Manuel P. Villatoro
Este 9 de febrero, fecha en la que el oficial estadounidense contrajo matrimonio, recordamos uno de los momentos más trágicos de la historia de los Estados Unidos.
Custer se defiende junto a sus hombres del ataque indio.
Fue la batalla más famosa del mítico 7º Regimiento de Caballería y se recuerda, a día de hoy, como una de las más heroicas que protagonizó el ejército de los Estados Unidos mientras trataba de expulsar a los indios de sus tierras. No obstante, y por mucho que el cine nos haya transmitido que en la contienda de Little Bighorn los soldados del teniente coronel George Armstrong Custer murieron con las botas puestas enfrentándose a cientos de indios que les atacaban sin piedad, la realidad es algo diferente. Sí, es cierto que esta famosa unidad fue exterminada aquella jornada. Y sí, es cierto que tuvieron que hacer frente a incontables enemigos. Pero también es real que la culpa de que aquel día fueran masacrados casi tres centenares de casacas azules la tuvo su oficial, «cabellos largos» (como conocían los nativos a Custer), pues -ávido de gloria y deseoso de aplastar a su enemigo- no esperó a que llegasen refuerzos, contravino las órdenes, y envió a sus hombres a una muerte segura contra un enemigo que les superaba en un número de 10 a 1. Hoy, recordamos esta contienda aprovechando el aniversario del matrimonio de este oficial con Elizabeth Bacon el 9 de febrero de 1864. Uno de los días más importantes de su vida.
Para hallar el origen de este desastre es necesario retroceder en el tiempo hasta el final de la Guerra Civil norteamericana (allá por 1865). Y es que, después de darse de fusilazos y sablazos entre ellos, los estadounidenses decidieron que era mejor dirigir toda su ira contra los nativos americanos. No de forma gratuita, sino porque -tras la conquista en algunas ocasiones, o adhesión en otras- de regiones como Texas, México y Oregón, el presidente de los Estados Unidos se percató de que la expansión de su país se veía frenada por un territorio -el indio- que, al estar ubicado en el centro del continente, impedía la comunicación de los dos extremos del país.
Aquella situación costaría muy cara a los hombres del penacho de plumas, pues Andrew Johnson (al frente del país) armó en los años posteriores a sus hombres y les ordenó que empujaran a las diferentes tribus hasta reservas apartadas en las que pudieran vivir como deseasen y no entorpeciesen la creación de su país. Los nativos, como era de esperar, no reaccionaron demasiado bien a estas exigencias y se equiparon a base de arco, flecha y hacha para defender sus territorios y atacar -de forma sumamente sangrienta, eso sí- a todo aquel colono que se atreviese a pisar sus tierras..
La violencia se generalizó, y Estados Unidos reaccionó creando contingentes como el Séptimo Regimiento de Caballería. Esta unidad nació aproximadamente en 1868 con la finalidad de salvaguardar la integridad de los anglosajones en la frontera entre Norteámerica. El objetivo era honorable, quién lo pone en duda, pero la realidad es que se vio sumamente manchado por los excesos que cometieron sus soldados contra la población indígena. Todos ellos, por cierto, ordenados por su líder, George Armstrong Custer (un inepto militar que había demostrado su mediocridad en la academia para oficiales al graduarse el último y que destacaba por adorar la sangre nativa). Este oficial se hizo rápidamente famoso por atacar cruelmente poblados de indígenas y por no dejar que ninguno de sus enemigos (ancianos, mujeres y niños en muchos casos) escapase con vida. Un mal menor, que pensaban sus superiores, si con ello tenían garantizado expulsar a sus enemigos de allí y deportarles a las reservas.
Hacia territorio indio
Hasta el penacho de plumas unos, y el sombrero otros, solo era cuestión de tiempo que la guerra se recrudeciese y comenzasen respectivamente los hachazos y los disparos. Los primeros en actuar fueron los Estados Unidos que, representados por el presidente Johnson (quien no amaba demasiado a los nativos, todo hay que decirlo), dio órdenes de cumplir lo que había sido estipulado meses atrás. Es decir, de perseguir hasta la muerte a todos aquellos indios que siguiesen pululando por el territorio nativo. Una región que -según el mandamás- pertenecía legítimamente a Norteamérica.
La tarea se le encargó al general Phillip Sheridan -a quien se le atribuye la famosa frase de «el mejor indio, es el indio muerto» -. Este estableció que armaría a un gran contingente de soldados con el que aplastaría a sus contrarios. El plan -no demasiado complejo- parecía destinado a funcionar. Sin embargo, este primer intento de encerrar de una vez por todas a los emplumados salió por la culata del fusil del ejército de los Estados Unidos debido -entre otras cosas- al frío que hacía cuando se llevó a cabo la campaña. Las tropas, superadas por los nativos, no tuvieron más remedio que retirarse y regresar al calor de sus hogares.
Aunque la conclusión del plan fue mala, la decisión de enviar de una patada a los indios a las reservas ya estaba tomada, por lo que se volvió a organizar una expedición para cumplir por las bravas la misión del presidente. «Decididos a dar caza cuanto antes a los indios, inmediatamente se organizó una segunda expedición destinada a castigar y llevar de nuevo a la reserva a la creciente reunión de guerreros, aún sin cuantificar, que se movía por la zona», explica el divulgador histórico Gregorio Doval en su obra « Breve historia de los indios norteamericanos».
Lo que no sabían, para su desgracia, es que aquella fuerza no estaba compuesta de un pequeño contingente de hombres sin entrenamiento, sino que contaba con cientos de guerreros experimentados de varias de tribus. Todas ellas, lideradas por dos viejos conocidos del ejército de los Estados Unidos: Caballo Loco y Toro Sentado. Estos, se habían unido para enfrentarse al fin al hombre blanco y defender así las tierras de sus antepasados. Pintaban bastos para los casacas azules, que se suele decir, y los del uniforme americano ni se lo llegaban a imaginar.
Sin saber la que se le venía encima, el presidente de los Estados Unidos organizó una gran fuerza militar para lograr derrotar por fin a los indios. Este estaba formado por tres columnas, cada una de ellas al mando de un peso pesado de la oficialidad americana. Estas tenían el objetivo de atacar el gran campamento enemigo -que, según los exploradores, estaba presuntamente en Montana- desde tres puntos diferentes: sur, este y oeste. La primera contaba -en palabras de Doval- con 970 soldados, 80 civiles y 260 exploradores crows y shoshonis. Su viaje comenzó hacia territorio indio el 29 de mayo desde Wyoming a las órdenes del general de brigada George Crook (con su famosa «barbaza» rizada erizada al viento).
La segunda sumaba 401 hombres. «Pertenecían a cuatro compañía del 2º Regimiento de Caballería y seis del 7º Regimiento de Infantería, además de una batería Gatling y 25 exploradores indios», añade Doval. La misma estaba dirigida por John Gibbon, conocido por utilizar como nadie la artillería en campaña. Este contingente partió de Montana el 30 de marzo en dirección a Yellowstone.
La tercera columna
La tercera columna fue la más numerosa, pues contaba con más de 1.000 hombres (45 oficiales, 968 suboficiales y soldados, 170 civiles y 40 exploradores). «Estaba compuesta por dos compañías del 17ª Regimiento de Infantería, una batería gatling, cuatro compañías y media del 6º Regimiento de Infantería, y el 7º Regimiento de Caballería al completo, con sus 12 escuadrones», añade el experto español. Este contingente estaba dirigido por el general de brigada Alfred Terry. En lo que respecta a los mandos que había por debajo suyo, lo cierto es que hubo cierta discordia. Y es que, el general Philip Sheridan había logrado que el mismísimo presidente de los EE.UU. «tragara» con que estuviera al frente del 7º de Caballería el teniente coronel Custer. Una decisión que no había gustado demasiado al mandamás debido a que el arrojado oficial de pelo rubio se hallaba por entonces suspendido de empleo y sueldo. ¿La razón? Haber fusilado a varios desertores sin juicio previo. Casi nada. A pesar de que, en principio, el líder se negó a ello, acabó cediendo a sabiendas de la amistad que mantenían ambos oficiales.
Favor por aquí, influencia por allá, Custer volvía a estar al mando de sus antiguo Regimiento, y no quería desperdiciar la oportunidad de alcanzar la gloria. Con todo, a «Cabellos largos» también le quedó más que claro que rendía cuentas ante Terry y que no podría desviarse ni un ápice de sus órdenes. Pero no podía quejarse, pues había pasado de estar sentado en el porche de su casa, como quien dice, a comandar a 31 oficiales, 566 soldados, 15 civiles, y unos 35 - 40 exploradores. Su alegría debió nublarle la percepción, pues la primera decisión que tomó al mando del 7º de Caballería le costaría, a la postre, sumamente cara. «Por voluntad del propio Custer, se había prescindido de las fuerzas que le ofrecieron como apoyo (cuatro compañías del 2ª de Caballería y una batería gatling)», destaca Doval. A su vez, el torpe oficial ordenó a sus hombres que dejasen en casa los sables para cabalgar más rápido y acudiesen a la contienda únicamente con sus carabinas Springfield monotiro modelo 1873 -con 100 cartuchos- y un revolver Colt con 25.
Los ejércitos se movilizaron en mayo con dirección a Montana.
Las fuerzas indias
Tras un encuentro furtivo el 17 de junio contra un contingente de exploradores dirigido por Toro Sentado -quien logró dejar maltrecha la columna de Crook en Rosebud antes de retirarse- los indios se dirigieron hacia su campamento. Este ataque por sorpresa enfureció todavía más a los casacas azules quienes, airados y con ganas de venganza, aceleraron el paso para acabar cuanto antes con sus enemigos. Por su parte los nativos se retiraron hasta su campamento, ubicado cerca del río Little Bighorn -un territorio ubicado en Montana y que destacaba por ser rico en búfalos la base de la economía nativa-. En aquel emplazamiento había –según Vidal- 7.000 indios, aproximadamente 2.000 de ellos guerreros experimentados. En palabras de Bob Reece -historiador y escritor- en el lugar se habían unido nativos sioux, arikara, cheyenne, arapahoe y otras tribus menores. «Los jefes indios se dieron cuenta de que esto era una guerra y decidieron que tenían que unirse para defenderse con eficacia», explica el experto anglosajón.
Otros historiadores como Jesús Hernández (autor de « Las grandes masacres de la historia») aumentan el número de indios ubicados en el campamento en varios centenares. «Contaban con un ejército formado por unos 1.200 guerreros de siete tribus: hunkpapas, sans, arc, pies negros, miniconjou, brulé, cheyenes y oglala. Los guerreros iban acompañados de sus familias y el ganado; se cree que el número total de indios podía rondar los 9.000 individuos y el número de animales de carga y reses para alimentarse podía ascender a los 30.000», determina. Fuera como fuese, lo que sí se sabe es que era la primera vez que los nativos lograban reunir un ejército de estas dimensiones y estaban dispuestos a plantar cara al hombre blanco de una vez por todas. Además, el ánimo de los pieles rojas estaba más en alza si cabe gracias a que en sus filas estaba Caballo Loco, un líder treintañero conocido por ser un firme defensor de las tradiciones indias, por su fiereza en la lucha y por haberse convertido en una auténtica pesadilla para las fuerzas norteamericanas.
En lo que respecta al armamento, aproximadamente dos de cada diez indios contaban con fusiles Winchester 44. Unos «palos de fuego» que –en contra de lo que nos dicen las películas- les otorgaban cierta ventaja con respecto al ejército de los Estados Unidos. Y es que, mientras que los militares se veían obligados a recargar sus carabinas Springfield entre disparo y disparo (perdiendo una gran cantidad de tiempo), ellos podían hacer varios tiros seguidos gracias al sistema de repetición de sus armas. A su vez, el rifle de los militares había demostrado tener un claro problema: solía encasquillarse en los momentos más inesperados. Con todo, y para ser justos, lo cierto es que el los norteamericanos tenían una mayor precisión y un alcance considerablemente superior al de los nativos. Tampoco escaseaban los arcos, las flechas, las hachas y los cuchillos en el bando de Caballo Loco.
La descubierta del 7º de Caballería
Tras ver detenido su avance por el ataque sorpresa de los exploradores indios, la columna de Crook tuvo que detener su avance para reorganizarse, enterrar a sus heridos y contar las bajas sufridas. Por ello, el oficial vio retrasada en varias semanas su llegada al punto de encuentro planeado: la desembocadura del río Rosebud (ubicado al sudoeste de Montana, cerca de donde les habían informado sus exploradores que se hallaba el campamento indio). A finales de junio, los dos contingentes restantes (las columnas segunda y tercera) se reunieron allí. Aunque faltara una tercera parte del contingente, Crook y Gibbon no creían que ningún enemigo con penacho de plumas pudiese hacer frente a sus curtidos soldadas. Estaban tan confiados en su victoria que decidieron no esperar a su compañero y avanzar sobre los nativos para meterles un buen puntapié en las nalgas cuanto antes.
«Adaptaron sus planes y decidieron que, mientras las columnas unidas de Terry y Gibbon se moverían hacia los ríos Big Horn y Little Big Horn, al sudoeste de Montana, el 7º Regimiento de Caballería de Custer avanzaría al descubierto río Rosebud arriba para tomar posiciones, [explorar el terreno] y dar tiempo a que la columna de Crook se rehiciese. Los oficiales esperaban pillar así entre dos fuegos el campamento de los indios, que según todos los informes que iban recibiendo era el mayor nunca visto en la historia. Aun así, confiaban plenamente en la victoria», destaca Doval. De esta forma, el teniente coronel Custer avanzó a buen paso hacia el este del campamento de Caballo Loco y Toro Sentado; mientras que Terry y Gibbon lo hicieron por el sur para envolver al enemigo. Estos dos últimos se desplazaban mucho más despacio debido a que contaban con infantería y caballería.
El 25 de junio de 1878 Custer –con su pelo rubio ondeando al viento- fue informado de que, a pocos kilómetros de su posición (en Little Bighorn) los indios habían establecido su campamento. Los explorados enviados le informaron de que, a primera vista, no habría más de un millar y medio de indios en la zona. A pesar de que les doblaban en número según esas primeras estimaciones, el oficial no pudo recibir con mayor felicidad la noticia, pues sabía que sus experimentados jinetes podían ser triplicados en número por los nativos y, aun así, y salir victoriosos. Lo que no sabía es que entre aquellos tipis se escondían realmente entre 7.000 y 9.000 enemigos. Una buena parte de ellos feroces guerreros y, otro tanto, hombres desentrenados que –llegado el momento- no tendrían reparos en coger un arma y enfrentarse hasta la muerte contra el hombre blanco.
Sin conocer estos datos, «Cabellos largos» se relamía. Se veía con posibilidades de poder asestar la derrota definitiva a las tribus indias sin la ayuda de Gibbon y Terry. Una victoria que le granjearía, además de un lugar en la Historia, un puesto permanente como gran oficial de los Estados Unidos. Y todo ello, después de haber sido suspendido. Su ego fomentó sus fantasías y, al poco, la decisión estaba tomada. «En lugar de esperar a las otras columnas, se preparó para atacar de inmediato el campamento indio. Excitado por la posibilidad de alcanzar la gloria él solo, no espero siquiera a conocer con exactitud las fuerzas a las que iba a enfrentarse. Desconociendo que se había reunido el mayor ejército indio que se hubiera visto jamás», determina Jesús Hernández. Con más gónadas que cabeza, se dispuso a alcanzar el olimpo de los soldados de un solo golpe. No podía estar más equivocado.
La estrategia de Custer
Como buen oficial norteamericano, Custer aplicó la táctica que se utiliza cuando se está ante un enemigo menor al que no se quiere dejar escapar. Esta consistía en dividir el ejército y atacar al contrario desde varios puntos para, así, cortar su posible retirada. Así pues, formó cuatro columnas con sus casi 600 subordinados.
1-La primera, dirigida por el mayor Marcus Reno, estaba formada por 175 hombres. Su objetivo era flanquear el campamento enemigo, llegar hasta el sur de su posición, y atacar desde allí pie en tierra.
2-La segunda, al mando del capitán Frederick Benteen, contaba con entre 115 y 120 jinetes divididos en tres compañías. Este contingente recibió órdenes de Custer de ubicarse al oeste de las posiciones indias y cargar desde allí contra los nativos.
3-El propio Custer dirigía la tercera columna. Esta era la más numerosa al estar formada por 210 hombres (5 compañías). Su misión sería la de cargar frontalmente contra el enemigo. Hacer las veces de un martillo que aplastaría a los hombres de Caballo Loco y Toro Sentado. Se llevarían la peor parte, pero su hazaña no sería olvidada, según pensaban.
4-Finalmente, el capitán McDougal se quedaría en retaguardia, al este de la posición, para proteger la caravana de provisiones y para reforzar a cualquier columna que se encontrase en dificultades durante la lucha. Su fuerza la componía unos 135 jinetes.
En vista de que los casacas azules se les venían encima, los indios empezaron a armarse. No estaban dispuestos a regalar sus vidas, sino que más bien pensaban venderles, y a un precio sumamente caro. Así lo señala Erine LaPointe (bisnieto de Toro Sentado) en declaraciones realizadas para el libro « Grandes batallas de la Historia»: «Lo primero que hicieron los guerreros fue tomar sus armas; gritaron “Hoka Hey”, es decir, “Es un buen día para morir”, y se dispusieron a repeler el ataque». Caballo Loco preparó sus armas mientras que, por su parte, Toro Sentado comenzó a organizar la evacuación de las mujeres y los niños del campamento. «Si se trasladaban juntos en un gran grupo serían blanco fácil para los soldados. Así que decidió dividirlos en grupos pequeños, más difíciles de localizar por Custer. Dispersos a lo largo de los riscos, los barrancos y tras los arbustos, caminaron hasta las colinas del norte del campamento, a la espera de que la batalla finalizase», señala el descendiente.
Comienza la batalla
Como estaba previsto, el primero en moverse fue el mayor. Este avanzó junto a sus hombres hacia el sur del campamento indio para iniciar el ataque del 7º de Caballería. «El batallón al mando de Reno partió valle abajo primero al trote y luego al galope, en columna de a dos, encabezada por un comando de exploradores al mando de un capitán, que espoleaba a sus hombres prometiendo un permiso de 15 días para el soldado que le trajese la primera cabellera de un indio», determina Doval. Tras atravesar un río Reno ordenó desmontar a sus soldados, tomar posiciones, e iniciar el fuego contra los nativos a eso de las tres de la tarde. En principio, los disparos fueron letales y causaron pavor entre los indios. Sin embargo, la situación cambió drásticamente cuando multitud de hombres dirigidos por Caballo Loco comenzaron a devolver los disparos desde los tipis.
Con el paso de los minutos y la salida de decenas de cartuchos de los fusiles de ambos bandos, Reno se percató del gran número de enemigos que había en el campamento de los pieles rojas. Por cada indio que caía, otro ocupaba su lugar. Y este luchaba con la fuerza de quien defiende a su familia de la muerte. Al final, después de que cayeran varios de sus hombres, el mayor no tuvo más remedio que ordenar el repliegue hacia un bosque ubicado en su retaguardia. Todo ello, mientras los nativos les presionaban más y más.
Tras una carrera a caballo de unos pocos minutos, los soldados llegaron al abrigo de los árboles y crearon una letal línea de fuego que, según pensaban, sería infranqueable para sus enemigos. Pero nada más lejos de la realidad. En los momentos posteriores el plomo y las flechas empezaron a llover sobre ellos y el caos cundió entre las filas. Poco después, Reno terminó perdiendo los nervios cuando un disparo acabó con la vida de uno de los exploradores aliados ubicado a su lado. Lleno de vísceras, empapado en sangre ajena, y con la cordura pendiendo de un hilo, empezó a dar órdenes que, más que ayudar, desconcertaron a sus ya aterrados soldados.
«Reno perdió la compostura: dio órdenes y contraórdenes apresuradamente [montar y desmontar, hasta cuatro veces], hasta que su grito de “¡Quien quiera sobrevivir, que me siga” acabó con cualquier posibilidad de realizar un repliegue ordenado», añade Hernández. Temiendo realmente por su vida, Reno giró sobre sí mismo y se dirigió, seguido por sus hombres, hacia una colina cercana en la que poder establecer una mejor defensa. Lo cierto es que la idea no era mala, pero sí la forma de llevarla a cabo. Y es que, en lugar de replegarse de forma ordenada disparando constantemente a sus enemigos para evitar que se acercaran, los soldados del 7º de Caballería cometieron un grave error imperdonable en tiempos de guerra: dar la espalda al enemigo en el campo de batalla. Esto permitió a los nativos salir al galope en su persecución y aniquilar sin oposición a decenas de caras pálidas. Al llegar a la colina la situación era dantesca. Habían muerto unos 40 hombres y 37 habían desaparecido.
Tras contar los brazos hábiles que podían portar un arma, Reno gritó órdenes una y otra vez para que sus hombres estableciesen una posición defensiva capaz de rechazar a los pieles rojas. «La tropa se vio obligada a acabar con la vida de la mayoría de los caballos para usarlos como parapeto», determina Doval. Poco después comenzaron nuevamente los ataques de los nativos, los cuales continuaron de forma incesante durante las siguientes dos horas.
Por suerte para Reno, cuando peor pintaban las cosas llegaron hasta su posición Benteen y sus hombres. El oficial, que en principio andaba buscando a Custer para realizar un ataque conjunto con él desde el norte, decidió quedarse con el mayor y ayudar a la diezmada columna aliada a defender el territorio. Ninguno de ellos sabía en medio de aquel caos donde estaba el teniente coronel, así que la decisión fue relativamente sencilla de tomar. Y más viendo que los enemigos llegaban por decenas desde el campamento hacha en mano. A pesar de todo ello, los vaqueros lograron hacerse fuertes en aquella perdida colina, aunque a costa de Custer, que se quedó absolutamente solo para hacer su heroica carga.
Custer, a la carga
En esas andaban las cosas -soberanamente mal para Reno y para los planes de los casacas azules- cuando «Cabellos largos», ávido de gloria y egocéntrico como el que más, ordenó a sus jinetes preparar el ataque contra el campamento desde el norte. Se había hartado de esperar a Benteen y, a pesar de que había visto con sus propios globos oculares la gran cantidad de combatientes indios que se arremolinaban en los tipis, no estaba dispuesto a dejar escapar la oportunidad de destruir a los hombres de Caballo Loco.
Así pues, al son del toque de carga de la caballería, Custer se lanzó con sus hombres contra el enemigo. La visión de dos centenares de estadounidenses del 7º de Caballería arrojándose con los ojos desencajados sobre sus presas hubiese sido temible en cualquier otro momento, pero en este caso no causó preocupación en el jefe Gall -encargado de la defensa de los nativos en esa zona-. Este, por su parte, se limitó a organizar a sus guerreros para una defensa a ultranza. Sabía que podía resistir el primer envite con ellos, pero también era consciente de que los militares terminaría por romper la línea si no le enviaban refuerzos pronto.
En ese momento entró en acción Caballo Loco y su gran capacidad como líder militar. «Caballo Loco, astutamente, dejó un pequeño contingente encargado de seguir acosando a las tropas de Reno y Benteen, y con el resto acudió a toda prisa al encuentro de Custer», determina Hernández. La idea fue acertada. Reno y Benteen no pudieron hacer más que seguir dándose de bofetadas contra los nativos que les plantaban cara en la colina que defendían sin poder ayudar a Custer. Mientras la segunda y tercera columna del 7º de Caballería se entretenían con sus hombres, el líder indio corrió como una exhalación hacia el norte del campamento para unirse a las fuerzas de Gall y defender la zona de los jinetes. Todo ello, por cierto, gritando a cualquier hombre capaz de portar armas para que reforzase esa posición.
La última defensa
La defensa a ultranza planteada por el jefe Gall, reforzada todavía más por los combatientes llegados desde la colina, resistió sin problemas la primera carga de la columna del 7º de Caballería dirigida por Custer. La formada por un mayor número de jinetes y la que debía desbaratar su defensa. La suerte ya estaba echada, pero los norteamericanos -ilusos- todavía se veían con posibilidades de vencer si le ponían gónadas. Las esperanzas, en cambio, se apagaron en el momento exacto en el que observaron como Caballo Loco -junto a unos 1.200 guerreros- les rodeaba por su flanco derecho en un increíble movimiento estratégico. «Era un jefe muy respetado y todos los guerreros del campamento le siguieron en su valiente marcha hacia la batalla», explica Beil Magnum (superintendente del campo de batalla de Little Bighorn dentro del Servicio de Parques Nacionales de los Estados Unidos) en declaraciones recogidas en el libro «Grandes Batallas de la Historia».
Superados en un número de 15 a 1, los hombres del 7º de Caballería podían hacer dos cosas. La primera era correr para tratar de salvar la vida. Muchos lo intentaron, pero fueron aniquilados en su huida por los nativos. La otra era ponerle naso y, mediante sus carabinas Springfield y sus Colt, tratar de defender una posición hasta que llegasen refuerzos. Custer, que aunque ególatra no tenía un pelo de cobarde, se decidió por la segunda y -tras elevar alguna plegaria que otra para que sus compañeros llegasen pronto a su posición- ordenó al poco más de 100 hombres que aún quedaban con vida replegarse hacia una colina cercana para, desde allí, plantear la última defensa. Todos ellos, por cierto, pie en tierra y ya sin la ventaja que les ofrecía una buena montura. Allí, disparando casi a ciegas, obligados a recargar tiro a tiro sus fusiles, y agobiados por los fogonazos de los indios, trataron de salvar sus vidas.
Mientras, los hombres de Caballo Loco y Toro Sentado arrojaron sobre ellos toneladas de odio acumulado durante meses de persecución. «Imparables, todos unidos, no importaba qué guerrero estaba al lado, lo importante era atacar a los de uniforme azul, acercarse a los soldados», determina LaPointe. Además de ser más, estar bien armados y luchar por sus familias, los indios sabían que era solo cuestión de tiempo que los soldados del 7º de Caballería cayeran ante su empuje.
Esta situación se vio además beneficiada por los arcos que portaban la mayoría de los pieles rojas. «Si utilizas un rifle en algún momento es preciso sacar la cabeza para apuntar, y entonces te conviertes en un blanco. Con las flechas no pasa eso. Puedes dispararlas hacia arriba y, aunque tengas menos precisión, puedes seguir a cubierto de los disparos. Con una flecha se puede disparar desde una posición segura en cuclillas detrás de un macizo, una mata de hierbas o un pequeño montículo», determina, en este caso, Magnum.
La aniquilación del 7º de Caballería
En menos de media hora acabó todo. Después de tiros de fusil, combates cuerpo a cuerpo y flechas, los indios aniquilaron a toda la columna de Custer y, por descontado, al propio «Cabellos largos». El cómo vivió el oficial sus últimos momentos es, a día de hoy, un misterio. La leyenda le muestra disparando sus dos Colt en todas direcciones y animando a sus hombres a combatir. Así, hasta que fue asesinado (más de siete nativos se atribuyeron su muerte).
Tal y como recoge Hernández en su obra, un indio arapajoe explicó después que había visto a Custer en el suelo «apoyado en sus manos y rodillas, con una herida de bala en el costado. Le salía sangre de la boca a borbotones, mientras contaba tan solo con la protección de cuatro de sus hombres, miraba desafiante a los indios que le tenían rodeado». Esta fue, precisamente, la imagen que se dio del teniente coronel tras esta desastrosa contienda.
Sin embargo, otras fuentes como el teniente James Bradley (quien pudo ver en primera persona el cuerpo de Custer tras la batalla) afirman que «Cabellos largos» contaba con una herida de bala en la sien, lo que implica que pudo haberse suicidado para evitar que los nativos le torturasen. Fuera como fuese, la columna fue totalmente destruida. Solo escapó de la masacre un caballo llamado «Comanche», perteneciente al capitán Keogh.
Por su parte, los hombres de Reno y Benteen lograron resistir dos días más combatiendo al otro extremo del campo de batalla, el tiempo necesario para que llegasen refuerzos. Sin embargo, para entonces las tribus indias ya habían desmontado los tipis y habían puesto pies en polvorosa, pues sabían que poco podían hacer contra el grueso del ejército norteamericano.
Aunque las bajas no fueron excesivas para una campaña de tal magnitud (320 entre muertos -270- y heridos -50-) la escasa cantidad de indios aniquilados (unos 50) y la dimensión psicológica de la derrota hicieron que la contienda causase una profunda vergüenza al ejército norteamericano. Tampoco ayudaron las vejaciones que los nativos cometieron contra los cuerpos inertes de los soldados (a los que quitaron las cabelleras, acuchillaron hasta la saciedad, y un largo etc.). No en vano, el Congreso dictaminó en julio lo siguiente: «La resistencia no dará a los enemigos la victoria final. La sangre de nuestros soldados exigen que ellos indios sean perseguidos... deben someterse a la autoridad de la nación».
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