiales hispanos», completa Juan Ignacio Salafranca.
Para desgracia española, los minutos pasaron lentos. Bajo un calor asfixiante, el sonido de los fusiles y los gritos copó el ambiente. Tampoco quiso perderse las bofetadas el ruido ensordecedor de la artillería hispana que, cartucho a cartucho, lanzaba toda su furia sobre la harca traidora y los enemigos reunidos cerca del campamento. Desde primera línea, y a pesar de tener el brazo herido, Salafranca dirigió las descargas de fusilería, dio ánimos a sus soldados y, por descontado, soltó alguna que otra patada en el trasero a aquellos pocos que habían quedado paralizados por el miedo. Aún así, los cuerpos sin vida de los defensores caían al suelo por decenas.
La muerte de un héroe
«(En ese momento) Salafranca recibió una herida en el vientre. Trató el practicante de curarle y el capitán, con un absoluto desprecio de la vida, se negó a ello. En tanto, la harca enemiga atacó la posición por el lado de la Artillería, que consumió todas sus municiones, tirando con fuego rápido y espoleta al cero; los rifeños cayeron sobre las piezas y el gran Salafranca, falto ya de municiones, con los pocos hombres que le quedaban y las tripas en la mano, mandó armar el cuchillo y trató de ir a defender la Artillería; pero otro balazo en el pecho le impidió prolongar la defensa», añade Munilla.
A pesar de este último balazo, Salafranca todavía pudo continuar la resistencia unos minutos más. «Varias veces herido de bala, el capitán Salafranca, chorreando sangre, con las entrañas en la mano, aún sentía el noble vértigo de la lucha. Y, sobreponiéndose al espantoso sufrimiento que, sin duda, experimentaba, seguía al frente de sus tropas», completa el periodista de ABC en su texto publicado en 1921.
Pero, herido de gravedad, Salafranca perdió el conocimiento por breves minutos. Cuando volvió a abrir los ojos, entre disparos y sin fuerzas dio sus últimas órdenes: pidió papel para escribir a su madre, entregó la cartera con el dinero de la compañía a un teniente de Artillería y animó a los pocos supervivientes que quedaban. Después, cerró los ojos para no volver a abrirlos más.
Fin de la resistencia
Con la mayoría de sus superiores caídos y Salafranca muerto, poco pudieron hacer los escasos soldados que quedaban. Así pues, tras cuatro horas de combate, los enemigos entraron en el campamento deseosos de cortar cuellos españoles. «En cada compañía había un oficial moro que se correspondía con el mando más bajo. En Abarrán, el último oficial en dirigir la defensa de los españoles fue el moro, quien, cuando los enemigos tomaron la posición, se pegó un tiro en la cabeza. En la posición murieron todos los oficiales, hasta el teniente de artillería que mandaba los cañones. Cuando cayó la defensa, los pocos supervivientes que quedaron bajaron un barranco y corrieron por su vida. Hubo unos 40 supervivientes», destaca el coronel.
Perdida la posición, los rifeños saquearon el campamento y se vanagloriaron de haber vencido por primera vez a los españoles en una batalla en campo abierto. La derrota fue un duro mazazo para las tropas españolas que, no obstante, también pudieron sacar pecho ante la heroica defensa de Salafranca y sus hombres. En los días posteriores, los diarios de la Península llenaron portadas y páginas recordando a los valerosos héroes de Abarrán. Tan épico fue el combate, que el madrileño obtendría en 1924 la Cruz Laureada de San Fernando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario