David Hernánez de la Fuente
Amplió el poderío de los persas y formó las bases de un imperio consolidado por sus sucesores.
El gran imperio multiétnico de los persas aqueménidas nació en torno a la antigua ciudad imperial elamita de Ansan, al sur de los montes Zagros, allá donde cabe situar el núcleo de las gentes de la Pérside, que habían asentado su civilización a principios del primer milenio antes de Cristo. Los persas no eran entonces sino una pequeña «politeia», un estado modesto que apenas podía competir con los grandes imperios del momento, los medos y los babilonios. Pero todo aquello cambió con el advenimiento de la dinastía aqueménida y, sobre todo, con el ascenso al trono de Ciro II, hijo de Cambises I y nieto de Ciro I. Su nacimiento estuvo marcado, según refiere el historiador Heródoto, por sueños y presagios que profetizaban la llegada de un gran conquistador. Se cuenta que su madre, Mandane, cuando estaba embarazada tuvo dos sueños proféticos –un género común, también en los embarazos de, entre otros, las madres de Pericles y Santo Domingo de Guzmán– en los que veía que lo que daba a luz era, en vez de un hijo, una enorme inundación y luego una serie de enredaderas que se extendían por todo el reino. Y, en efecto, más allá de la mitología y las leyendas herodoteas, este segundo Ciro, llamado «el Grande», fue célebre por haber ampliado sin parangón el poderío de los persas, asentando los fundamentos de un gran imperio que estaba llamado a dominar todo el cercano Oriente. En sus primeras campañas comenzó anexionándose el reino vecino de Media con la conquista de Ecbatana (550 a.C.). El paso siguiente fue enfrentarse pocos años después al reino de Lidia, de proverbial riqueza, como cuenta también Heródoto, derrotando a su soberano Creso y conquistando su opulenta capital, Sardes. El tercer paso de esta brillante campaña de conquistas fue la victoria sobre los babilonios con la derrota de su último rey, Nabonido, que acabó ejecutado.
Ascenso fulgurante
Después de neutralizar Media, Lidia y Babilonia, Ciro se volvió hacia las provincias orientales del Imperio, en el Asia central. También Siria y Judea, que formaban parte del Imperio babilónico, cayeron bajo su poder. Así, de ser una potencia media y poco importante, la antigua Persia ascendió de forma fulgurante bajo Ciro II hasta convertirse en el gran estado multiétnico que llegaría a dominar, en su máxima expansión, desde los confines del Indo hasta Egipto, desde Escitia hasta la Jonia griega. Se convirtió en un modelo de imperio gracias a la égida de este rey con fama de ilustrado y sabio, pues Ciro se caracterizó también por su sabia forma de gobernar, respetando las tradiciones locales y organizando un sistema que atrajese a los diversos pueblos sometidos por diversos imperios anteriores, que vieron en los persas a unos liberadores. Por ejemplo, dio libertad de culto a los judíos, respetó a los sacerdotes de Baal y Marduk, y tanto partos, medos y escitas como bactrianos rindieron pleitesía al poder persa. Como última etapa de su reinado, hacia el 530 a. C., Ciro intentó pacificar a los pueblos nómadas –conocidos bajo la denominación común de escitas– que campaban por las fronteras meridionales de su imperio. El gran rey encontró la muerte luchando contra estos pueblos, concretamente contra la tribu de los masagetas, a las órdenes de la mítica reina Tomiris, y le dejó el trono a su hijo Cambises II. En definitiva, Ciro estableció las bases de un gran imperio, que consolidaron sus sucesores. Al mencionado heredero de Ciro, Cambises II, hay que atribuirle la conquista de Egipto (525 a.C.), después de la muerte violenta de su padre en plena campaña contra los masagetas. El sucesor de Cambises, Darío I, fue el gran reformista de la administración del imperio persa y el fundador de las satrapías, entes territoriales descentralizados que luego serían heredados por Alejandro Magno cuando sucediera, tras derrotarlo, a Darío II y se hiciera con todo el prestigio del mundo aqueménida. Sin embargo, frente a los Daríos y Cambises y a todas las intrigas de la corte persa que transmiten historiadores como Heródoto, fue Ciro II el que quedó en la memoria colectiva tanto de los persas como de los griegos como arquetipo de gran gobernante. Solo hay que recordar que el historiador griego Jenofonte le dedicó un delicioso ensayo acerca de la educación de los gobernantes. Merece, pues, abrir la lista de los siete grandes que rigieron el mundo como uno de los primeros en la historia que lograron someter en un vasto imperio a diversas naciones y gobernarlas con fama de justicia en un modelo de déspota ilustrado y soberano eficiente que fue seguido por los potentados posteriores.
La «ciropedia»
El historiador ateniense Jenofonte, discípulo de Sócrates, escribió un libro que evidencia la admiración que sintieron los griegos por Ciro el Grande. La «Ciropedia» (del griego «Kúrou paideía», es decir, «Educación de Ciro»). La «Ciropedia» es una ficción biográfica de Ciro, basada lejanamente en su vida y hazañas, que versa, entre otras cosas, sobre las claves del buen gobierno, la mejor educación del gobernante, los preparativos de la guerra y las estrategias de Ciro en sus campañas. Configura un ideal de soberano que en la posteridad se convertiría en un modelo para el género de los «espejos de príncipes», como se ve en la influencia que tuvo no solo en «El Príncipe» de Maquiavelo, sino en «El cortesano» de Castiglione y otras obras clave del pensamiento político medieval y renacentista. Gobernantes como el rey sueco Gustavo Adolfo II o Thomas Jefferson fueron devotos de este libro.
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