José Naranjo
El terrorismo y los ataques intercomunitarios provocan que medio millón de personas abandone sus hogares en la zona entre Malí, Burkina Faso y Níger.
Bouchio Wallet y sus nietas, en el campo de Goudébou, en Burkina Faso. JUAN LUIS ROD
Al tercer día, Mahmoud Dicko estuvo a punto de rendirse. “Caminamos durante 80 kilómetros casi sin parar. Las carretas eran para las mujeres y niños, así que nosotros íbamos a pie. Fue un infierno”, asegura este comerciante de ganado de 60 años. Con más de 40 grados por el día y bajo un sol inmisericorde, Dicko y 22 miembros de su familia, hijos, nueras y nietos de todas las edades, no miraron atrás ni una sola vez. Unos días antes, decenas de hombres armados entraron en su pueblo, en el norte de Burkina Faso, quemaron las casas y dispararon a todo lo que se movía. Mataron a 19 personas. Tenían razones para huir con lo puesto.
La familia de Dicko, que desde entonces vive en Dori amontonada en una pequeña casa de 20 metros cuadrados que encontraron libre, es una gota en un inmenso mar de gente en movimiento. La espiral de violencia en la que está inmersa la llamada zona de las tres fronteras entre Burkina Faso, Malí y Níger, en el Sahel central, no tiene parangón. No hay un solo día en que no se produzca un incidente grave, una sola semana sin un ataque mortal. Masacres como la de Ogossagou (156 muertos en marzo) o de Yirgou (más de un centenar de fallecidos en enero) solo son una muestra. En la primera mitad de 2019 fueron asesinadas 2.500 personas en los tres países y medio millón ha tenido que dejar sus hogares. Solo en Burkina Faso han pasado de 9.000 desplazados internos en enero de 2018 a 220.000 en la actualidad. Y la cifra no deja de crecer.
A las afueras de Barsalogho, en la región Centro Norte, el paisaje es desolador. En una inmensa planicie salpicada de árboles raquíticos hay 46 casetas de plástico en las que viven unas 1.700 personas desde hace cinco meses. En mayo, una fuerte tormenta de viento se llevó los techos que cubrían buena parte de los abrigos provisionales. Aquí todos son de la comunidad fulani y proceden de Yirgou. El pasado 1 de enero hombres armados asesinaron al jefe mossi (la etnia con más poder en el país) del pueblo, lo que provocó una ola de venganza que dejó un centenar de fallecidos, entre ellos siete pastores fulani que fueron linchados hasta la muerte. “Quemaron todo, no entiendo cómo tus vecinos se levantan un día y empiezan a matar”, dice consternado el joven Hamadou Diallo, que escapó con su mujer y sus cinco hijos.
En Barsalogho, a menos de dos kilómetros, todos los edificios públicos que estaban libres han sido ocupados por unos 25.000 desplazados de los alrededores. En este caso son mossis (etnia principalmente de agricultores). En total, 31 aldeas próximas han sufrido ataques y ahora están vacías. “Vino gente con armas y empezaron a disparar. Fueron los fulanis (etnia nómada y pastoril), no nos dejan cultivar, quieren que las mujeres se cubran todo el cuerpo, son reglas absurdas que no podemos cumplir”, asegura Bacary Ouedraogo, “vinimos con las manos vacías, sin nada. Si no podemos trabajar la tierra, ¿qué vamos a comer?”. Los pupitres del centro se amontonan en el exterior. Dentro de las aulas, donde apilan sus escasas pertenencias, duermen las mujeres, niños y ancianos; los hombres se acuestan afuera sobre alfombras.
El centro de Malí, sobre todo la región de Mopti, y el norte de Burkina Faso son hoy los dos ejemplos más extremos de la violencia que se extiende por el Sahel central, una región donde a la pobreza severa y el abandono histórico que han sufrido sus comunidades por parte de los Gobiernos se ha sumado la presión sobre la tierra por la creciente falta de lluvias debido al cambio climático, lo que ha agudizado las tensiones entre agricultores y pastores, y la irrupción del islamismo radical, que ha sabido sacar provecho de todo ello. Cuando en enero de 2012 los rebeldes tuaregs y tres grupos yihadistas se unieron para ocupar el norte de Malí en realidad estaban poniendo la primera piedra para la desestabilización de toda la región.
La respuesta militar liderada por Francia en 2013 logró frenar el primer golpe, pero los radicales mostraron su resiliencia y readaptaron su estrategia. Un puñado de grupos armados de nuevo cuño se mueve hoy con facilidad entre estas tres fronteras, desde la coalición terrorista JNIM liderada por el escurridizo maliense Iyad Ag Ghali y vinculada a Al Qaeda hasta el cada vez más pujante Estado Islámico del Gran Sahara (ISGS, en sus siglas en inglés) de Abu al Walid Al Saharaui, ligado al ISIS. Además, Burkina Faso sufre la violencia de un grupo local, Ansarul Islam, creado en 2016 por el popular predicador Malam Dicko y que hoy se cree que está bajo el mando de su hermano menor, Jafar Dicko.
Cae la noche sobre Dori y el imam de la gran mezquita, el venerable Mahmoud Cissé, se prepara para el último rezo de la jornada. “Esta no es una guerra religiosa ni étnica”, asegura rotundo, “pero esos son los resortes más fáciles y a la vez más peligrosos para activar la violencia”. Los peul o fulani, una etnia presente en toda la región y muy vinculada al pastoreo de origen nómada pero cada vez más sedentarizada, están en el ojo del huracán. En Malí, Burkina Faso y el oeste de Níger se extiende la creencia de que son miembros de esta comunidad quienes integran los grupos armados o, al menos, dan cobijo a los terroristas.
"HACEMOS LO QUE PODEMOS, PERO NO BASTA"
“El Gobierno hace lo que puede, las ONG también, pero esto es muy difícil de gestionar, no es suficiente”. Bocoum Boureima, adjunto al alcalde de Dori, en el norte de Burkina Faso, parece tan desbordado como todos los organismos y ONG que trabajan en la zona. “Esta gente deja todo atrás y hay que facilitarles un lugar donde vivir. Luego está el comercio, los mercados no funcionan, hay desconfianza, la cohesión social se degrada”, asegura. Gracias a la alcaldía, que trabaja en colaboración con la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), muchas familias han cedido terrenos o casas para acoger a los recién llegados que huyen de la violencia. Pero los recursos escasean.
Esta semana, la Unión Europea anunció 138 millones de euros para financiar al G5 del Sahel en su lucha contra el terrorismo. Sin embargo, el plan de respuesta humanitaria, diseñado por Naciones Unidas a principios de año con un coste de 534 millones de euros, tan solo ha sido financiado a un 22%, según datos de la propia Oficina para la Coordinación Humanitaria de Naciones Unidas (OCHA). Y ese plan ya se ha quedado obsoleto ante el vertiginoso ritmo de personas que abandonan sus hogares. La falta de medios se nota en el terreno.
Más de 5,1 millones de personas necesitan ayuda urgente, de las que 1,8 millones se encuentran en inseguridad alimentaria. Tres mil escuelas no pudieron terminar el curso escolar el año pasado, 2.024 de ellas en Burkina Faso según UNICEF, que ha puesto en marcha un programa de apoyo a escuelas coránicas que imparten francés y matemáticas para que los niños no pierdan más cursos. Más de 300.000 alumnos no pudieron completar el curso el año pasado y las expectativas son aún peores para el que viene. De igual modo, una tercera parte de los centros médicos de la región del Sahel están cerrados o bajo mínimos.
El Ejército maliense, incapaz de hacer frente al desafío, ha estado detrás de las masacres contra los fulani o ha alentado a los grupos paramilitares dogón y a los cazadores tradicionales dozo para que hagan el trabajo. En Burkina Faso, las Fuerzas Armadas han lanzado ya dos operaciones, denominadas Latigazo y Arrancar de Raíz, y los grupos de autodefensa mossi conocidos como Kogwleogo se toman la justicia por su mano atacando a las comunidades peul. Ambos países, junto a Níger, Chad y Mauritania, colaboran militarmente en el G5 del Sahel con el apoyo de la Operación Barkhane que Francia mantiene en la región, pero nada de esto ha solucionado el problema, más bien al contrario. Todo ataque de una parte o de otra no hace sino provocar más violencia. Una espiral imparable. Y tras cada matanza, más gente huye.
El pasado jueves, el Parlamento de Burkina Faso volvió a dejar las manos libres al Gobierno para “luchar contra el terrorismo” con la prolongación de otros seis meses del estado de emergencia en 14 provincias del país. Pese a que el drama se vive a una distancia de tres horas por carretera, en la capital, Uagadugú, el conflicto que sufren las regiones del Sahel o del Este parece lejano. Los pocos cientos de desplazados que llegan a la capital son invitados a regresar, a acercarse al lugar del que huyen. Incluso el Gobierno les facilita el transporte. Sin embargo, la amenaza está presente. Tres ataques terroristas han golpeado a la capital en los últimos tres años. Todos saben que puede vuelve a ocurrir en cualquier momento.
Fatimata Wallet Aibalá parece cansada. En 2012 huyó de Gao, en el norte de Malí, con su padre anciano y sus dos hijas. Hoy cuida a sus seis nietos en el campo de refugiados de Goudebou, cerca de Dori, en el norte de Burkina Faso. Como ella, miles de malienses cruzaron entonces la frontera huyendo de la guerra. Hoy muchos se plantean regresar porque la violencia les persigue. “No hay condiciones para volver a mi país, pero aquí también tenemos miedo ahora”, asegura. En abril, un grupo armado atacó el puesto de control del campo y mató a un gendarme. Este jueves, un nuevo ataque provocó la muerte de siete civiles en Menaka (Malí). Aibalá tiene razón, está atrapada. Sin saber a dónde ir.
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