José Ramón Alonso
Antisemitismo en Alemania en 1933. Fotografía: New YorK Times Paris Bureau Collection (DP).
Este artículo ha recibido el segundo premio del concurso DIPC de divulgación del evento Ciencia Jot Down 2018
El 30 de enero de 1933 el presidente Paul von Hindenburg nombró canciller de Alemania a Adolf Hitler. Hindenburg pensaba que una mayoría de ministros conservadores mantendría bajo control al ambicioso líder del partido nazi. No fue así: Hitler agarró con fuerza los resortes del poder, estableció un Gobierno autoritario y el Tercer Reich se convirtió en un Estado policial, en el que las libertades individuales fueron abolidas y los ciudadanos quedaron sujetos a la arbitrariedad y al terror. Elgeneral Ludendorff escribió a Hindenburg: «Al nombrar a Hitler… canciller del Reich ha puesto nuestra sagrada patria alemana en manos de uno de los mayores demagogos de todos los tiempos. Solemnemente le profetizo que este hombre nefasto arrastrará a nuestro país al abismo y traerá a nuestra nación una miseria inconmensurable. Las generaciones futuras le maldecirán en su tumba por lo que ha hecho».
Solo diez semanas más tarde, el 7 de abril, Hitler promulgó las leyes raciales. Cualquier persona que tuviera un abuelo judío no podía trabajar en ninguna institución del Estado, solo aquellos que hubieran servido en el ejército o hubiesen perdido un familiar cercano en la Primera Guerra Mundial podían seguir. Estas excepciones fueron abolidas en 1935. Como todas las universidades eran públicas, como los principales centros de investigación, los Institutos Emperador Guillermo (ahora Institutos Max Planck), eran también públicos, todos los profesores judíos, calificados con ese criterio tan laxo, fueron expulsados de sus trabajos. Algunos se enteraron por listas publicadas en los periódicos y otros fueron llamados por el director de su centro o su decano, quien les explicó que al día siguiente no podían volver a entrar en el edificio. Un 20% de los científicos de Alemania, sin duda muchos de ellos entre los mejores del mundo, perdieron sus puestos. Algunos intentaron encontrar otros trabajos en el país, pero las circunstancias se fueron volviendo más y más asfixiantes. Muchos de los que se quedaron, que no se sentían otra cosa que alemanes, perdieron la vida en el Holocausto. Los judíos de Alemania estaban totalmente integrados y habían formado una élite científica y cultural, una «aristocracia estética» que valoraba por encima de cualquier cosa la música, la filosofía y la literatura alemanas, su herencia común. Esa integración incluía haber luchado por su país: en la Gran Guerra, cien mil judíos se presentaron voluntarios para servir en el ejército alemán y doce mil murieron en combate. El físico Franz Simon, asqueado de los nazis, renunció a su cátedra de Breslau en 1933 y les envió por correo su Cruz de Hierro que llevaba en el reverso la inscripción: «La Patria siempre estará agradecida».
En ese difícil momento Alemania tenía la mejor ciencia del mundo. En los primeros treinta y dos años de Premios Nobel (1901-1932), investigadores alemanes ganaron un tercio de todos los premios científicos, treinta y tres de cien, Inglaterra, dieciocho y los Estados Unidos, seis. Aunque la población judía no superaba un 1% de la población total de Alemania en esa época, una cuarta parte de los premiados eran de ascendencia judía. Tras la expulsión de los científicos judíos algunos intentaron, con poco éxito, encontrar trabajo en el sector privado, pero el antisemitismo era rampante. Otros empezaron a marchar buscando un futuro, un trabajo, salvar la vida. Cuando James Franck, director del Segundo Instituto de Física de la Universidad de Gotinga, recibió una invitación de Niels Bohr para ir a Copenhague, una multitud se reunió en la estación, permaneciendo en silencio mientras el tren partía. Sin embargo, otros veían a los que se iban al extranjero como desertores que abandonaban a sus compañeros y no peleaban para mantener los valores de la ciencia ni la necesidad de mantener a los investigadores, una profesión sin ningún defensor en el Gobierno. Otros intentaron integrarse, confundirse, hacerse pasar por lo que no eran y el partido nazi pasó de 850.000 miembros a 1,5 millones, las oficinas de inscripción tuvieron que cerrar porque no podían procesar la avalancha de solicitudes. En realidad, el cambio fue tan rápido, tan feroz y tan irracional que los académicos no conseguían asimilarlo. ¿Cómo iban a dejar su patria si estaban tan orgullosos de ser alemanes? ¿Cómo abandonar sus carreras, o a sus compañeros, o, aún peor, a sus estudiantes? Los más jóvenes, como Hans Krebs, Ernst Chain o Hans Bethe, marcharon primero, los mayores aguantaron más hasta que la situación fue asfixiante o terminaron en los campos de concentración. Pero el impacto fue instantáneo: el primer año tras la promulgación de las leyes raciales 2600 científicos abandonaron Alemania, casi todos judíos. Cuando un ministro le preguntó al gran matemático David Hilbert: «¿Qué tal van las matemáticas en Gotinga ahora que está libre de judíos?», Hilbert contestó apesadumbrado, recordando la que hasta hacía poco era una de las grandes universidades investigadoras de Europa, «¿Matemáticas en Gotinga? En realidad, ya no queda nada». Esta terrible diáspora, este exilio forzado de grandes científicos fecundó los laboratorios y universidades de otros países, en particular Gran Bretaña y Estados Unidos, y fue clave en que los aliados ganaran la Segunda Guerra Mundial. Se conoce como «el regalo de Hitler».
La comunidad científica de los países democráticos no se quedó mirando ante las persecuciones y las expulsiones de los científicos judíos. El 22 de mayo de 1933 un grupo de profesores, incluyendo siete premios Nobel, escribieron a The Times anunciando la creación del Consejo de Asistencia Académica, cuyo objetivo era «recaudar fondos, que serán usados en primer lugar, pero no exclusivamente, para proporcionar manutención a los profesores e investigadores desplazados, y para conseguirles empleo en universidades e instituciones científicas». En 1936 el consejo cambió su nombre a Sociedad para la Protección de la Ciencia y la Enseñanza. Para explicar su objetivo, su función, tomaron prestadas las palabras de Francis Bacon cuando se creó la Biblioteca Bodleiana en la Universidad de Oxford: «Un arca para salvar el saber del diluvio». Al final de la guerra tenían fichas abiertas en esta sociedad 2541 académicos refugiados, la mayoría alemanes y austriacos pero también checoslovacos, italianos y españoles. También ayudaron las comunidades judías, muchas universidades, muchos periódicos y muchos particulares. Otros muchos, en cambio, no hicieron nada. La Fundación Rockefeller recolocó a trescientos científicos, la Universidad de Londres a sesenta y siete, Cambridge a treinta y uno, Oxford a diecisiete. Esto solamente en mayo de 1934. De esos científicos rescatados, de esos refugiados que habían perdido su patria y su trabajo, veinte recibieron posteriormente el Premio Nobel, cincuenta y cuatro fueron elegidos miembros de la Royal Society y treinta y cuatro fueron nombrados para la British Academy. Nunca hubo una «promoción» igual.
Cada historia de uno de estos refugiados es un mazazo en la conciencia. Wilhelm Feldberg había perdido a su esposa, un hijo, su país y su trabajo, y aun así decía a sus colegas británicos «he tenido tanta suerte». Trabajaba en el Instituto de Fisiología de la Universidad de Berlín, cuando una mañana de abril le llamó el director Paul Trendelenburg y, mostrándole el texto del nuevo estatuto del funcionariado, simplemente le espetó: «Feldberg, se tiene que ir antes de mediodía porque es usted judío». Con esa inocencia de muchos científicos, Feldberg protestó, pues acababa de empezar un experimento, a lo que el director le contestó: «Bueno, pues entonces se tiene que haber ido a medianoche». Pasó la tarde trabajando en el laboratorio junto a su esposa para terminar aquel experimento. Su expulsión no pasó totalmente desapercibida, pues dos colegas japoneses esperaron horas a la puerta de su laboratorio y, sin decir palabra, cuando Feldberg y su esposa salieron a medianoche hicieron una reverencia, y otra más cuando el matrimonio se alejó hacia la puerta del edificio. No era el único, el joven bioquímico Hans Krebs, que descubriría cómo generan energía las células y al que el decano de la Facultad de Medicina había descrito como de «una habilidad científica sobresaliente… inusuales cualidades humanas… leal y fiable», recibía una carta cuatro meses más tarde del mismo decano, el profesor Rehn, que decía: «Por la presente le informo de que, según la Orden Ministerial A N.º 7642, ha sido suspendido hasta futura noticia». De la plantilla de los cuatro institutos de física y matemáticas de la Universidad de Gotinga, formada por treinta y tres científicos, solo quedaron once. Tres de los cuatro directores, James Franck, Max Born y Richard Courant, fueron despedidos. Los dos físicos recibieron años después el Premio Nobel.
El más famoso de esos científicos refugiados fue, sin duda, Albert Einstein. La prensa alemana le acusó de «internacionalismo cultural», «traición internacional» y «excesos pacifistas». Cuando Hitler fue nombrado canciller, Einstein estaba en Caltech e hizo una declaración al New York World Telegraphdonde dijo: «Mientras tenga algo que decidir al respecto, solo viviré en un país donde prevalezcan las libertades civiles, la tolerancia y la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. […] Esas condiciones no existen en Alemania en este momento». En el Reich las declaraciones recibieron rápida respuesta en la prensa. Un periódico de Berlín publicó: «Buenas noticias de Einstein. No vuelve». Bajo una foto del físico alemán aparecían las palabras: «No ha sido colgado todavía». Volvió junto a su esposa a Europa en barco y en la travesía se enteraron de que su casa había sido registrada y su jardín cavado con el pretexto de buscar un alijo de armas. Einstein renunció a su nacionalidad alemana pero no a la suiza, lo que indignó a las autoridades nazis, que estaban más acostumbradas a privar a la gente de sus derechos que a que ellos renunciaran voluntariamente. Dimitió también de la Academia Prusiana de Ciencias. Cuando había sido elegido veinte años atrás dijo que «era el mayor honor que le podían conferir», pero ahora temía que sería expulsado y que sus amigos estarían en peligro si protestaban. Siguió realizando estancias en diferentes países europeos y recibió ofertas de numerosas universidades, incluida la Complutense de Madrid. Sin embargo, renunció a esa opción cuando fue atacado en la prensa católica española, que le odiaba por su pacifismo, sus opiniones progresistas y por su religión.
Algunos salieron del Reich con normalidad y otros de forma accidentada. Herman Mark, profesor de química-física, fue arrestado pero consiguió salir de Austria mediante sobornos. Convirtió todo el dinero que le quedaba en alambre de platino y con él hizo perchas. Su equipaje llevaba su dinero, entre chaquetas y abrigos, de una forma que los aduaneros no supieron sospechar. No solo fueron los científicos, también sus obras. Los estudiantes, siguiendo los mensajes de Goebbels, quemaron los libros de autores judíos. Solo en la avenida Unter den Linden de Berlín se quemaron veinte mil. No hubo apenas protestas o fueron duramente reprimidas. El fascismo se introdujo en las universidades como una infección. Los nazis declararon: «Al día de hoy, la tarea de la universidad no es cultivar la ciencia objetiva sino la ciencia militar, como si fueran soldados, y su tarea primordial es formar la voluntad y carácter de los estudiantes». Muchos colegas colaboraron en el antisemitismo. Cuando Albert Einstein recibió el Premio Nobel, Philipp Lenard, premio Nobel también, húngaro nacionalizado alemán, escribió una carta al comité Nobel, que hizo pública, llamándole «fraude judío». La Sociedad Emperador Guillermo, el antecesor de los Institutos Max Planck, mandó un telegrama a Hitler expresando sus «saludos reverenciales» y comprometiendo a la ciencia alemana «a cooperar alegremente en la reconstrucción del nuevo Estado nacional». Mientras tanto, siguieron los ataques a Einstein. Su cuenta bancaria fue expropiada, su casa, cerrada y su velero, destrozado. Una organización de extrema derecha ofreció una recompensa al que asesinase al físico de Ulm. Einstein contestó que no sabía que su vida «valiera tanto» y se estableció finalmente en Estados Unidos. Desgraciadamente, el resto de la vida de Einstein, sus años de Princeton, fue científicamente poco productiva. El exilio suele ser doloroso y dañino. Max Born, su viejo amigo y admirador, dijo al respecto: «Muchos lo consideramos una tragedia, tanto para él, que intentó seguir su camino en soledad, como para nosotros, que echábamos de menos a nuestro líder, a nuestro portaestandarte». Siguió siendo, no obstante, un ejemplo de plantar cara al nazismo y de defensa de la decencia y la humanidad.
Los refugiados fueron fundamentales en el desarrollo de diferentes inventos. Rudolf Strauss inventó la máquina de soldar en onda, que todavía se usa en la industria, Paul Eisler inventó los circuitos impresos, Rudolf Peierls, Max Born y Franz Simon trabajaron en la bomba atómica, quizá lo más divertido fue el caso de Nicholas Kurti, que inventó la gastrofísica, el uso en la cocina de nuevos avances en la física como el uso de ultrabajas temperaturas, pero algo de lo que todo el mundo es consciente fue el trabajo de Ernst Chain, crucial para que existiera un nuevo medicamento: la penicilina.
La ciencia tuvo un salto importante en Gran Bretaña y Estados Unidos, pero también otros aspectos de la cultura. Georg Solti, un refugiado húngaro, impulsó de una forma excepcional la música, Rudolf Bing, de Viena, dirigió el Festival de Edimburgo y Nikolaus Pevsner, de Leipzig, se convirtió en el principal historiador de la arquitectura inglesa. Sir Peter Medawar, presidente de la Royal Society y premio Nobel, dijo que los tres ingleses más relevantes que él había conocido eran Ernst Gombrich, Max Perutz y Karl Popper, un historiador del arte, un biólogo y un filósofo, los tres nacidos en Viena.
La estupidez y el odio racial de Hitler dañó gravemente a su país. Los refugiados drenaron de talento la maquinaria bélica alemana y sería terrible pensar cuál habría sido el papel de algunos de los mejores científicos de la época si hubieran colaborado con sus conocimientos, ya sea de forma voluntaria o por la fuerza, en temas como las bombas volantes, la tecnología submarina o las armas atómicas. Además, no solo fue pérdida de Alemania, sino ganancia de sus contendientes. Los aliados se vieron enormemente reforzados y pusieron la ciencia norteamericana a la vanguardia del progreso, algo que no ha cesado desde entonces. El nazismo quedó derrotado, y algunos de esos refugiados volvieron a su país y otros terminaron su vida en sus nuevos países de acogida, agradecidos, aunque esos países deberían sentirse igualmente afortunados. Los refugiados no han desaparecido, solo han cambiado los países de origen y los de destino. Es difícil que entre esas familias que cruzan el Mediterráneo o los Balcanes, el Magreb o las fronteras de Indonesia haya otro Einstein, pero hay seguro miles de personas honestas, trabajadoras y buenas, buscando una esperanza, un futuro para ellos y sus familias. Igual que haríamos muchos de nosotros si pasásemos por la misma situación.
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