Isabel San Sebastián
Encarnación del espíritu de la caballería y venerado en todas las cortes asomadas al Mediterráneo, hoy sería objeto de críticas feroces por parte de los guardianes del pensamiento políticamente correcto.
Pedro II de Aragón
En la España actual, Pedro II de Aragón habría sido objeto de críticas feroces por parte de los guardianes del pensamiento políticamente correcto, encabezados por las exponentes del feminismo oficial: era galante, atractivo, irresistible para las mujeres, a quienes siempre correspondió con idéntica afición, valiente, seductor, y tan amante de las armas como de las bellas artes. Era además profundamente católico, lo que no impidió que muriera defendiendo a sus vasallos cátaros.
En su tiempo, todos los atributos descritos le convirtieron en la encarnación del espíritu de la caballería, cultivado con esmero por su padre antes que él y venerado en todas las cortes asomadas al Mediterráneo. Fue un modelo de rey gentil y una fuente de inspiración inagotable para los trovadores que cantaron sus gestas y dieron un nombre inmortal a las posesiones que tanto amó y protegió al norte de los Pirineos: la Tierra de los Juglares, también conocida como Occitania.
Pedro II de Aragón nació en julio de 1178 en Huesca, donde se encontraban a la sazón su progenitor, Alfonso II de Aragón, apodado el Casto y su madre, Sancha de Castilla. La mayor parte de su infancia transcurrió en dicha capital, bastión de los dominios aragoneses en una Península mayoritariamente sujeta, todavía, al dominio musulmán.
Frente al empeño de otros monarcas hispanos por avanzar en la Reconquista, Alfonso había acordado con sus vecinos del sur el cobro de tributos a cambio de paz y centrado sus desvelos políticos en los territorios ultra-pirenaicos incorporados de su mano a la Corona aragonesa. Su hijo siguió esa senda, si bien tuvo una participación heroica en la batalla de las Navas de Tolosa.
Pedro II de Aragón en la batalla de Las Navas de Tolosa, por Augusto Ferrer-Dalmau
Pedro empezó a reinar a los dieciocho años, en 1196, tras la muerte de su padre en Perpiñán. Gobernó como rey de Aragón, conde de Barcelona y señor de Montpellier, lo que suponía asumir los antiguos títulos condales de Gerona, Sobrarbe, Ribagorza, Cerdaña, Besalú y Pallars. Sus intereses políticos y su apetito territorial siempre apuntaron a lo que hoy es el sur de Francia, hasta el punto de llevarle a tomar por esposa a una mujer por la cual sólo sintió rechazo y desdén: María de Montpellier, llamada a sufrir a la sombra de ese matrimonio impuesto un destino atroz.
Caballero medieval
Y es que, por contradictorio que parezca a la luz de nuestros días, el «rey gentil», paradigma del caballero medieval, fue tan excelente señor como deplorable marido y peor padre. Tan refinado en el cultivo de la trova, la música y la belleza en su palacio zaragozano de la Aljafería, como cruel en el trato implacable dispensado a su familia más cercana. Tan devoto de la religión católica y leal servidor del Papado como egoísta y despiadado en su vida íntima. Tan generoso en el dispendio del tesoro público como mal pagador de sus prestamistas judíos, a quienes llamaba cariñosamente «mi bolsa».
Tal acumulación de lo que a nuestros ojos parecen gruesas incoherencias era algo absolutamente normal en ese tiempo claroscuro de fugaz Renacimiento europeo, brutalmente cortado de cuajo algunas décadas después por el advenimiento de la Peste Negra.
En 1204, Pedro recibió la unción del Santo Padre, en Roma. Ese mismo año, desposó a María de Montpellier, con el único propósito de hacerse con el control de su ciudad y su condado. Ella venía de un matrimonio anterior, anulado por razones de consanguinidad. Él trató de invocar esa unión previa para obtener de la Santa Sede idéntica licencia, sin conseguirlo. Y la rabia que le causó ese fracaso le llevó a maltratar a su mujer, encerrándola en su castillo mientras él iba de un lecho a otro sin recato.
No solo no la amó, cosa habitual en los enlaces motivados por la conveniencia, sino que ni siquiera se avino a cumplir con su deber conyugal y así engendrar un heredero. Esa ofensa añadida al castigo obligó a la condesa a recurrir a una célebre artimaña con el fin de quedar encinta, asegurar su posición y acaso salvar su vida. Sabedora de la afición desmedida de su esposo por la conquista, solicitó el auxilio de un rico hombre de Aragón, llamado Guillén de Alcalá, para atraerle a una trampa. Y así, al reclamo de una supuesta amante secreta, el rey acudió a su lecho en la oscuridad de la noche, pensando que iba al de una dama desconocida que había impuesto como condición del encuentro esa ausencia total de luz.
La treta dio resultado, y la reina quedó embarazada del que sería el único hijo legítimo y sucesor de Pedro II: Jaime I, el Conquistador, llamado a un destino tan áspero como glorioso. Su padre nunca sintió el menor afecto por él y apenas lo trató. Tardó varios años en avenirse a conocerlo y jamás se aprendió su nombre, pues se empeñaba en referirse a él como Pedro las raras veces en que lo mencionaba.
Maldición
María de Montpellier llevaba la maldición en la sangre. Su madre había sido una princesa bizantina que llegó tarde a su boda y se encontró a su marido, Alfonso, padre de Pedro II, desposado con Sancha de Castilla. En los salones de cada palacio, damas y caballeros se hacían lenguas de la desgracia de esas mujeres, ligadas por el infortunio a los hombres de la Casa de Aragón. Claro que, si bien el suyo fue un matrimonio trágico, al menos María alumbró al heredero al trono sin que su esposo consiguiera la anulación que anhelaba para así poder casarse con la mujer a la que amaba, llamada también María, de Montferrato.
Pedro nunca quiso a la condesa de Montpellier, pero sí cuidó con esmero la heredad que ella le aportó como dote. Tanto que murió en un intento vano de defenderla de la cruzada encabezada por el brutal Simón de Monforte.
Las tierras de Occitania, que englobaban varios condados tributarios de la Corona de Aragón, albergaban por aquellos días a una nutrida comunidad de cátaros: una secta cristiana dualista declarada oficialmente herética por el Papa Inocencio III y víctima, a partir de 1209, de una despiadada persecución que no acabó hasta verlos arder a todos en las hogueras levantadas con la finalidad de «purificarlos». Ese episodio aterrador nos ha dejado la célebre cita del legado papal Arnaldo Amalric, a las puertas de Béziers, cuando algunos soldados le manifestaban sus escrúpulos ante la imposibilidad de distinguir en la degollina entre herejes y buenos católicos: «Matadlos a todos -sentenció el legado-. Dios reconocerá a los suyos».
El rey gentil no podía refrendar semejante villanía. Él había conocido a esos cruzados franceses con motivo de la campaña militar llevada a cabo en el verano de 1212 junto con los reyes de Castilla, Alfonso VIII, Navarra, Sancho VII y Portugal, Alfonso II, contra el almohade Al Nasir, el Miramamolín, quien había partido de Marruecos, con un inmenso ejército, tras jurar sobre el Corán que llegaría con sus tropas hasta Roma. Los guerreros galos acudidos en auxilio de la cristiandad, encabezados por Monforte, habían asaltado varias juderías castellanas, incluidas las de Toledo y Calatrava, antes de retirarse de la contienda, sin luchar, vencidos por el calor y la negativa del soberano de Castilla a permitirles semejantes desmanes. Pedro II los conocía, y acaso por ello se confió demasiado…
Pese a la marcha de esos aliados y a su inferioridad numérica, los soberanos cristianos se alzaron en las cercanías de Jaén con un triunfo militar que resultaría decisivo para el futuro de España. En la batalla,Pedro II fue gravemente herido en una pierna, pese a lo cual siguió combatiendo hasta la victoria. Para quienes hoy se empeñan en negar la españolidad de los vascos, cabe recordar que la vanguardia de la hueste castellana estaba dirigida por don Diego López de Haro, señor de Vizcaya. Paradojas de la historia y el sectarismo, bajo el Gobierno de Zapatero se inauguró en el escenario de esa batalla un museo dedicado a «la cultura de la paz y la alianza de las civilizaciones» (sic).
Última batalla
Apenas un año después de las Navas de Tolosa, el rey de Aragón volvió a toparse con Simón de Monforte, quien durante ese tiempo había dedicado sus desvelos a tomar plazas habitadas por cátaros, casi siempre desarmados. Se enfrentó con él en la batalla de Muret, que libró en defensa de sus vasallos, quienes habían suplicado su ayuda. La víspera, en lugar de dormir, había pasado la noche en compañía de una dama. La mañana del choque armado, se durmió mientras se celebraba la misa. Y por si el cansancio no bastara para incrementar el peligro, se negó a quedarse en retaguardia y se lanzó al combate junto con el portador del estandarte real, a lomos de un caballo gigantesco, capaz de soportar el peso de semejante jinete, un hombre de casi dos metros, provisto de armadura de acero. Los franceses lo reconocieron, él se identificó, orgulloso, lo acometieron en gran número y lo abatieron, tras pelear como un león con lo más granado de la nobleza aragonesa, que sucumbió a su lado.
Su cadáver quedó tendido en el polvo, desnudo, tras ser despojado de sus joyas y vestiduras por la canalla que acompañaba a esos cruzados. Tenía 35 años. Esa noche, un grupo de caballeros hospitalarios obtuvo permiso para recogerlo y darle sepultura en su casa de Toulouse, a la espera de ser enterrado en el monasterio de Sijena, junto con su madre, doña Sancha.
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