Andrea Rizzi
El freno de los flujos migratorios ha copado la atención de la UE. Mientras, muchos países afrontan un futuro de envejecimiento y contracción de la población.
El ministro del Interior de Italia, Matteo Salvini, el pasado lunes en Roma. ANGELO CARCONI AP
La subida de los puentes levadizos para frenar los flujos migratorios ha sido el epicentro de la política europea en los últimos años. Las principales dinámicas de nuestro tiempo —el declive de Merkel, el auge de Salvini, el Brexit— están vinculadas a la gestión de ese fenómeno. El asunto se ha convertido en un leitmotiv omnipresente, que quizá ha restado atención a otros asuntos. Pero si se dirige la mirada más allá de esta pantalla, hacia donde lleva la corriente, se vislumbran a lo lejos muchas zonas espumosas. Peligrosas rocas en el lecho del río agitan las aguas: la perspectiva de declive demográfico en muchos países europeos.
Italia encarna perfectamente la paradoja. El país recibió un intenso flujo de llegadas desde África entre 2014 y 2017 —620.000 personas, según la ONU—. El fenómeno supuso un formidable desafío de gestión y ha acabado copando el proscenio político. Salvini cabalgó esa ola y la sigue explotando. Sin embargo, fuera de los focos principales de atención, Italia tiene una tremenda bomba demográfica que va cargándose a base de baja natalidad, larga esperanza de vida y creciente emigración.
En 2018, mientras el flujo desde las costas africanas ha remitido (unas 20.000 llegadas), según el Instituto Nacional de Estadística, la población total (unos 60 millones) se contrajo por cuarto año consecutivo; la emigración (160.000 personas) marcó su récord desde 1981; el saldo natural entre nacimientos y muertes arrojó un dato negativo de 190.000 (2017 y 2018 son los peores años en el registro). La política italiana habla mucho de los barcos en el Mediterráneo; se oye menos hablar de este tremendo reto.
Las perspectivas demográficas a largo plazo de la ONU (de 2017) apuntan a que, además de Italia, otros países afrontan escenarios igualmente inquietantes. Alemania, Polonia, Hungría, Grecia y Portugal, por ejemplo, encaran el riesgo de fuertes contracciones de la población en las próximas décadas. España también, según la variante intermedia de las proyecciones, puede sufrir una disminución.
Otros tienen una perspectiva mejor. Francia, por ejemplo, tiene una dinámica demográfica tranquilizadora. Reino Unido también, aunque el Brexit y su impacto sobre los flujos migratorios representa una incógnita. Entre 2016 y 2018, el saldo anual de migrantes europeos ha bajado de casi 200.000 a unos 75.000. Esto sin embargo ha sido parcialmente compensado en el mismo periodo por el saldo migratorio de ciudadanos de otros países (que ha subido de casi 200.0000 a 250.000).
Pese a que haya algunas luces, Europa en general tiene una perspectiva demográfica oscura. Los datos de la ONU apuntan a que tiene la peor tasa de natalidad de todos los continentes. Ello, combinado con la longevidad, plasma pirámides poblacionales cada vez más inestables. Estas podrán causar conflictos intergeneracionales, por la difícil sostenibilidad de los sistemas de jubilación.
Las autoridades obviamente son conscientes del problema. En algunos casos hay acciones decididas. Polonia, por ejemplo, otorgó tan solo en 2017 cerca de 600.000 permisos de residencia a ciudadanos ucranios. Hungría anunció el domingo potentes incentivos fiscales para favorecer la natalidad. Alemania lanzó en diciembre una ley para cubrir 1,2 millones de empleos vacantes con mano de obra cualificada de fuera de la Unión Europea.
Pese a estas iniciativas, el asunto ocupa un lugar secundario en el debate político. La hipnosis generada por los flujos migratorios desordenados tiene una doble consecuencia. Por un lado, distrae; por el otro, aleja de un acercamiento sereno a una de las posibles soluciones. El combate contra el declive demográfico no tiene alternativas: incentivar la natalidad y/o la inmigración.
Se puede optar solo por la primera. Pero probablemente lo sabio es trabajar ambas vías. Las sociedades más exitosas de la historia —desde la antigua Roma— han sido capaces de regenerarse integrando fuerzas frescas externas. La inmigración tumultuosa y descontrolada no es deseable. ¿Está Europa trabajando lo suficiente en propiciar una inmigración ordenada y enriquecedora? ¿Estamos engrasando mecanismos nacionales y comunitarios eficientes para atraer la inmigración que queremos y necesitamos?
Los esfuerzos principales se han invertido en subir los puentes levadizos. Parece cada vez más necesario trabajar para mantener abiertos pasadizos inteligentes para que en la fortaleza entren los nuevos europeos, que puedan garantizar su vitalidad en el futuro. El que se fija, que no mira solo la cortina del presente, ve mucha espuma río abajo. Hay rocas.
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