César Cervera
Cada tres o cinco años, los emisarios turcos capturaban a grupos de niños de ocho a 18 años de poblaciones del Este de Europa. Niños cristianos adiestrados para ser la mejor de las infanterías que el Imperio otomano usó para colocarse a las puertas de Viena.
Jenízaros en la batalla de Viena.
Gran parte de la economía del Imperio otomano se basaba en la obtención de botines y de esclavos para nutrir sus ejércitos y su mano de obra. La «gaza», guerra santa, era así tanto un deber religioso como un aliciente para conquistar nuevos territorios y aumentar la economía de este imperio, que en poco tiempo evolucionó de un pueblo nómada asentado en la región de Anatolia hasta ser el gran Estado musulmán de su tiempo.
Los ejércitos otomanos habían sido vertebrados originalmente por una caballería de arqueros especializada en las emboscadas, lo que era muy eficaz en las guerras a pequeña escala, pero iba a mostrarse insuficiente a la hora de expandir el imperio sobre los dominios bizantinos aún resistentes en Asia. La creciente importancia de la religión en el sistema militar otomano y la necesidad de una profesionalidad de sus fuerzas militares dio lugar durante en el siglo XIV a la creación de dos nuevos cuerpos bélicos: la caballería timariota y la infantería jenízara.
Del rapto al entretenimiento
La creación de esta infantería formada por soldados extranjeros procedió de la necesidad de este pueblo nómada, sin disciplina ni tendencia a respetar la jerarquía marcial, de enfrentar empresas militares de cada vez más envergadura. Tras el fracaso en la formación de infanterías autóctonas como el cuerpo de yayás o el de peyades, los dirigentes pensaron que si querían disciplina y lealtad extrema solo cabía educar desde cero a niños raptados en Serbia, Grecia y Albania.
Este adiestramiento llamado «devsirme» resultó un fábrica interminable de mano de obra tanto a nivel militar como civil. En base al derecho de cada gobernante de reservarse un «quinto» de los botines de guerra, el sultán impuso el «desvsirme» a modo de tributo obligatorio a los súbditos cristianos de la zona de los Balcanes.
Entre 15.000 y 20.000 menores cada año, según datos de 1451 a 1481, eran secuestrados para integrar las élites militares y los ambientes palaciegos. En función de las necesidades del imperio, los emisarios turcos capturaban a grupos de niños de ocho a 18 años de poblaciones del Este de Europa (durante el sultanato de Mehmed II, la población cristiana de Bosnia prefirió pagar este botín que impuestos económicos) cada tres o cuatro años. Los oficiales reunían a los niños en el centro de los pueblos para iniciar la selección de los más saludables y más nobles, esto es, los procedentes de mejores familias.
Se les organizaba en grupos de cien, ciento cincuenta y doscientos, y se les vestía de rojo y sombrero, para ser trasladados a la capital del imperio. Los maestros jenízaros les desnudaban allí en busca de imperfecciones, les daban nombres musulmanes y les sometían a la circuncisión. Los de mejor apariencia eran destinados a palacio, algunos como eunucos (castrados), lo que ciertamente era una oportunidad de alcanzar puestos muy elevados en el imperio, mientras los más fuertes y sanos pasaban a ser trabajadores y soldados.
Los niños destinados a palacio aprendían turco, árabe y persa, además de ser educados en la tradición del Corán, la ley islámica y en cómo actuar en las leyes de palacio. La formación duraba un promedio de catorce años, en los que sufrían todo tipo de privaciones e incluso podían ser expulsados o trasladados al cuerpo militar. No en vano, al final del túnel les esperaba la posibilidad de solicitar el puesto que desearan entre los altos mandos de la administración y del ejército. El célebre visir de Solimán El Magnífico, Ibrahim Pachá, ascendió precisamente a través de este sistema hasta la cabeza del imperio en sus años más gloriosos.
Por su parte, los niños más fuertes recibían un adiestramiento extremo para convertirse en jenízaros, una formación que ha sido equiparada con la agogé espartana debido a los duros entrenamientos físicos y a las condiciones prácticamente monásticas que padecían en la Acemi Oglani, donde se esperaba que permanecieran célibes y se convirtieran al Islam, lo que la mayoría hacía. La formación se dividía en dos partes. Primero vivían un lustro junto a una familia turca de las zonas rurales de Anatolia y Rumelia, de modo que se acostumbraban a la vida musulmana y a las rigideces del campo. Luego, pasaban a vivir en los barracones de las Acemi Oglani de Estambul, Gallípoli y Adrianópolis. Allí se les formaba física y mentalmente para la guerra, incluido un adoctrinamiento religioso y conocimientos sobre el sistema de gobierno otomano.
Compaginaban esta formación con tareas de limpieza y de transporte de suministros en las ciudades. Incluso ejercían como policías en sus tareas de control del orden público cuando los jenízaros estaban en una campaña militar. Tenían expresamente prohibido dejarse crecer la barba: únicamente se les permitía llevar bigote.
Monjes guerreros
La culminación a esta formación consistía en un curioso ritual mediante el cual se graduaban frente a los cuarteles. Un oficial los llamaba uno a uno para darles una bofetada y un tirón de orejas, ante los cuales tenían prohibido protestar. Una vez graduados eran destinados a distintas compañías en función de las necesidades castrenses. Su vinculación con la orden religiosa de los Bentasí, que permitía beber vino y otras liberalidades respecto a la ortodoxia musulmana, daba coherencia al papel religioso de los jenízaros en un imperio donde la guerra santa era una necesidad, al mismo tiempo que los libraba de muchas restricciones religiosas.
El resultado era una especie de monje guerrero, entrenado desde pequeño para matar y adoctrinado para servir a la Sublime Puerta hasta su última gota de sangre. Un adiestramiento militar que les convirtieron, junto a los Tercios españoles, en la mejor infantería de su tiempo. De su mano, los turcos conquistaron los restos del Imperio bizantino y comieron terreno a los cristianos de Europa del Este, sus compatriotas, hasta situarse a las puertas de Viena en el siglo XVI.
Su habilidad con los arcabuces, las picas y otras armas modernas, así como en la lucha anfibia, suplieron las carencias de este imperio que, a largo plazo, iba a morir por su atraso tecnológico. Sin ir más lejos, para muchos historiadores su escaso número fue una de las razones de la victoria cristiana en la batalla de Lepanto (1571), que al desarrollarse frente a las costas griegas permitió que algunos jenízaros desembarcaran para visitar a sus familiares.
La lealtad y disciplina de los jenízaros, que eran sirvientes directos del sultán con un estatus vitalicio y una serie de privilegios económico administrativo, les otorgaba la máxima preeminencia en los ejércitos musulmanes, a pesar de su condición de «esclavos» y de que muchos siguieron siendo cristianos. Los jenízaros solo podían ser juzgados por tribunales propios, no compartían celda con el resto de presos, ni podían ser ejecutados en el mismo lugar. De ser considerados culpables de un delito grave, su ejecución debía ser de noche y sin público en Rumili Hissar, siendo su cadáver arrojado al estrecho del Bósforo.
El mando de los jenízaros se estructuraban en torno a siete oficiales, adjak agalari, al frente de los cuales estaba el agá, comandante en jefe de toda la hueste, elegido a partir del reinado de Selim I (1512) no por antigüedad, sino por el sultán. El jefe del estado mayor (el kul kehaya/kehaya bey) de esta unidad no podía ser destituido ni siquiera por el sultán.
El ocaso del gremio
En los siglos XVI y XVII, la unidad logró acumular gran influencia política y, al estilo de la guardia pretoriana de los romanos, derrocar y proclamar a sultanes del imperio. No obstante, su estatus cambió conforme los sultanes dejaron de encabezar las batallas y delegaron su mando en sus visires. A partir del sultanato de Selim II (1566-1574), el papel de el devsirme perdió importancia y se permitió la entrada masiva de musulmanes en este cuerpo de élite, que de golpe y porrazo pasó a ser la unidad más numerosa de todo el ejército.
Los privilegios económicos de esta unidad atrajeron a soldados con sus propios intereses comerciales y sociales, que intentaron interferir en cuestiones políticas en pos de su lucro personal, al tiempo que la vieja guardia de jenízaros intentaba salvar la esencia de esta unidad a través de su influencia sobre el sultán, visto cada vez menos como un padre de la infantería. Como resultado de estos cambios políticos, los jenízaros se convirtieron en el siglo XVII en un poder de facto, al que tener en cuenta durante los periodos de sucesión al trono y que ejercía una autonomía total.
El primer gran choque entre el sultán y los jenízaros se produjo, en 1622, cuando Osmán II inició una serie de reformas para reducir el poder de esta unidad. Según el historiador jenízaro Tugi, el sultán quiso incluso sustituirles por un nuevo cuerpo de arcabuceros procedentes de Anatolia, de modo que los soldados ejecutaron al monarca y elevaron al trono a Mustafá I. En 1648, el sultán Ibrahim I también fue depuesto y encarcelado por los jenízaros ante la corrupción generalizada del gobierno y la incapacidad de la Sublime Puerta de pagar sus sueldos.
Para entonces los jenízaros eran ya más un gremio o un subgrupo social, siempre enemistado con otras partes del ejército, que una unidad de infantería más. Su principal preocupación eran ellos mismos, y que sus hijos conservaran sus privilegios.
La eficacia militar de los jenízaros fue cuesta abajo coincidiendo con este proceso de desinterés por el devenir del Imperio otomano. Hacia 1826, los jenízaros fueron disueltos y desbandados violentamente por el sultán Mahmud II en el llamado Incidente Afortunado, que suprimió por la fuerza a esta tropa tras siglos de corrupción, abusos políticos y, en sus últimos años, derrotas militares. Sus cuarteles fueron bombardeados, mientras los jenízaros eran masacrados por las calles. Los supervivientes se exiliaron a las provincias más lejanas del Imperio.
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