César Cervera
Cuando un numeroso grupo de mercenarios al servicio de Ciro El Joven, pretendiente al trono persa, quedó abandonado en medio del mayor imperio conocido, nadie podía imaginar que su huída hacia delante pudiera acabar en una senda de victorias tal que décadas después inspiraría a Alejandro Magno en su gran conquista.
En la batalla de Cunaxa (401 a. C) un grupo de 10.000 mercenarios griegos arrasó a un inmenso ejército persa en su propio terreno, casi 80 años después de los sucesos del Paso de las Termópilas. Una victoria épica –narrada en detalle por Jenofonte en su célebre «Anabasis»– que demostró la superioridad de las tácticas occidental que pronto iban a conducir a Alejandro Magno a adueñarse del mayor imperio conocido. Y es que mucho había llovido desde el duelo al sol entre Jerjes y Leónidas, entre otras cosas la proliferación de fuerzas militares profesionales en Grecia. De ahí que Ciro el Joven, pretendiente al trono persa, recurriera a los mercenarios helenos para intentar derrocar a Artajerjes II.
El pretendiente se sublevó en el año 401 a.C. contra su hermano, recién nombrado Rey, argumentando que su tatarabuelo Darío I no nombró sucesor a su primogénito sino al primer hijo que tuvo «nacido en la púrpura» (cuando ya estaba en el trono). Él era, por tanto, el legítimo heredero, aunque para ello tuviera que matar a su hermano. Nada nuevo en la peligrosa corte persa, donde los asesinatos y los golpes palaciegos eran el pan de cada día.
Las mentiras del derrotado Ciro
El hermano del Rey trató de ocultar sus intenciones reclutando un ejército mercenario en distintos puntos de Grecia. De hecho, Jenofonte y el resto de los mercenarios no supieron al principio de los auténticos planes del persa, que les aseguró que la campaña iba a ser contra un pueblo bárbaro en la frontera sur de su satrapía. Aparte de que únicamente tres divisiones procedían de la Grecia Continental, siendo el resto alistadas en la costa jonia de Asia Menor y muchos de procedencia tracia.
En total, Ciro logró reclutar una imponente fuerza de más de 10.000 mercenarios al calor de la crisis económica que azotaba Grecia. El oro persa fue una tentación irresistible para la fuerza griega, entre ellos 700 hoplitas lacedemonios bajo el mando de Quirísofo de Esparta, que representaban la contribución oficial del Reino de Esparta a este aliado que les prometía ayuda para recuperar sus colonias en Asia Menor. La mayoría de los reclutados eran hoplitas, esto es, soldados de infantería pesada, mientras que entre las tropas locales de Ciro se levantó un ejército de infantería ligera, arqueros y caballería.
En este sentido, como señala Carlos Varias en su introducción a la edición de «Anábasis» hecha por Cátedra Letras Universales, «el reclutamiento de tantos mercenarios griegos constituye el principio de una nueva época en la historia militar de la Antigüedad: el de los ejércitos profesionales». Hasta el siglo IV a.C. las ciudades-Estado helenas recurrían a ciudadanos-soldados, hoplitas, solo a nivel local; pero a partir de la Guerra del Peloponeso empezaron a surgir soldados profesionales, primer paso para que los hoplitas se convirtieran en la fuerza mercenaria más demandada incluso en puntos remotos de Asia.
Sin saber cuál era el propósito de su misión, los Diez Mil marcharon al interior del Imperio persa divididos en distintos ejércitos según su procedencia helena. Tan autónomos eran entre sí que incluso se dieron algunos choques entre generales griegos durante la campaña, en los que Ciro tuvo que poner paz en persona. Los generales griegos, de hecho, respondían directamente a las asambleas itinerantes que formaban los soldados, siendo cada fuerza una polis democrática en la que los oficiales ejercían el papel de órgano ejecutor de las órdenes generales.
En un momento dado, parte de las tropas se negaron a avanzar hacia Babilonia al sospechar, con razón, que todo estaba dirigido a destronar al Rey persa. Los generales se vieron obligados a «convencer» a sus soldados de que lo mejor era continuar adelante a pesar de todo. Convencerlos; que no obligarlos.
A principios de otoño del año 401 a.C. se produjo el deseado choque entre las tropas reales y el ejército de Ciro El Joven. En las cercanías de Babilonia, Jenofonte asegura que el Rey Artajerjes congregó una fuerza de más de un millón de soldados (la cifra estimada hoy se sitúa en torno a los 130.000 hombres), frente a los escasos 114.000 de Ciro (unos 64.500, según estudios modernos). A pesar de la superioridad numérica del enemigo, el flanco derecho, dominado por los mercenarios griegos, vivió la huida de los infantes persas y medos, los carros y un contingente de caballería pesada desplegados.
Los mercenarios se centraron en perseguir a los huidos de su flanco, mientras que Artajerjes, sin distraerse de su verdadero objetivo, ordenó a su caballería ligera que envolviera al grueso de las tropas de su hermano pequeño. La infantería griega había hecho valer su superioridad militar frente a tropas escasamente adiestrada, pero solo eran un islote en la mezcolanza de tropas de Ciro.
Temiendo ser envuelto, Ciro cargó al frente 600 jinetes directamente contra la posición de Artajerjes con la intención de matarlo. No obstante, lo que parecía la última estación de su anhelado objetivo se tornó en la tumba de Ciro, que recibió un flechazo en el estómago. El aspirante persa y su guardia de oficiales cayeron muertos en esta carga suicida.
Al saber que los griegos habían ganado su particular batalla, Artajerjes ordenó reagrupar a su ejército para dar caza a los mercenarios. Por segunda vez ese día, los griegos entonaron el peán (el cántico de guerra en honor a Apolo) y desmantelaron las líneas persas. La persecución duró hasta la noche, momento en que los griegos se retiraron a lo que quedaba de su campamento en Cunaxa. Nunca una victoria serviría para tan poco.
La hora de Jenofonte
De forma súbita, Jenofonte y los suyos pasaron de ser una tropa mercenaria a un ejército errante sin comandante, sin víveres y en territorio hostil. El pagador había muerto y, de repente, a los Diez Mil lo único que les importaba era marcharse cuanto antes de las tierras de Artajerjes. Así y todo, el ejército heleno se negó a ponerse a disposición de Artajerjes, como sí hicieron las tropas nativas de Ciro, prefiriendo pactar con el sátrapa de Lidia, el maquiavélico Tisafernes, una forma de salir del país. No obstante, cuando los generales griegos se encontraban reunidos en su tienda con el sátrapa fueron ejecutados junto a una veintena más de oficiales.
Según explica Jenofonte, la traición de Tisafernes obedeció a los temores de Artajerjes de que una fuerza griega armada aprovechara para arrasar su territorio. ¿Qué clase de Gran Rey era si permitía que un grupo de soldados extranjeros paseara como Pedro por su casa a lo largo de su enorme imperio?
Sin cabeza –esperaba– los griegos se dispersarían en mil direcciones. Pero no ocurrió así. Las asambleas griegas resolvieron reemplazar a los oficiales desaparecidos y regresar a Grecia de forma compacta. El espartano Quirísofo y el ateniense Jenofonte, discípulo de Sócrates y aventurero sin hogar desde que se exiliara de su ciudad, dieron entonces un paso al frente para conducir a los Diez Mil a través de 1.500 kilómetros de Imperio persa en dirección a la colonia griega de Trapezunte, en el Mar Negro.
Allí aterrizarían al fin 8.000 hoplitas y 1.800 peltastas (infantería ligera) griegos tras abrirse paso contra fuerzas enemigas y unas condiciones extremas. En esta marcha con Jenofonte como comandante, los griegos se mostraron cohesionados, lejos de la fuerza heterogénea y mercenaria que eran. Ante la falta de caballería y de una fuente de suministros estable, el carismático Jenofonte no permitió que la moral decayera gracias a sus encendidos discursos:
«Si alguno de vosotros está desalentado porque no disponemos de caballería y los enemigos la tienen numerosa, considerad que diez mil jinetes no son nada más que diez mil hombres: nadie murió jamás en una batalla a consecuencia de los mordiscos o de las coces de un caballo; son los hombres quienes deciden la suerte de las batallas. ¿Y puede negarse que nosotros marchamos sobre un vehículo mucho más seguro que los jinetes? Ellos van suspendidos sobre sus caballos, temerosos no sólo de nuestros ataques, sino también de caerse. Nosotros, en cambio, que marchamos por tierra, golpearemos con mucha más fuerza si alguno se acerca, daremos con más facilidad en el blanco que queremos. Sólo en una cosa nos llevan ventaja los jinetes: pueden huir con más seguridad que nosotros»
La venganza se llama Alejandro
Los griegos mantuvieron alejados de sus bagajes a la caballería persa en todo momento. Cada persa que cayó muerto por su mano terminó con el rostro desfigurado para disuadir a otros soldados de no intentar más ataques. Incapaces de cruzar el río Tigris, los mercenarios se internaron en las montañas de Armenia en su viaje a Trapezunte. Una ruta salvaje en la que los feroces carducos tomaron el relevo a las tropas reales.
Los nativos hostigaron a los griegos en los desfiladeros y colinas que conocían como la palma de su mano, de modo que los mercenarios de Jenofonte tuvieron que dejar atrás la mayor parte de esclavos y bestias de carga. Tras superar las reiteradas emboscadas de los carducos, los primeros en llegar a la cima de una montaña llamada Tequescomenzaron a gritar «¡El mar! ¡El mar!» al divisar lo que parecía el final de su pesadilla: el Mar Negro. Allí mismo erigieron un gran túmulo sobre el que colocaron pieles de buey, bastones y escudos capturados al enemigo.
Solo una vez en territorio amigo, en Trapezunte, regresaron las divisiones. El propio Jenofonte desistió de mantener la unidad y renunció a seguir al frente del ejército, una decisión que probablemente se debió a la mala recepción que tuvo su propuesta de que los mercenarios fundaran una colonia en el Mar Negro. Saltando de colonia griega a colonia griega, y tiro porque me toca, la situación de discordia derivó en la formación de tres secciones durante un tiempo y, lo que resultó más aterrador, en un estallido de violencia en Bizancio, que saquearon a conciencia. La mayoría de los griegos rechazaban volver a su hogar sin botín; en tanto, las colonias se negaron a darles sus suministros.
El último coletazo en la aventura de los Diez Mil, que dos años después de partir con Ciro estaba integrada por solo 5.300 efectivos, fue una campaña militar promovida por Esparta contra el traicionero Tisafernes en Asia Menor. Una venganza que logró pocos éxito. En verdad, la revancha de los Diez Mil llegó de alguna manera con Alejandro Magno, quien consultó constantemente durante su invasión al Imperio aqueménida el texto de Jenofonte. Aquella fuga guió muchas de sus dilemas estratégicos.
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