Cristina Gallardo
El catedrático de Harvard Richard Wrangham cree que esta hipótesis no debería utilizarse para justificar su aplicación hoy en día.
Pinturas rupestres encontradas en la región de Kimberley, Australia, que ilustran seres humanos del Pleistoceno. Datan de hace unos 25.000 años. BRADSHAW ART
La aplicación de la pena capital contra individuos violentos ha tenido un profundo impacto genético en la evolución humana y facilitó la aparición de algunos rasgos que diferencian al Homo sapiens del resto de animales, según propone el prestigioso primatólogo británico Richard Wrangham, quien advierte de que esta hipótesis no debería utilizarse para justificar su aplicación hoy en día.
Comparados con los chimpancés, nuestros primos cercanos con los que compartimos el 99,4% del ADN, los seres humanos somos más pacíficos. Esto es así porque durante los últimos 300.000 años pequeñas poblaciones de Homo sapiens se organizaron para eliminar a aquellos individuos que mostraban un comportamiento violento que ponía en riesgo la paz y la supervivencia de la tribu.
La aplicación de la pena de muerte, que se ha documentado en tribus de cazadores y recolectores de todo el mundo, disminuyó la probabilidad de que los genes responsables de las tendencias agresivas se transmitieran a la siguiente generación, afirma el catedrático de la Universidad de Harvard (EE UU) en una entrevista con EL PAÍS realizada en Londres. A través de ese mecanismo, sostiene, los humanos se autodomesticaron.
El desarrollo del lenguaje favoreció que individuos que se encontraban bajo la subordinación de un déspota pudieran fraguar planes de forma segura para protegerse del acosador, que a menudo era físicamente poderoso y podría haber vencido a cualquier miembro del clan en un enfrentamiento directo.
Es fácil pensar que somos una especie violenta. Pero cuando comparas la frecuencia de los incidentes entre humanos con la de los chimpancés te das cuenta de que somos bastante más pacíficos
Purgar a los individuos más belicosos “fue un cambio dramático en la presión evolutiva humana que provocó una selección contra los comportamientos agresivos de tipo reactivo, favoreció de la paz y la tolerancia y permitió la aparición de un nuevo tipo de sociedad”, explica Wrangham.
“En los periódicos siempre vas a encontrar noticias de gente que ha utilizado este tipo de comportamientos reactivos, así que es fácil pensar que somos una especie violenta. Pero cuando comparas la frecuencia de los incidentes entre humanos con la de los chimpancés te das cuenta de que somos bastante más pacíficos. Esto nos permite cooperar de formas maravillosas, porque somos más tolerantes hacia los otros miembros del grupo al que pertenecemos”, sostiene.
La disminución de la agresividad vino además asociada con cambios anatómicos. Se redujo el tamaño de los huesos y de los dientes, el rostro se estrechó y se hicieron menores las diferencias entre los cráneos de los hombres y las mujeres. Cambios similares se han observado en animales seleccionados de forma artificial durante generaciones para ser menos agresivos, como zorros, gatos y caballos. También en especies que se escindieron de otras después de miles de años de domesticación, como los perros hicieron de los lobos. En todos esos casos, aparecen rasgos característicos que no se daban en sus ancestros, como manchas blancas en el pelaje y orejas colgantes.
Domesticación
“Todos esos cambios han sido un misterio para los biólogos durante mucho tiempo”, señala Wrangham, que formó parte del equipo de la primatóloga Jane Goodall en los años setenta y que cree que ese tipo de procesos de auto-domesticación se ha producido en otras especies animales.
El caso más claro es el de los bonobos respecto a los chimpancés, dos especies cuyo comportamiento Wrangham ha estudiado de cerca en Tanzania y Uganda. Allí se dio cuenta de que los chimpancés eran extremadamente violentos entre sí, llegando a matar a las crías de su propio grupo en ataques de rabia. Eso chocaba con el comportamiento pacífico y sociable de los bonobos, una especie cuyo genoma sólo difiere un 0,4% del de los chimpancés.
El investigador británico llegó a la conclusión de que los bonobos han evolucionado de maneras que conllevan una reducción en su agresividad, aunque con un mecanismo distinto al de la pena capital de los humanos.
A diferencia de los chimpancés, los bonobos evolucionaron en una zona rica en comida y con escasos competidores, lo que permitió a las hembras alimentarse juntas la mayor parte del día. Esa unión les permitió capear los embates violentos de los machos dominantes, quienes se encontraban con que una actitud menos agresiva aumentaba sus probabilidades de copulación.
“Los bonobos son una versión domesticada de los chimpancés,” afirma Wrangham. “Eso me llevó a pensar en los humanos como una versión domesticada de sus ancestros.”
Gran parte de las diferencias anatómicas entre el Homo sapiens y dos de sus coetáneos ya extintos, los neandertales y los denisovanos, podrían atribuirse a este proceso de domesticación, sostiene el biólogo. “La predicción es que nos diferenciamos de estas especies de manera similar que los perros lo hicieron de los lobos”.
A pesar de que la pena capital tuvo un peso clave en nuestro pasado evolutivo, Wrangham advierte de que el análisis biológico de la evolución humana “no tiene ninguna relevancia para el debate político actual sobre la pena de muerte”.
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