Jesús Rodríguez
El cava llegó al mercado dos siglos después que el champán, pero pronto inundó el planeta. Era un producto digno pero que siempre arrastró la imagen de barato. Después de décadas de complacencia, en los últimos cinco años ha sufrido una tormenta perfecta. Esta es la historia de sus victorias y derrotas, de las peleas entre las familias que lo han dominado y de su lucha por renacer como un gran vino sin fronteras.
La Navidad de 2004 James Bond traicionó al champán. Repudió las grandes añadas de Bollinger y Dom Pérignon y brindó con cava. Fue durante un spot televisivo de fin de año. Era la evidencia de que el Penedès, un endogámico y enigmático territorio vitícola a menos de una hora de Barcelona, que había permanecido durante millones de años anegado por el mar (lo que le otorga su peculiar geología a la sombra del macizo de Montserrat), inundaba por sorpresa el planeta con un tsunami de espumoso. Y sacaba pecho con el anuncio más caro. Pagado, como siempre, por Freixenet (su rival, Codorníu, prefería anuncios más cargados de valores familiares). Aunque fuera ofreciendo como prescriptor a un devaluado agente 007. Lo importante era que ingiriera burbujas españolas, humillara a los franceses y la maquinaria del cava continuara expidiendo sin descanso.
Recién comenzado el nuevo milenio, el espumoso catalán ya vendía más de 100 millones de botellas en el mundo (las mismas que en el interior del país), especialmente en Alemania, Bélgica, Reino Unido y Estados Unidos. Un caso de éxito para las escuelas de negocios. Como afirmaba en aquellos días a este periodista José Ferrer, que ya tiene 93 años, patriarca y mayor accionista individual de Freixenet, que se había pateado durante medio siglo 140 países voceando el cava (siguiendo la estrategia de su padre, que ya en 1935 desembarcó en Nueva Jersey con su vino de fiesta), "el cava es el único gran éxito español en el mundo".
Fiel a su estilo, Ferrer exageraba; pero no se equivocaba. En 1980, ese champán español sin nombre, de gasificación algo basta, elaborado con tres humildes uvas mediterráneas (macabeo, xarel·lo y parellada) y que había nacido dos siglos más tarde que los espumosos franceses, apenas colocaba 10 millones de unidades fuera de sus fronteras. Hoy supera los 165 millones de botellas. Y vende bastante más fuera que dentro de España.
José Ferrer, un Julio Iglesias de las burbujas (bronceado, marrullero, de cuidada cabellera y sortija de oro), hizo entre 1954 y 1999 un impecable trabajo comercial. Su idea era crear un producto digno, ni bueno ni malo, pero asequible. Más para descorchar, derramar y brindar que para catar. Inyectarle marketing. Envasarlo en vistosas botellas esmeriladas negras (un sacrilegio en aquel momento en el sector). Y ponerlo de moda por seis euros.
El cava se convirtió en los ochenta en un vino más para descorchar que para catar
Lo logró. Aunque algunos mercados como China y Rusia (y sus satélites) se le resistieran. Y triunfara en otros como Japón. Hoy, Freixenet elabora 100 millones de unidades al año. Y es la primera compañía del sector del cava en volumen. Detrás, otros dos gigantes: Codorníu, con 50 millones de botellas, y J. García Carrión (un grupo murciano cuyo buque insignia es el vino en tetrabrik Don Simón, y que llegó al Penedès en 1997 tras comprar la bodega Jaume Serra a la familia de Rodrigo Rato), con una cifra similar de ventas. El resto del club del espumoso se compone de 430 pequeños productores, de los que el mayor es Juvé & Camps (el eslabón de calidad entre los poderosos y los micros), que no llega a 3 millones de botellas cada temporada. Y Vilarnau, con 1,5 millones. Y más allá, los vinos de culto y ecología: Raventós i Blanc, Recaredo, Gramona, Nadal, Alta Alella, Torelló, Llopart o Albet i Noya, que ni de lejos alcanzan el millón. Y que en 2012 iniciaron una desbandada de la vetusta Denominación de Origen Cava (en cuya dirección se turnan las poderosas familias de Freixenet y Codorníu: los Ferrer y los Raventós) para situarse bajo distintos paraguas comerciales confeccionados a su medida: Conca del Riu Anoia, Clàssic Penedès o Corpinnat. Y apostar por la singularidad.
"La revolución del cava comienza cuando algunos entendemos que puede ser un gran vino, que hay que elevarlo a ese nivel", explica Josep Maria Pujol-Busquets, patrón de Alta Alella, "y debemos escapar del estilo repetitivo y vulgar que lo ha dominado. Para mí la viña es una partitura que hay que interpretar cada año. El futuro del cava es que se comprenda que es un gran vino, como un gran priorato o rioja. Y no una bebida refrescante".
Por el contrario, durante cuatro décadas la clave del negocio ha sido (según la estrategia dictada por Freixenet a la que más tarde se unió Codorníu) vender el máximo. Porque el margen comercial de cada botella es mínimo (salvo en algunas etiquetas de calidad). Se trataba, en última instancia, de abarrotar los lineales de las grandes superficies con botellas de marca blanca de menos de tres euros (que se calcula suponen un tercio del volumen de ventas). El pistoletazo de salida de la oferta desatada lo dio José María Ruiz-Mateos, que compró en los setenta Segura Viudas, Canals & Nubiola y Castellblanch (tres de las más antiguas y prestigiosas bodegas), se puso a fabricar a toda máquina e inició el deterioro de la imagen del cava.
Por el contrario, durante cuatro décadas la clave del negocio ha sido (según la estrategia dictada por Freixenet a la que más tarde se unió Codorníu) vender el máximo. Porque el margen comercial de cada botella es mínimo (salvo en algunas etiquetas de calidad). Se trataba, en última instancia, de abarrotar los lineales de las grandes superficies con botellas de marca blanca de menos de tres euros (que se calcula suponen un tercio del volumen de ventas). El pistoletazo de salida de la oferta desatada lo dio José María Ruiz-Mateos, que compró en los setenta Segura Viudas, Canals & Nubiola y Castellblanch (tres de las más antiguas y prestigiosas bodegas), se puso a fabricar a toda máquina e inició el deterioro de la imagen del cava.
Desde entonces, si las ventas caían unas décimas, los beneficios se despeñaban. Y aumentaba la deuda. Y no había dividendos. Y los socios (todos hermanos y primos; 218 parientes en las cinco ramas de Codorníu) se impacientaban. Sobre todo los que no tenían un cargo bien retribuido en la empresa familiar. Y amenazaban con desprenderse de sus participaciones y dejarse de romanticismos. Lo que al final ocurrió en 2018 con la venta de la mayoría de las acciones de esos primos en Codorníu, Freixenet y Juvé & Camps a tres grupos extranjeros: Carlyle, Henkell y Scranton Enterprises. El cava ya es un poco menos español.
Vender. Cuanto más, mejor. Lo que iba a desembocar inevitablemente en una guerra de precios por ver quién los bajaba más. Y se alzaba como category killer. El trofeo está hoy en manos de J. García Carrión, gracias a su cava Jaume Serra, nacido de un innovador proceso de producción robotizada en su factoría de Vilanova i la Geltrú, que sitúa cada botella en los supermercados a un precio inferior a los tres euros. "Tienen menos empleados que yo jardineros", rezonga en la soleada galería de la mansión familiar de Sant Sadurní d'Anoia Pedro Ferrer Noguer, hijo del mítico José Ferrer y ceo de Freixenet, a propósito de su amenazante competencia murciana.
"Tenemos un producto de categoría y hay que hacerse respetar", dice Pere Llopart
La primera y larga batalla por el volumen (la calidad apenas figuraba en la ecuación del cava) se libró en el periodo 1996-2006 entre Codorníu y Freixenet: los aristócratas y los advenedizos. Eran viejos rivales en este pequeño universo del Penedès, en el triángulo que componen Sant Sadurní, Vilafranca y Subirats, donde todos se conocen. Habían ido juntos al colegio. Se odiaban como hermanos. En 1995, el aspirante (Freixenet) produjo más que el titular (Codorníu). Y Codorníu, el feudo de los Raventós —bien conectados con la banca, la política y la iglesia; propietarios de la catedral del cava (obra de comienzos del siglo XX del arquitecto modernista Josep Puig i Cadafalch); a cuyos recién nacidos se bautizaba con unas gotas de espumoso en cucharilla de plata—, no se lo perdonó. Se lanzó a su yugular. Se acusaron en los tribunales de plagio, competencia desleal y malas prácticas. Volaron las querellas. Fundieron millones en abogados. Fue un largo litigio. Hasta quedar en tablas. Se tuvieron que indemnizar. El escándalo sacudió al Penedès. Y surgieron las grietas. "Fue una batalla que solo incumbía a los grandes, pero que tocó la imagen de todo el cava; quedamos como corruptos. En esta casa, nuestro antídoto fue ofrecer calidad y dejarnos de tonterías", explica Meritxell Juvé, de 35 años, accionista y primera ejecutiva de Juvé & Camps.
Cuando cambió el milenio, los cinco continentes brindaron con cava. Un vino que no estaba en las grandes mesas, pero sí en los grandes jolgorios. Se había convertido en el espumoso elaborado a través del estricto "método tradicional" (es decir, el mismo méthode champenoise del champán, pero que desde 1986 había adoptado en España un nombre ambiguo, para no molestar a los franceses, tras nuestra entrada en la Comunidad Económica Europea) más exportado. Más que el champán. Un éxito por hectolitros; jamás por valor.
Pere Llopart i Vilarós tiene 90 años e impulsó desde mediados de los cincuenta del siglo pasado la firma de cava de su familia con la idea de estrechar el contacto de la bodega con la viña, de la uva con cada botella. Pere, que aún conduce a diario su utilitario entre su casa y la centenaria masía de los Llopart, descorcha con arte una botella de Leopardi con sus hijos, se sirve una copa y expresa sus críticas: "Hemos logrado que todo el planeta sepa lo que es el cava, pero no le hemos dado valor. No hemos sido conscientes de que poseemos un producto de categoría. Y tenemos que respetarnos y hacernos respetar. Y que se peleen los grandes". Otro de los pioneros, el octogenario Enric Nadal, sentado en un sillón de mimbre junto a su hijo Xavier en torno a una botella de Salvatge en el château familiar entre viñas plantadas "en vaso" como manda el buen hacer, añade: "Esto tenía un prestigio después de la Guerra Civil y se ha ido perdiendo. Es el momento de volver atrás, a como se hacían las cosas en el pasado, a la viña, antes de la fiebre por vender barato. Y demostrar ahora que nuestro futuro está en la tradición".
“La batalla entre los dos grandes tocó la imagen de todo el cava”, según Meritxell Juvé
El champán es la aristocracia del espumoso. Ahí es difícil competir. Y desde hace media docena de años hay otro caldo con burbujas que amenaza la primacía por volumen de ventas del cava, el prosecco italiano. Más sencillo de elaborar y más fácil de beber (es dulce, juvenil, afrutado y no está fermentado en botella), con el impulso de la poderosa mercadotecnia made in Italy ya coloca en el mercado 600 millones de botellas (más que el cava y el champán juntos) a bajo precio. Y arrasa en Alemania y el Reino Unido. Lo que deja al cava emparedado y con un nicho de mercado cada vez más estrecho. Y con una necesidad urgente de planificar su futuro.
Lo que le sitúa en la mayor encrucijada de sus casi 150 años de existencia, desde que Manuel Raventós Domènech aplicó la vinificación que se hacía en Champaña al Penedès y sus uvas en 1872. Le dio muchas vueltas. Salió bien. Y creó Codorníu. Que durante décadas fue un arrogante monopolio.
Para Manuel Raventós, “una ruptura en familia, aun por negocios, es desgarradora”
El cava nació realmente como una marca con denominación de origen en 1986. Pero sin valor añadido. Es la eterna maldición del vino (o el aceite) español: carece de imagen. Aunque ofrezca la mejor relación calidad-precio del mundo. Durante décadas, la política del Penedès fue la del granel. Pocos viticultores embotellaban su vino; menos aún lo etiquetaban. El Penedès era un territorio (como La Rioja) donde las grandes marcas compraban la uva, incluso el vino terminado, y lo fermentaban (en sus kilométricas cavas subterráneas, que han sido la orgullosa muestra de su poder) y vendían a través de una red de distribución capilar. Esos grandes no contaban en propiedad ni con un 5% de la materia prima necesaria para elaborar tantos millones de botellas. A excepción de algunos pocos, como Juvé & Camps, gracias a su histórica finca de Espiells, de 200 hectáreas. Las grandes firmas reclamaban cada vendimia más uva, buena o mala, a precios tirados. Muchos agricultores se plegaron a producir toneladas, cantidad, y cobrar unos míseros 50 céntimos por un kilo de uvas. Eran los tiempos de la mecanización, los fertilizantes y los pesticidas. Del volumen.
Una tendencia, la del dominio de los grandes negociantes frente a los agricultores, que su eterna competidora, la Champaña, comenzó a revertir hace un par de décadas con la figura de los llamados récoltant-manipulant, agricultores que cultivan sus propias viñas de forma ecológica, recogen la uva con mimo, elaboran sus espumosos, los envejecen durante años y los venden muy caros a un público cool. Hay 5.000 en Francia. Una perfecta operación de marketing. Han sacudido el sector y puesto su imagen al día. Son los hipster del champán. En los grandes restaurantes de Nueva York, Londres o Hong Kong triunfan los vinos de estos growers artesanales franceses. Los puso de moda el peculiar viticultor biodinámico Anselme Selosse. Sus champanes de autor fermentados en barrica no bajan de los 150 euros; algunos superan los 500. Están siempre agotados. Un producto de lujo nunca es fácil de conseguir. Es una de sus claves.
“Codorníu era un lío de 200 primos peleándose”, afirma Ramón Raventós
España factura unos 1.100 millones de euros elaborando 250 millones de botellas de espumoso; Champaña, 5.000 millones con 300 millones de botellas. No es una gran diferencia en volumen, pero la del valor es sustancial. El champán sigue siendo un negocio redondo y sin perder su aura de exclusividad. Es sinónimo de lujo. ¿Cómo lo han conseguido? A base de calidad, una gigantesca inversión en marketing (al contrario que el cava, que no invierte ni un millón en promoción), una imagen de unidad entre todos los bodegueros y defendiendo la singularidad de su tierra contra viento y marea. Una sola firma de champán de gama alta, Dom Pérignon, saca cada año al mercado al menos cinco millones de botellas a un mínimo de 150 euros; la suma de todos los cavas españoles que alcanzan ese precio no llega a las 10.000 unidades.
Manuel Raventós i Negra, el septuagenario primogénito de la rama principal de la legendaria familia creadora de Codorníu, de la que se desgajó en 1982 ("una ruptura en familia, aunque sea en los negocios, siempre es desgarradora") para fundar Raventós i Blanc (un proyecto de espumoso de calidad, basado en su propio ecosistema de viñas), es lapidario en su análisis: "El precio es la mejor imagen de un producto, y la del cava es barata. Mi padre tenía claro desde los setenta que había que primar en Codorníu la calidad sobre la cantidad. Dejar de lado el dinero fácil. Era pan para hoy y hambre para mañana. La familia no le hizo caso. Y nos fuimos. Y montamos nuestro proyecto. Eran ellos o nosotros. Y en 2012 nos marchamos otra vez, esta vez de la Denominación de Origen Cava, para crear la nuestra, Conca del Riu Anoia. El cava aún arrastra el estigma indeleble de barato".
Algo que para los viticultores díscolos que están huyendo del cava tiene una explicación. Representan un 1% de la producción, pero son los más exclusivos; los que tiran de la imagen del resto. Según ellos, mientras la región de Champaña ha basado su éxito en defender sin fisuras un terroir muy concreto; una geografía, variedades e historia únicos desde el siglo XVI, el pecado original del cava fue nacer en 1986 como una denominación que no se basaba en un territorio preciso, sino en un método (el tradicional) que daba nombre a un vino espumoso (el cava) que se elabora en un 90% en el Penedès (donde nació), pero también en Valencia, Aragón, La Rioja, Navarra o Extremadura. Nada indica en una etiqueta de cava que haya alguna diferencia de zona o calidad entre, pongamos, una botella de 3 euros, como Cabré & Sabaté, y un Kripta, de Agustí Torrelló, de 50 euros. Solo el puñado de miles de botellas de los denominados "cava de Paraje" (que pueden superar los 150 euros) dejan patente en sus etiquetas que ese vino es excepcional y se ha realizado con las uvas de un viñedo concreto y con unas rigurosas condiciones de cultivo y elaboración. El resto de cavas no explica su adn. Nunca hizo falta. Hacerlo bien no ha tenido nunca premio en el Penedès.
A vista de dron, el Turó (cerro) d'en Mota es un viñedo de apenas una hectárea plantado en 1940, colgado sobre una ladera, trabajado con agricultura biodinámica (entre la brujería y la ecología) y del que surge uno de los más grandes espumosos de Recaredo, que ha marcado desde 2000 la revolución del cava. Su precio es de 90 euros. El ojo del dron muestra que limita con otros viñedos de categoría y magia similar, en este caso de la casa Gramona. Una botella de su espumoso Enoteca puede alcanzar los 400 euros en un restaurante de Hong Kong. Los patrones de ambas viñas son Ton Mata y Xavier Gramona. Luchan por introducir este territorio único, coronado por Montserrat y ventilado por el Mediterráneo, dentro de cada una de sus botellas. Sus familias llevan un siglo en el negocio del cava. Y muchos más en la viña. Es lo común en el Penedès. Si Codorníu fija sus orígenes en 1551, Llopart habla de 1385; Nadal, de 1510, y Torelló, de 1395.
Sobre el viñedo hay un tupido bosque de pinos donde corretean los jabalíes cuando cae el sol. Son las nueve de la mañana. Los Recaredo reciben. Han dispuesto una gran mesa con manteles de algodón a cuadros donde reposan panes, buen aceite, tomates maduros, jamón, butifarra, quesos y cocas de postre. Y decenas de botellas de espumoso de nueve casas. Alrededor se sientan sus bodegueros. Reivindican una forma común de vida. De cultivar y trabajar. Que coloca al agricultor en la punta de la pirámide y no en su base. Apuestan por la diferencia.
Son los nueve socios de Corpinnat. La marca de calidad europea bajo la que se han situado los rebeldes del Penedès, que el 30 de enero de este año abandonaron el Consejo Regulador del Cava. Ya no son cava. Son Corpinnat. Hay miembros de las familias de Gramona, Recaredo, Llopart, Nadal, Sabaté i Coca, Torelló, Can Feixes, Júlia Bernet y Mas Candí. Dos bodegas más esperan ingresar. Antes tienen que ser auditados. No es fácil formar parte de este club. Hay que tener viñas propias o muy controladas dentro de un territorio delimitado al milímetro, trabajar con variedades de uva local de forma ecológica y manual, tener una producción limitada, elaborar cada botella con esmero y envejecerla durante largos periodos. E informar al consumidor en su etiquetado de esa trazabilidad que conduce del campo a cada botella.
Uno de sus integrantes más sorprendentes es Xavier Bernet, un agricultor con siete hectáreas de viñedo cultivadas como un jardín en Subirats, que en 2001 se la jugó y comenzó a hacer su propio cava bajo el nombre de sus hijas (Maria y Júlia). Hoy elabora 40.000 botellas de un espumoso de garaje diferente. Una botella de su Maria Bernet cuesta 45 euros. "No quiero hacer más cantidad: mi viña no da más; quiero ganarme la vida, defender este territorio y reivindicar al agricultor, que es el que tiene la fuerza en el Penedès, pero el que manda menos".
Ante el incendio desatado en la Denominación de Origen tras el motín de los viticultores de Corpinnat, el sector del cava ha optado por sofocarlo con un hombre de consenso que lo conoce desde la cuna. Un Raventós. Xavier Pagès, que dirigió Codorníu desde 2006 hasta marzo de 2018, está dispuesto a que los hijos pródigos de Corpinnat regresen al cava. Y promete iniciar las reformas y apostar por hacer las cosas mejor. "Creo en el crecimiento y en que cada marca tenga su modelo. Tiene que haber de todo. Grandes y pequeños. La cantidad no tiene por qué estar peleada con la calidad. Pero hay que crecer con valor y prestigio. Las patas de mi proyecto para el cava son zonificar (según donde esté cultivado y elaborado cada cava), segmentar (por calidades), tener un control de su trazabilidad, certificarlo y comunicárselo al mundo. Yo no soy un negociante; soy viticultor".
En un solo día es posible reunirse en esta comarca con tres primos que viven del espumoso, llevan el mismo apellido, pero no se hablan. Sus respectivas ramas han roto. Y emprendido caminos distintos. Los tres son descendientes de Raventós Domènech, el mítico creador del cava. Su tataranieto Pepe Raventós supone la artesanía dentro del ecosistema de 90 hectáreas de uvas de su rama primogénita de Codorníu, hoy bajo la marca Raventós i Blanc. Xavier Pagès, tras ser apartado sin remilgos de Codorníu por sus parientes (y vender sus acciones), está al frente del Consejo Regulador y ha regresado a su viñedo familiar en Lleida. Y Ramón Raventós Basagoiti, ceo de Codorníu (firma de la que fue expulsado en 2006 tras crear su propio proyecto, el cava Parxet) desde la caída de su primo Xavier (que le considera el caballo de Troya de los inversores extranjeros para entrar en Codorníu), está obligado a que la decana del cava vuelva a los beneficios y el prestigio gracias al capital del fondo estadounidense Carlyle, que ha asumido la deuda de Codorníu y adquirido el 63% de las acciones familiares. En el caso de Freixenet, ha sido el grupo alimentario alemán Henkell el que se ha hecho con el 50% del capital (de momento, porque nadie sabe qué pasará cuando ya no esté el viejo José Ferrer, que posee un 43%). Y en Juvé & Camps, el fondo Scranton Enterprises, domiciliado en Holanda y vehículo de inversión de la familia Griffols (una de las más ricas de España), compró en 2017 más del 70% de las acciones a la familia. Pero ha mantenido al frente del negocio a Meritxell Juvé Camps.
La venta de la mayoría de estas participaciones familiares en menos de dos años es la evidencia de que el modelo de gestión de este sector hace agua. No hay que olvidar que el 80% de las empresas familiares españolas no pasan de la tercera generación. El cava es la confirmación. "No creo en la empresa familiar", asegura con sorna el CEO de Freixenet, Pedro Ferrer, cuya familia fundó y ha dirigido la firma desde 1914. Para Ramón Raventós, máximo ejecutivo y primer accionista privado de Codorníu (que ha rebautizado el grupo de bodegas como Raventós-Codorníu), "las burbujas interesan en el mundo; se venden el doble que hace cinco años. Y aquí estábamos dormidos. La gestión no ha sido buena. Codorníu era un lío de 200 primos opinando y peleándose. No se tomaban decisiones. Y en una empresa hay que hacerlo todos los días. Hemos mirado demasiado para dentro y ahora hay que mirar hacia fuera. Y darnos a conocer. En el caso de Codorníu, es la primera vez que gente internacional y con criterio se juega aquí su dinero. Han confiado en esto. Y por fin tenemos un consejo, y no un grupo de familiares".
Cuentan en el Penedès que después de la plaga de la filoxera que acabó a finales del XIX con todo su viñedo, la crisis económica de 2008 ha sido el mayor golpe que ha sufrido el cava en su historia. Habría que sumar el boicoteo que el espumoso catalán ha sufrido en España como reacción al proceso soberanista. Y la ofensiva del prosecco italiano. Y el resurgimiento del champán artesanal. Y la aparición de la cerveza de autor. El resultado ha sido un estancamiento crónico de las ventas, el endeudamiento, la caída de precios, el deterioro de su imagen y, al final, la pérdida de control de las grandes familias sobre un negocio que dominaban desde hace siglos. La tormenta perfecta se ha desatado en menos de una década en este territorio donde nunca pasaba nada.
Con sus cinco siglos de vida, ya seco pero aún imponente, el roble de los Raventós, que durante siglos fue de Codorníu y desde 1986, desde la ruptura de la familia, es el emblema de la rama primogénita Raventós i Blanc y un símbolo para el universo del cava, sigue siendo el testigo silencioso de una historia de un vino y un territorio cuyo futuro nadie se atreve a profetizar.
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