Ali Falahi/Ángeles Espinosa
Acosado por las sanciones de EE UU y la mala gestión interna, Irán intenta recuperar la confianza de la población cuatro décadas después de la revolución de Jomeini.
Ali Jamenei se dirige a los miembros de la Fuerza Aérea iraní. EFE
“He tenido que hacer cola para comprar carne a precio controlado”, se queja Z.K. mientras Teherán se prepara para conmemorar este lunes el 40º aniversario de la revolución. Para esta madre de familia iraní, la carestía de la carne resume el fracaso de aquella algarada que ella misma apoyó entusiasmada. Apenas tenía 17 años, cuando se unió a los estudiantes que se manifestaban contra el sah a finales de 1357 (el invierno de 1978-1979 en el calendario occidental). La justicia social a la que aspiraban no ha terminado de llegar. Sin embargo, la República Islámica que surgió de aquel seísmo político ha sobrevivido a los malos augurios de sus enemigos.
La imagen, como todo lo que tiene que ver con Irán, es compleja. Hacia afuera, el régimen sigue desafiando al mundo con su intromisión en conflictos regionales, pruebas de misiles balísticos, o exhibiciones militares en el golfo Pérsico. De puertas adentro adolece, sin embargo, de mala gestión y grave corrupción institucional, un goteo de protestas laborales y el creciente descontento de la población. Aunque el cambio de sistema político recibió en su día el respaldo mayoritario de los iraníes, dos tercios de los 82 millones de habitantes actuales de Irán no vivieron la revolución, sólo sus consecuencias.
“No me identifico con la Constitución. Muchos creemos que la religión no debe meterse en la política; tenemos derecho a determinar nuestro sistema político;”, expone Hamed, un ingeniero de 28 años, recién casado, que trabaja en una constructora, pero cada vez cobra con más retraso.
A los jóvenes les cuesta entender por qué su voto se diluye en un sistema que, además de limitar ideológicamente los candidatos, frena cualquier cambio a través de una serie de órganos bajo control de un poder no elegido en cuya cúspide se sitúa el líder supremo, en la actualidad el ayatolá Ali Jamenei. Tampoco se explican cómo un país que tiene las mayores reservas de hidrocarburos (sumando gas y petróleo) no ha sido capaz de desarrollar sus infraestructuras y crear empleos, condenándoles a la emigración como única alternativa, cuando no faltan recursos para proyectos militares y asistencia a grupos ideológicos afines en Siria, Irak, Líbano o Yemen.
TEHERÁN NO QUIERE TESTIGOS
La corresponsal de EL PAÍS en Dubái no ha obtenido el visado para cubrir el 40º aniversario de la revolución iraní. Con su habitual estilo sibilino, las autoridades de la República Islámica han evitado denegar el permiso, simplemente “no ha llegado”, a pesar de estar solicitado desde diciembre. Ni la Embajada de Irán en Madrid, ni los responsables de prensa en Teherán han explicado el motivo.
“Su caso no es único. Este año se han rechazado el 80 % de las solicitudes”, confía un intermediario en la gestión de visados de prensa. Es un significativo contraste con años anteriores cuando los responsables alardeaban de su apertura anunciando la presencia en la conmemoración de “cientos de periodistas extranjeros”.
El giro ultra que se está viviendo en Irán desde que EE. UU. se saliera del acuerdo nuclear parece estar detrás de la medida. Fuentes diplomáticas apuntan a que los Guardianes de la Revolución (Pasdarán) han desplazado al Gobierno en el control de los visados. Ese Ejército ideológico, con un creciente poder dentro del sistema, siempre ha recelado de los extranjeros en general y de los periodistas en particular.
“El sistema tendría que garantizar una vida digna, no queremos que nos repitan cada día que es culpa del enemigo o de las sanciones; [los políticos] están en sus cargos para solucionar los problemas con el supuesto enemigo; deberían evitar las sanciones o hacer algo para levantarlas”, argumenta Shadi, máster en Sociología de 24 años, que da clases en un colegio privado. “El pueblo ha cumplido con su parte [en la revolución], pero las autoridades no y encima nos imponen las consecuencias de su mala gestión”, añade Hamed.
La trayectoria de la República Islámica ha sido una verdadera montaña rusa. Al fervor revolucionario que acompañó la sustitución del sah por el ayatolá Jomeini, le siguió enseguida la dura prueba de la guerra con Irak. Durante ocho años (1980-1988) las promesas revolucionarias de independencia, libertad y justicia quedaron suspendidas por el esfuerzo bélico para repeler la agresión. Tras la contienda, la reconstrucción permitió un desarrollo económico que alentó aires de reforma. Pero las esperanzas de apertura suscitadas con la llegada al Gobierno de Mohamed Jatamí, pronto quedaron aplastadas por los poderes no electos del sistema.
La frustración aupó a la presidencia a Mahmud Ahmadineyad y con él, un estilo desafiante que agrandó el aislamiento internacional de Irán, reforzado además por su gestión de la crisis que provocó el descubrimiento de un programa nuclear secreto. El hartazgo de los iraníes con el ninguneo a que les somete el régimen islámico estalló en 2009 tras unas elecciones que muchos consideraron amañadas. Silenciados por la represión, aprovecharon el mínimo resquicio que les deja el sistema para aupar en la siguiente cita con las urnas a Hasan Rohaní, el candidato que prometió solucionar el asunto nuclear y recomponer las relaciones con el mundo. Su reelección en 2017 fue un plebiscito al pacto alcanzado dos años antes. Pero justo cuando empezaban a entrever los beneficios, llegó Trump a la Casa Blanca, sacó a EE. UU. del acuerdo y restableció las sanciones económicas.
Sin duda, los efectos han sido catastróficos. Las compañías extranjeras han retirado sus proyectos, el rial (la divisa iraní) llegó a perder dos tercios de su valor y, lo que es más grave, las medidas financieras están dificultando tanto las importaciones como la venta de petróleo, que es la principal fuente de ingresos del país. Afectan incluso a los sectores exentos del castigo. “No hay forma de cobrar las ventas”, señala un pequeño empresario alemán del sector farmacéutico que se ha visto obligado a cerrar sus operaciones en Irán. Sin suministros, muchas empresas locales han cerrado o dejado de pagar a sus trabajadores. Durante todo el año pasado, un goteo de huelgas y manifestaciones ha puesto en evidencia el malestar de las clases más modestas, aquellas que la revolución dijo defender.
“Hoy el país se enfrenta a una gran presión y a las mayores sanciones económicas de los últimos 40 años”, declaró el presidente Rohaní a finales de enero, reconociendo la gravedad de la situación. Pero el gobernante puso el peso de la responsabilidad sobre “EE. UU. y sus seguidores”. “No se debe culpar a este Gobierno y al sistema islámico”, defendió.
Para muchos iraníes, sin embargo, las raíces del problema están tanto en la estructura de poder de la República Islámica como en sus pilares ideológicos. Ambos han apuntado desde el principio a una idealizada independencia política que ha conducido al aislamiento, apoyado eso sí por la desconfianza que el régimen surgido de la revolución generó en Occidente, en especial tras la toma de la Embajada de Estados Unidos en Teherán.
Hossein Raghfar, profesor de economía de la Universidad Al Zahra de Teherán, considera que la actual crisis es fruto de haber abandonado la ideología revolucionaria y pasado “de proteger a los necesitados a proteger al capital”. Apunta a la privatización de empresas estatales que en realidad fueron entregadas a instituciones príblicas (formalmente privadas, pero favorecidas como públicas), controladas por próximos del sistema que, como en el caso de los Guardianes de la Revolución (Pasdarán), se han convertido en centros de influencia política. “El Gobierno está ahora al servicio de esos centros”, señala poniendo el dedo en la llaga.
En su opinión, la situación económica está llevando a los iraníes a cuestionar la legitimidad del sistema. “La indignación y las protestas provocarán un cambio de rumbo, o darán pie a crisis mayores”, advierte. De momento las muestras de descontento están muy lejos de los niveles que alcanzaron hace 40 años; tampoco han logrado el apoyo de las élites urbanas, escaldadas tanto por la represión de 2009 como por el resultado de las revueltas de 2011 en los países árabes. Sin embargo, por primera vez en cuatro décadas hay un debate serio sobre si la República Islámica puede sobrevivir en su forma actual.
Durante los últimos meses han aumentado las voces dentro del sistema que hablan de la necesidad de una “reforma estructural” (como los diputados conservadores Ali Motahari y Mohammad Reza Bahonar). Aun así, la mayoría de los observadores duda de que el régimen tenga disposición de cambiar. El rechazo del ayatolá Jamenei al presupuesto de este año, por ejemplo, busca mayores fondos para los proyectos militares, muy alejado de lo que pide la opinión pública.
“El logro más importante de la revolución es la independencia. Antes las embajadas de EE. UU. y de Inglaterra decidían por nosotros, pero ahora tomamos nuestras propias decisiones. Es posible que nos equivoquemos, pero lo importante es que somos nosotros quienes decidimos”, defiende por su parte Mohammad Hossein Ghadiri-Abyaneh, un antiguo embajador experto en asuntos estratégicos. Ghadiri-Abyaneh admite que “aún no se han alcanzado todas las metas”. “Nuestras leyes a veces generan corrupción, pero el sistema no tiene un problema en su totalidad”, asegura.
Los jóvenes entrevistados discrepan. “Después de 40 años Irán no es independiente; si lo fuera, no sufriríamos tanto con las sanciones. Tampoco es un país libre y justo porque no nos atrevemos a dar nuestros verdaderos nombres por si expresar nuestras opiniones nos trae problemas”, coinciden Shadi y Hamed. No son los únicos. “Hicimos la revolución para crear un Irán mejor con más justicia y libertad, pero la guerra y la corrupción la desviaron; hoy sólo queda el nombre, con el que algunos se hacen ricos”, concurre Mohsen, un coronel jubilado del ejército de tierra de 62 años, que apoyó el levantamiento contra el sah y luego resulto herido en la guerra con Irak.
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