César Cervera
Escapar era prácticamente imposible, entre otras cosas porque el castigo si los pillaban era latigazos, hambre, golpes, mutilaciones de orejas o nariz y quemaduras en brazos y piernas, aparte de que la deportación masiva de poblaciones enteras permitía a los turcos romper todo vínculo de los prisioneros. ¿A dónde iban a huir si su hogar había sido destruido y sus familiares dispersados o exterminados?
La conquista de Constantinopla por el Imperio otomano y el avance musulmán sobre Europa oriental marcaron a toda una generación de cristianos europeos, que veían en los inicios de la Edad Moderna la oportunidad de resarcirse tras años de guerra defensiva y, de pronto, alzaron con preocupación la vista ante el gigante que surgía nuevamente de Asia. El ascenso del Imperio otomano, que llegó a controlar territorios de Belgrado a Bagdad, no entraba en el guion de nadie. Tampoco en el delos Reyes Católicos, que habían dedicado todo su reinado a conquistar el último territorio bajo control musulmán en la Península, mientras por el Mediterráneo campaba a sus anchas el poder otomano.
Durante siglos, el Imperio otomano fue una máquina perfecta de hacer la guerra. Gran parte de su economía se basaba en la obtención de botines, entre ellos esclavos. Hombres, mujeres y niños para nutrir sus ejércitos y su mano de obra, que a su vez usaban para financiar nuevas campañas. La «gaza», guerra santa, se convirtió así tanto en un deber religioso como en un aliciente para conquistar nuevos territorios y aumentar la economía del imperio.
Era, en esencia, un imperio que vivía de la «depredación» (usando la terminología del filósofo Gustavo Bueno), que vivía por y para la guerra. «Cada gobernador de ese imperio era general; cada policía era un jenízaro [soldado de élite]; cada puerto de montaña tenía sus guardianes, y cada camino un destino militar [...] Incluso los locos tenían un regimiento, el deli, o locos, Dadores de Almas, que eran utilizados, pues no se oponían a ello, como arietes o puentes humanos», explica el historiador Jason Goodwin en su estudio sobre el imperio otomano.
Un miedo que compartía toda Europa
En el capítulo «Los turcos a las puertas» de su libro «Isabel, la reina guerrera» (Espasa) Kirstin Downey se adentra en el miedo que el poder militar y naval de este imperio provocaba entre los cristianos, que no dejaban de oír como poblaciones enteras eran víctimas cada pocos meses de la esclavitud, la pedofilia, el secuestro de niños, el robo, la muerte y, en el caso de las mujeres, la violación. En tiempos de Isabel y Fernando: Croacia y su nobleza había desaparecido del mapa; Hungría no tardaría en hacerlo, y Viena sufrió varios asedios otomanos que, de haberse dado otras circunstancias, hubieran cambiado por completo la historia de Europa. Las grandes potencias europeas se preguntaban, con la impotencia del que no es capaz de aunar fuerzas, cuál sería la siguiente presa del turco, cuyos sultanes acostumbraban a iniciar sus reinados con una conquista de prestigio. ¿Sería Sicilia? ¿Rodas? ¿Nápoles? ¿O la propia Roma?
Los soldados otomanos se mostraban insensibles a la muerte de los infieles. Un albano, que sobrevivió con 11 años a un ataque en Scutari, describió ante el Senado veneciano la muerte de 26 de los 30 miembros de su familia durante el reinado de Beyazid II:
«Con mis propios ojos he visto la sangre veneciana fluir como fuentes. He sido testigo de cómo a infinidad de los incontables ciudadanos de la más noble estirpe se les obligaba a vagar sin rumbo. ¡A cuántos capitanes nobles he visto caer asesinados! ¡Cuántos puertos y costas he visto llenos de cadáveres de prestigiosos hombres de alta cuna! ¡Cuántos barcos se han hundido! ¡Cuántas ciudades derrotadas he visto desaparecer! Recordar los terribles peligros de nuestra época hace que los corazones de todos se entremezcan».
La esclavitud y la captura de prisioneros en tiempos de guerra se daba también en la Europa cristiana, pero nunca alcanzó la importancia a nivel económico y social que tenía en el Imperio otomano. La ley islámica permitía la esclavitud para los hijos de esclavos o los apresados durante las guerras. No se permitía esclavizar a musulmanes libres, pero sí a cristianos, judíos y paganos.
Cada año se capturaban a cerca de 17.500 esclavos solo en Rusia y Polonia, a lo que había que sumar los miles que llegaban a Estambul por medio de corsarios como los hermanos Barbarroja, cuyo patriarca alardeó de haber apresado a 40.000 cristianos a lo largo de su vida. Los niños eran trasladados en carros y podían alcanzar un gran valor debido a su uso con fines sexuales, si bien se consideraba más complicado su traslado y mantenimiento, por lo que a veces los esclavistas los dejaban abandonados sin más.
Soldados, piratas y comerciantes trabajaban juntos para que las mercancías llegaran en buen estado a los puertos turcos. Los esclavos se recogían en grupos de diez, encadenados y obligados a desfilar en los mercados. Una vez en el lugar de venta, que todas las provincias tenían delimitado, se examinaba y desnudaba a los humanos en venta. En sus memorias, Georgius de Hungaria, esclavo durante veinte años, detalló algunas de las humillaciones que tenían que soportar los esclavos:
«Los genitales tanto de hombres como de mujeres eran tocados en público y se mostraban a todos. Se les obligaba a caminar desnudos delante de todos, a correr, andar, saltar, para que quedara claro si eran débiles o fuertes, hombres o mujeres, viejos o jóvenes (y, en cuanto a las mujeres), vírgenes o corrompidas. Si veían que alguien se ruborizaba por la vergüenza, se les rodeaba para apremiarlos aún más, golpeándoles con varas, dándoles puñetazos, para que hicieran por la fuerza lo que por propia voluntad les avergonzaba hacer delante de todos.
Allí, se vendía a un hijo mientras su madre miraba y lloraba. Allí, una madre era comprada ante la presencia y consternación de su hijo. En aquel lugar, se burlaban de una esposa, como si fuera una prostituta, para vergüenza de su esposo, y se daba a otro hombre. Allí, se arrancaba a un niño del pecho de su madre [...] Allí, no había dignidad ni se tenía en cuenta la clase social. Allí un hombre santo y un plebeyo eran vendidos por el mismo precio. Allí, un soldado y un campesino eran pesados en la misma balanza. Por lo demás, esto era solo el comienzo de sus males».
La misión imposible de escapar
Escapar era prácticamente imposible, entre otras cosas porque el castigo si los pillaban eran latigazos, hambre, golpes, mutilaciones de orejas o nariz y quemaduras en brazos y piernas, aparte de que la deportación masiva de poblaciones enteras permitía a los turcos romper todo vínculo de los prisioneros. ¿A dónde iban a huir los esclavos sin hogar?
Los esclavos cristianos que lograban escapar o comprar su libertad acostumbraban a colgar sus grilletes en los muros de las iglesias. Costumbre que inspiró a Isabel «La Católica» cuando colocó cadenas de esclavos liberados en los muros de la iglesia de San Juan de los Reyes, en Toledo.
Si se trataba de soldados o nobles capturados en un combate o un abordaje, como fue el caso de Miguel de Cervantes o Lope de Figueroa, cabía la posibilidad de que las familias o alguna orden religiosa pagara el rescate. Se trataba aquel, el de los cautivos, de un negocio igual de lucrativo pero distinto al de los esclavos, que no tenían forma de escapar de esa vida.
La esclavitud infantil suponía un negocio con sus características propias. Entre 15.000 y 20.000 menores cada año, según datos de 1451 a 1481, eran secuestrados para integrar las élites militares y los ambientes palaciegos. Cada tres o cinco años, los emisarios turcos capturaban a grupos de niños de ocho a 18 años de poblaciones del Este de Europa, con predilección por griegos y albanos, y seleccionaban entre ellos a los más inteligentes y atractivos. Los de mejor apariencia eran destinados a palacio, algunos como eunucos (castrados), lo que ciertamente era una oportunidad de alcanzar puestos muy elevados en el imperio, mientras los más fuertes y sanos pasaban a ser trabajadores y soldados. A todos ellos se les separaba de sus familias, se les circuncidaba y se les criaba en casas turcas antes de que entraran a prestar servicio.
Los jenízaros, no en vano, eran adiestrados bajo una disciplina espartana con duros entrenamientos físicos y en condiciones prácticamente monásticas en las escuelas llamadas Acemi Oglani, donde se esperaba que permanecieran célibes y se convirtieran al Islam, lo que la mayoría hacía. Tenían expresamente prohibido dejarse crecer la barba: únicamente se les permitía llevar bigote. El resultado era una especie de monje guerrero, entrenado desde pequeño para matar y adoctrinado para servir a la Sublime Puerta hasta su última gota de sangre. Este adiestramiento militar les convirtieron, junto a los Tercios españoles, en la mejor infantería de su tiempo. Hasta tal punto de que en los siglos XVI y XVII lograron acumular gran influencia política y, al estilo de la guardia pretoriana de los romanos, derrocar y proclamar a sultanes del imperio.
Mayor tolerancia, salvo con las mujeres
En los pocos aspectos que no ocupaban la guerra, los turcos podían llegar a ser más tolerantes a nivel religioso que en territorios cristianos. Las personas que deseaban conservar dentro del imperio sus propias creencias podían hacerlo a cambio del pago de impuestos adicionales y de la aceptación de un régimen social inferior que, como en la Córdoba califal, estaba pensado para humillar al diferente. De hecho, muchos de los judíos expulsados de España en 1492 se refugiaron en tierras turcas con suerte desigual según la provincia donde se asentaron.
Esta relativa tolerancia no afectaba a las mujeres, sino todo lo contrario. Beyazid II impuso en el imperio una mayor rigidez religiosa que su padre Mehmed. Los cronistas europeos hablaron de calles en las ciudades turcas repletas de mujeres a mediados del siglo XIV, mientras que para el XVI se veían pocas y todas tapadas. A las mujeres se les exigió que taparan sus cuerpos con túnicas y, con el tiempo, también el rostro y los ojos, como explica Kirstin Downey en el mencionado libro. Su libertad quedó restringida a la vida familiar, a veces vigilados por eunucos día y noche. Se les prohibía ir a lugares públicos, montar a caballo y comprar o vender algo, ni siquiera en compañía de sus maridos. El otomano Evliya Celebi, autor del texto sobre sus viajes «Seyahatname», mostraba su asombro e idignación ante la libertad que las mujeres gozaban en los lugares cristianos:
«Las mujeres se sientan con nosotros, los otomanos, a beber y charlar y sus maridos no dicen nada y se mantienen apartados. Y esto no está considerado vergonzoso. La razón está en que todas las mujeres de la cristiandad tienen el control y se comportan de esta forma tan poco respetada desde los tiempos de la Virgen María»
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