Manuel P. Villatoro
En su libro «Tercios del mar: historia de la primera Infantería de Marina española» (La Esfera de los libros), la catedrática Magdalena de Pazzis Pi Corrales analiza el origen y desarrollo del cuerpo de infantería que España empleó para convertir su armada en la fuerza más temible de los siglos XVI y XVII.
Miguel de Cervantes, soldado de los tercios, combatiendo en Lepanto, cuadro de Augusto Ferrer Dalmau
Resulta difícil imaginar algo más incómodo que luchar sobre la cubierta de una galera o un galeón, repleta de humanidad, sangre resbaladiza y con un balanceo insufrible con cada ola. El Imperio español debió armarse de buenos barcos y mejores hombres, con los nervios hechos a cubiertas de todo tipo, para defenderse igual por tierra que por mar de holandeses, franceses, ingleseses, turcos y demás rivales. En su libro «Tercios del mar: historia de la primera Infantería de Marina española» (La Esfera de los libros), la catedrática Magdalena de Pazzis Pi Corrales analiza el origen y desarrollo del cuerpo de infantería que España empleó para convertir su armada en la reina de los abordajes.
Si bien el soldado de marina existía ya en Castilla y Aragón desde la Baja Edad Media, no fue hasta la gesta americana cuando se generalizó la costumbre de llevar soldados de guarnición, la mayoría arcabuceros, para la protección de los barcos que cruzaban el charco. Como explica De Pazzis, la raíz de la infantería de marina hay que buscarla en el conjunto de tropas conocidas como Compañías Viejas del Mar de Nápoles, que servían de forma permanente en las galeras de este reino enmarcado en la Monarquía hispánica.
El Tercio Viejo del Mar de Nápoles, heredero directo de estas compañías, participó con sus doce banderas en la batalla de Lepanto (1571), en la conquista de Portugal (1580) y en la ocupación de Larache (1608). En ese mismo periodo, el Tercio de Sicilia, organizado en 1530, también tomó parte en las grandes operaciones navales de su tiempo en el Mediterráneo. Además, cuando la guerra se trasladó al Atlántico, Carlos V asignó la defensa de la Armada del Mar Océano al Tercio del Mar Océano.
Estas unidades demuestran la temprana preocupación por contar con tropas especializadas en combates navales, pero no fue hasta el reinado de Felipe II, hijo de Carlos V, cuando se establecieron unidades relativamente permanentes. Tras la salvación de la isla de Malta (1565), asediada durante meses por los turcos, el Rey comprendió la necesidad de incrementar el número de veteranos de las Compañías Viejas del Mar de Nápoles y de crear tercios fijos asignados a las distintas armadas españolas. El 27 de febrero de 1566, se creó en Cartagena el Tercio de Armada con este objeto y se entregó su mando a un histórico de esta unidad, el maestro de campo Lope de Figueroa. En esa misma fecha, se estableció un nuevo Tercio de Nápoles, el denominado de Mar y Tierra, también especializado en los combates navales.
Una orden ministerial de 1981 considera así ese año de 1566 clave para la creación del primer cuerpo de Infantería, si bien en un real decreto anterior (firmado en 10 de julio de 1978) el Rey Juan Carlos I determinó 1537 como germen de la unidad.
La vida en la mar
Esta infantería embarcada se estructuraba en los siglos XVI y XVII de manera idéntica a la del ejército de tierra, lo cual evidencia que el tipo de soldado, su origen y su adiestramiento eran los mismos en una u otra superficie. El tercio se dividía en distintas compañías, doce en la teoría, y en cada barco iban embarcados unos cien hombres, que estaban bajo el mando del capitán de la galera, con un sargento mayor encargado de la formación y adiestramiento de la tropa y un furriel responsable del suministro y provisión general.
Los soldados iban armados con arcabuz, espada y dagas, si bien, de cara al abordaje, se repartían corazas y picas, que permanecían guardadas en crujía hasta que comenzaba la acción. Los cabos se ocupaban de la limpieza y el mantenimiento de esas armas, colocando centinelas allí que eran relevados cada tres horas
Embarcados, los soldados debían adaptarse a la vida en el mar y soportar incomodidades tales como el hacinamiento, la mala alimentación y el aburrimiento. El capitán de infantería se encargaba de que sus soldados confesaran y comulgasen antes de embarcar, asegurándose que los víveres embarcados para ellos fueran de buena calidad y abundantes y si la travesía se prolongaba era el único con autoridad para racionar las comidas.
Cuando no estaban en combate, la actividad de los infantes pasaba por mantenerse en forma y listos para la acción. Cada jefe de la compañía supervisaba la instrucción de los soldados y organizaba juegos o combates simulados: les hacía practicar el tiro de arcabuz, el manejo de la pica, las técnicas de combate..., adiestrándose el mismo en iguales acciones.
Señala De Pazzis, catedrática de Historia Moderna en la Universidad Complutense de Madrid, que algunos soldados dedicaban las horas libres a la lectura para perfeccionar el conocimiento, al estudio, en particular a la antigüedad clásica, aunque más bien la mayoría consagraba sus horas de ocio a los dados, la taba y la baraja, juegos que estaban rigurosamente prohibidos pero, pese a ello, se practicaban. Las partidas las controlaba el sargento para asegurarse de que el soldado no perdía sus armas. Y en caso de infracción, el capitán podía decidir que el ganador no había vencido, que pagara el perdedor y emplear el dinero en una buena causa.
Forma de combatir
Si las batallas tenían lugar en las galeras (barcos de remo típicos del Mediterráneo), la fase de intercambio artillero solía ser breve debido a la dificultad de instalar piezas de artillería en estas embarcaciones ligeras. Se decidía casi siempre la suerte del combate durante el abordaje de la nave enemiga, a la que se embestía con el espolón de proa y luego se combatía. Para la defensa de la nave, la guarnición se dividía en vanguardia (situados en el pasillo de la galera), batalla (en el centro y lugares altos), retaguardia (en la popa) y el socorro (reservas que se mantenían bajo cubierta) que se encargaban de manejar una pieza ligera de artillería y de arrojar piñas incendiarias al enemigo.
El grupo de batalla, cerca de la mitad de hombres, debía encargarse de defender la galera, sin salir en ningún momento de ellas, mientras la vanguardia y las fuerzas de reserva lanzaban ofensivas y contraofensivas. La arcabucería y mosquetería se situaba en lugares prominentes y protegidos para hacer fuego durante todo el combate. Con frecuencia se usaba el esquife o bote para atacar por sorpresa, con un pequeño pelotón, la retaguardia enemiga cuando las galeras o los galeones estaban entretenidos entre sí.
Miguel de Cervantes, que combatió en un tercio embarcado en Lepanto y perdió allí la movilidad de un brazo, describió con tenebrismo este tipo de combates: «...sonaba el duro estruendo de espantosa artillería; acullá se disparaban infinitas escopetas, cerca casi sonaban las voces de los combatientes...».
Si la batalla se producía, en cambio, en un galeón o nao atlánticos la fase de artillería resultaba más larga y determinante. Llegar a la fase de abordaje contra esos barcos altos y bien defendidos era el peor de los escenarios para los enemigos de España, cuyos infantes replicaban allí sus tácticas mediterráneas.
Lejos de la imagen desvirtuada por el cine de piratas, la clave en estos abordajes no estaba en saltar de un barco a otro, sino en la disciplina de defenderse como una fuerza compacta y lanzar contraataques a sus debido tiempo. Los españoles tenían claro que los arcabuces eran el arma perfecta, la punta de lanza, para una descarga a bocajarro que causara espanto antes de llegar a usar las armas blancas. Después de la descarga a distancia corta, como si fuera una escopeta recortada, ya se entraba con espadas y arcabuces a rematar. Era la única manera de abrirse paso en cubiertas atrincheradas, porque además resultaba de gran complejidad saltar de barco en barco.
Durante la batalla naval de las Terceiras, Lope de Figueroa y sus 250 hombres sufrieron un abordaje de dos horas en el galeón San Mateo donde recibieron más de 500 proyectiles y una veintena de intentos de incendiarlo por parte de cuatro bajeles franceses. Los arcabuceros y piqueros aguantaron las acometidas y, en un momento dado, la principal preocupación del maestre Figueroa pasó a ser que sus hombres no abandonaran el galeón para lanzarse ellos al abordaje enemigo.
Tampoco es precisa la imagen de un ambiente claro y con cubiertas despejadas que retrata la ficción. Como recuerda De Pazzis, «cuando empezaban los disparos, las densas nubes de humo que oscurecían el campo de batalla, restringían la visibilidad de los combatientes y hacían relativo el alcance de cualquier arma. Los cañonazos del barco enemigo, los primeros momentos de confusión, el desconcierto y la desorganización generalizada se abría paso».
Expertos en la guerra moderna
La falta de espacio y la incapacidad de hallar más fuga que la que ofrecía el mar elevaban significativamente el número de muertos y heridos en este tipo de batallas. El hacinamiento y la falta de higiene podían provocar que hasta la herida más leve en esos combates se infectara o, peor aún, derivara en una mortal debido a la incapacidad médica para combatirla. Se calcula que en las armadas existía un cirujano por cada 1.500 soldados y un médico por cada 9.000. Cada compañía debía conformarse, a menudo, con un barbero cirujano de menor cualificación y sin recursos quirúrgicos y farmacéuticos suficientes. Una lesión por disparo de cañón se solventabacon la amputación total de la zona afectada y la cauterización de la herida con metal caliente o aceite hirviendo, sin anestesia u otro remedio para el dolor.
El poeta y diplomático Hurtado de Mendoza relata las durísimas circunstancias que solían encarar estos soldados: «En fin, pelearse cada día, con enemigos, frío, calor, hambre, falta de munición y aparejos: en todas partes daños nuevos, muertes a la contina, hasta que vimos a los enemigos, nación belicosa, entera, armada y confiada en el sitio».
La acciones anfibias también entraban en el rango de actuación de estos infantes. Su nivel de perfeccionamiento, muy por encima de cualquier otra armada del periodo, quedó patente en los desembarcos anfibios de las Azores entre 1582 y 1583, cuando el Prior de Crato levantó estas islas contra Felipe II. Como apunta De Pazzis en su libro, en esta campaña se emplearon instrumentos tan específicos como «cinchas y atalajes especiales para los caballos en la de embarque, y lanchas planas en oleadas sucesivas con formación de cabeza de playa fortificada por unos elementos constituidos mayoritariamente por arcabuceros e ingenieros, a los que siguió el grueso que forma escuadrón rápidamente para las ulteriores operaciones en tierra».
La organización de estos ataques anfibios en el sentido moderno se realizaba «contando con las opiniones de soldados y marineros; y se seleccionaban las playas atendiendo a todos los factores tácticos», como señala el historiador militar Gutiérrez de la Cámara. Mientras la artillería batía la zona, desembarcaban los soldados repartidos en equipos por cada lancha en función de la misión que debían realizar. En la primera oleada de lanchas, desembarcaban los arcabuceros atacando directamente al enemigo, a la espera de que en la segunda oleada pusieran pie en tierra los piqueros, que debían formar el escuadrón necesario para continuar las operaciones terrestres.
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