Íñigo Domínguez
La vinculación del clero con la banda terrorista se remonta a 1962 y fue reconocida por los obispos en 2018. Una detallada investigación reconstruye aquella ambigua complicidad.
El obispo de San Sebastián Juan María Uriarte, en la cabecera de la marcha al santuario de Aránzazu en marzo de 2003 tras el asesinato de Juan Priede a manos de ETA. JAVIER ECHEZARRETA EFE
La lenta reconstrucción de las décadas de pesadilla del País Vasco en marcha desde hace algunos años tiene muchos ángulos, y uno de ellos, poco frecuentado, es el papel de la Iglesia vasca. La propia jerarquía es muy consciente: el día en que ETA hizo público un comunicado pidiendo perdón, en abril de 2018, los obispos vascos reconocieron “complicidades, ambigüedades, omisiones por las que pedimos sinceramente perdón”. Ahora bien, no dijeron cuáles son, y un libro recientemente publicado las enumera exhaustivamente. Tiene un título provocador, que no ha hecho mucha gracia en la Iglesia vasca: Con la Biblia y la Parabellum. Cuando la Iglesia vasca ponía una vela a Dios y otra al diablo (Península). El autor es el periodista vasco Pedro Ontoso, veterano de El Correo, y aporta una mole de datos e historias que sacuden la memoria sobre una relación muy tóxica que aún no ha sido suficientemente explicada.
El libro nace de una pregunta que siempre ha atormentado a Ontoso y que formula tomando un café: “¿Cómo en un país tan católico puede haber surgido una ideología tan totalitaria? Creo que el maridaje de política y religión ha sido muy negativo. A Dios se le sustituyó por la patria, la patria se convirtió en un ídolo, algo que no corrigieron los obispos. Y en un momento dado se exigen sacrificios, se mata y se muere por la patria. Había que cortarlo. La Iglesia ya debió plantarse en 1977, tras la amnistía. Luego siguieron otras ocasiones perdidas. Decidieron no meterse en líos y el monstruo fue creciendo”.
La historia viene de muy lejos, claro. En el País Vasco, la identificación entre religión y pueblo es muy fuerte. Ya en las guerras carlistas hubo mucho cura violento. “La clave es la Guerra Civil, el clero vasco pierde la guerra. Sufre represalias, muchos curas van a prisión, y luego la Iglesia fue un paraguas de la oposición. Además es la Iglesia la que hace pervivir el euskera”, explica. El libro recorre hitos olvidados. La primera asamblea de ETA se celebró en 1962 en el monasterio benedictino francés de Belloc. La cuarta, la primera en España, en una casa de los jesuitas en Getaria. El primer asesinato planeado por la banda, el de Melitón Manzanas, en 1968, se preparó en casa del párroco de Zeberio y en el convento de los sacramentinos de Areatza, en Bizkaia. Un exmonje benedictino, Eustakio Mendizabal, Txikia, fue jefe de ETA y sanguinario pistolero. Murió en un tiroteo. En 1969 varios sacerdotes y religiosos ayudaron a huir a un etarra herido en Orozko que había matado a un taxista en su fuga. Fueron detenidos tres y también el vicario del obispado de Bilbao, José Ángel Ubieta. Ontoso ha buscado a una hija del fallecido y le cuenta que la Iglesia, “más que ayudarnos, se dedicó a proteger a los suyos”. Todo esto como ejemplo de la vela puesta al diablo.
En cuanto a la otra vela, la de Dios, el libro desmenuza el largo camino de silencio de la Iglesia vasca con el terrorismo. “La gran llaga de la Iglesia vasca es que tardaron mucho en llegar a las víctimas”, opina Ontoso. Con todo, rompe una lanza por monseñor Setién, cree que se le ha demonizado en exceso. Los obispos ni siquiera mencionaban la palabra ETA: la primera vez fue en un documento de 1984. Tampoco oficiaban funerales, una praxis que rompió Ricardo Blázquez en 1997, siendo obispo de Bilbao, con Miguel Ángel Blanco. A una parte del clero aquello no le gustó, y tampoco a ETA, que lo hizo saber. “La izquierda abertzale y ETA han tenido siempre el cálculo político de que necesitaban a la Iglesia”. De hecho, ETA nunca tocó a la Iglesia, salvo los capellanes castrenses en atentados a militares. Lo más cerca que estuvo fue con el asesinato en 1985 de un taxista de Bermeo que resultó ser primo del obispo de San Sebastián Juan María Uriarte, pero es que la banda se enteró luego del parentesco. Por ese cálculo, ETA ha avisado cada vez que creía que la Iglesia no era neutral. En 2001, cuando se reunieron 50.000 personas a rezar por la paz en Armentia, Álava, el boletín de la banda advirtió: “Ver que quien debía ser mediador y testigo está trabajando a favor de una de las partes del conflicto no favorece su neutralidad”.
Porque la Iglesia siempre ha tenido un papel importante en casi todas las conversaciones con ETA. “Ha estado mucho más en primera línea de lo que parece. La Iglesia era de fiar, para las reuniones nunca se piensa en un sitio civil, en un hotel; se van a Santa María de Mave, en Palencia; a Loiola…”. En todos los intentos de conversaciones con ETA siempre aparece un hombre de la Iglesia. Ontoso en su libro recorre numerosos casos desde 1976. En 1984, Felipe González lo hizo a través del jesuita José María Martín Patino. Y Aznar, tras la tregua del Pacto de Estella, en 1998, aceptó como mediador a monseñor Uriarte, propuesto por ETA. Fracasó, pero ganó prestigio y volvió a mediar en 2006. Y así hasta el final.
“La gran llaga es que tardaron mucho en llegar a las víctimas”
PEDRO ONTOSO, AUTOR DE CON LA BIBLIA Y LA PARABELLUM
Ampliando el campo de visión se llega al Vaticano, otro cruce de relaciones que Ontoso disecciona a lo largo de los años. Desde los primeros e infructuosos intentos del PNV por ser recibidos en Roma —solo lo consiguió Urkullu en 2017— hasta los contactos vascos en la Santa Sede: Laboa, Arrupe, el cardenal Etchegaray. Pero a Ontoso también le interesa el papel de los simples creyentes y hay una historia muy desconocida, la del industrial Jesús Guibert, secuestrado por ETA en 1983. Al despedirse, propuso a sus captores que quedaran otro día para hablar, que tenían que abandonar las armas. Al final ETA le llamó para ser mediador de otro secuestro y un etarra llegó a contactarle en 1989 porque necesitaba dinero para huir de la banda y rehacer su vida: le dio ocho millones de pesetas. Luego fue mediador del Gobierno socialista en 1985 y 1986.
Este análisis destaca dos funciones positivas de la Iglesia que no se ven tanto. Una es el movimiento pacifista: Gesto por la Paz nació en ambientes cristianos de base. Tanto que en la primera manifestación, en 1983, improvisaron la pancarta con el reverso de una que tenían y en la que se leía: “Sí al celibato opcional”. Fue de estudiantes de la Universidad de Deusto, de los jesuitas. Otros sacerdotes llevaron escolta por participar en colectivos como Basta Ya, el Foro de Ermua y el Foro El Salvador. Y cinco curas se apuntaron en 2003 en las listas de PP y PSOE en Bizkaia como gesto de solidaridad, aunque ignorados por la jerarquía.
El segundo punto oculto son los curas que han trabajado en las cárceles, una labor silenciosa pero profunda. El libro descubre historias muy desconocidas, como la del claretiano Josu Zabaleta, que se hizo miles de kilómetros por cárceles hablando con etarras. La Iglesia también tiene un papel muy importante en la llamada vía Nanclares de reinserción. Ha sido una forma de cerrar un círculo infernal. Históricos de ETA como Txelis o Carmen Guisasola entraron en ETA casi por compromiso cristiano y salieron por lo mismo. Con un cura al lado al entrar y al salir.
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