Guillermo Altares
La ultraderecha busca en el pasado remoto justificación para sus políticas actuales.
'La batalla de Poitiers', óleo pintado en 1837 por Charles de Steuben. ANN RONAN (PRINT COLLECTOR / GETTY IMAGES)
La Edad Media se ha convertido en un asunto de intenso debate político. No todo el periodo histórico, claro, nadie discute sobre Excálibur o los caballeros de la Mesa Redonda. Lo que está sobre la mesa es el momento de las invasiones musulmanas, una época de intensos cambios políticos en una Europa cuyas fronteras se estaban forjando.
En los últimos tiempos la ultraderecha nacionalista ha convertido en una especie de tótem sagrado aquellos siglos oscuros —se llaman así por la notable ausencia de documentos desde la caída del Imperio Romano hasta más o menos el año 1000, cuando la economía y la administración comenzaron a recuperarse—. La visión actual sobre ese periodo tiene mucho que ver con el presente y muy poco con un pasado del que se desconoce casi todo. Y resulta sorprendente la seguridad con la que describen aquella época los apologetas de ese momento supuestamente mítico de defensa de la cristiandad frente a la invasión islámica. Distintos movimientos de ultraderecha se agarran ahora a esos relatos para decir que el fenómeno invasor se está repitiendo en la actualidad. Ni ocurrió entonces, ni tampoco está ocurriendo ahora. Y, desde luego, lo que pasó no fue tal como lo cuentan: se trata de unos siglos en los que, básicamente, todo el mundo invadía a todo el mundo.
Este es un debate que aparece en algunos casos como farsa, por ejemplo, cuando se retiró recientemente una estatua de Abderramán III en Cadrete (nombre árabe), Aragón, como primera medida de un Ayuntamiento gobernado por Vox. Pero en otras ocasiones emerge como tragedia: el asesino que ametralló en marzo a 50 personas en dos mezquitas de Nueva Zelanda hace unos meses estaba obsesionado con héroes míticos medievales de la lucha contra el islam, —desde el español don Pelayo hasta el serbio Milos Obilic—, y escribió sus nombres en los cargadores con los que perpetró la matanza.
“No solo en España, sino en toda Europa, la historia de la Edad Media se ha convertido en un foco de debate cada vez más intenso”, explica Maribel Fierro, profesora de investigación del CSIC y experta en Al Andalus. “La idea de la recuperación de una presunta identidad inmutable de los pueblos ha vuelto a resurgir. Los periodos que reivindican son momentos en los que se produjeron batallas contra los musulmanes. Su idea, totalmente infundada, es que el islam es el enemigo de Europa”.
La idea, totalmente infundada, es que el islam es el enemigo de Europa”.
MARIBEL FIERRO, DEL CSIC Y EXPERTA EN AL ANDALUS
Las batallas que aparecen una y otra vez en ese imaginario son Poitiers en 732, Covadonga en 722 (o 718, 737 o 754, según las diferentes versiones), Kosovo en 1389 o, mucho más tarde, Viena en 1683. Las dos primeras fueron enfrentamientos con las tropas árabes y bereberes procedentes del norte de África y de la península Arábiga; las segundas, contras los turcos. El problema que plantean Poitiers, Covadonga y Kosovo es que se trata de acontecimientos en los que la historia se mezcla con el mito y sobre los que los especialistas tienen pocos datos, dispersos, tardíos y dudosos. De ninguna de estas batallas se conserva el relato de un testigo contemporáneo. Todos estos mitos fueron además reinterpretados en los siglos XIX y XX cuando se produjo la explosión de los Estados nacionales en Europa y se convirtieron en relatos fundacionales.
Las primeras versiones de la batalla de Covadonga, con la que empezó la llamada Reconquista, proceden de la Crónica de Alfonso III, en torno al año 900, aunque ese relato no se populariza hasta el siglo XIII. Lo mismo puede decirse de la batalla de Kosovo, el gran mito nacional serbio, explotado hasta la saciedad por el nacionalismo balcánico. En realidad, como explica el historiador Noel Malcolm en Kosovo. A Short History, se ignora casi todo sobre aquel combate, ni siquiera está claro quién ganó: la tradición señala que los serbios perdieron su Estado ante los turcos y construyeron su nacionalismo sobre la nostalgia y la derrota. Con todo, el caballero Milos Obilic, que según la leyenda mató al sultán Murad, es venerado casi de forma religiosa y formaba parte del averiado universo mental del asesino de Christchurch en Nueva Zelanda.
Sobre la batalla de Poitiers, en la que Carlos Martel derrotó presuntamente a los musulmanes impidiendo su avance hacia el norte, escribió un ensayo muy interesante el medievalista de la Universidad de St. Andrews James T. Palmer. La historia falsa que impulsó al acusado de la matanza de Christchurch, se titulaba un artículo que publicó en The Washington Post. En él explica cómo la interpretación de aquel enfrentamiento ha ido cambiando: para Edward Gibbon, en el siglo XVIII, simbolizaba la pérdida de la herencia de Grecia y Roma; para Jules Michelet, en el XIX, apenas revestía importancia porque el problema estaba en las invasiones germánicas del norte; según Steve Bannon, uno de los ideólogos del pensamiento ultraderechista actual, exasesor de la Casa Blanca, aquella batalla representa una invitación a defender a Occidente frente al islam. “No había nuevas fuentes históricas, sino una nueva agenda”, escribe Palmer. “Al reclamar el legado de Carlos Martel, el asesino de Christchurch abusa de la historia para justificar la violencia. Se basa en la forma en que ese acontecimiento aparece descrito en muchos libros y webs, así que no se trata solo de un problema de ignorancia. Lo que tenemos que entender y combatir es cómo momentos históricos como Poitiers han cobrado un significado a través de la política”.
Tras esa visión nacionalista del medievo se esconden varios presupuestos contradictorios con la investigación científica contemporánea. Primero, que los habitantes de Europa en el siglo XXI somos los herederos de quienes habitaron este mismo lugar hace siglos. Esta afirmación ignora que las unidades políticas son completamente diferentes, por no hablar de las migraciones y mezclas que marcan la historia. Segundo, que pueden establecerse paralelismos entre sociedades de hace siglos y las actuales, soslayando las abismales diferencias que las separan en multitud de asuntos, desde la esclavitud hasta la tecnología. Y, por último, que, incluso si se admite esa herencia, esta no tiene por qué condicionar el presente.
“Esa movilización reivindicando el pasado está siempre vinculada a pulsiones del presente, a la necesidad de ciertas comunidades, ideologías o proyectos políticos de encontrar su justificación”, explica Eduardo Manzano Moreno, investigador del CSIC, experto en Al Andalus, que acaba de publicar La corte del Califa. “La simple regla de mayor o menor cercanía respecto de ese pasado no siempre funciona: los romanos o los mongoles pudieron hacer todo tipo de masacres y a nadie le importa, pero en el caso de los musulmanes, el discurso conservador intenta plantar la idea de una similitud exacta entre lo ocurrido en la Edad Media y el presente, algo que también alimentan los propios radicales islámicos”.
El historiador Jean-Paul Demoule ha estudiado el asunto en su libro Les dix millénaires oubliés qui ont fait l’histoire (Los diez milenios olvidados que hicieron la historia), y explica cómo los nacionalismos que estallan después de la I Guerra Mundial explotan la idea de un pueblo que se conserva inmutable a lo largo de los siglos, sumergiéndose incluso en la prehistoria. “Hubo que garantizar a cada uno de esos Estados un pasado glorioso, que se remonta al confín de los tiempos y que garantiza la existencia de la nación a lo largo de la eternidad”, escribe el profesor de la Sorbona. Su ensayo acaba con una pregunta: “¿No es mucho más interesante la historia cuando los seres humanos la escogen que cuando la padecen?”.
FE DE ERRORES
En una primera versión se afirmaba que Carlomagno derrotó a los ejércitos musulmanes en Poitiers. Fue su abuelo, Carlos Martel.
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