domingo, 30 de septiembre de 2018

La reescritura de la historia por el Tercer Reich. 4º ESO

JOT DOWN contemporary culture mag
Javier Bilbao


Soldados de la Wehrmacht en la Acrópolis de Atenas, 1941. Foto: Cordon.


«Quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controlará el futuro». En el lema del Partido de la novela 1984 resuena de fondo aquella cantinela tan querida de Heinrich Himmler: «Un pueblo solo puede vivir feliz en el presente y en el futuro si es consciente de su pasado». Como ejemplo, advertencia, identidad o tradición, el pasado nos interpela siempre, de una u otra forma. Puede erigirse como noble tradición que merece la pena preservar, como paraíso perdido que debe recuperarse para ser grandes de nuevo o quizá sea descrito con tintes muy negros para mostrarnos la necesidad de aceptar cambios para distanciarnos de él. Incluso el adanismo, ese mal tan frecuente de nuestro tiempo, crece a la sombra del pasado al necesitar negarlo de forma radical y militante: creer que la historia empieza con nosotros es el equivalente a taparse los oídos y gritar «nananana», por miedo a que se infiltre alguna enseñanza pretérita en ese cerebrito orgullosamente virgen. El pasado es además el hogar del mito, porque a medida que transcurre el tiempo las cosas se van recordando menos e imaginando más, y con mitos es como se construyen los movimientos políticos, pues como decía Ernest Renan «un pasado heroico, grandes hombres, la gloria, este es el capital sobre el que se asienta una idea nacional». Por todo ello está siempre tan presente la tentación de reescribir la historia; decidida la conclusión de antemano, queda por escoger las premisas, retorciendo los hechos lo que haga falta o directamente inventándolos. El nazismo fue uno entre tantos en esta práctica, pero se entregó a ella con tal entusiasmo, dedicó tanta energía e inventiva a elaborar un pasado mítico en el que reafirmarse que merece la pena que le dediquemos las siguientes líneas para conocerlo con más detalle.
Una de sus fuentes la encontramos, naturalmente, en el propio Hitler. Su libro Mi lucha entremezclaba sin distinción su ideario político y su trayectoria biográfica, descrita en un tono mesiánico en el que cada etapa o anécdota de su vida era interpretada como una señal o una prueba de la providencia al servicio de un objetivo último, que era la conquista del poder. Uno de esos momentos trascendentales fue el interés que ya en su juventud despertó en él la historia:
Aprender historia quiere decir buscar y encontrar las fuerzas que conducen a las causas de las acciones que escrutamos como acontecimientos históricos. (…) Fue quizá decisivo en mi vida posterior el tener la satisfacción de contar como profesor de Historia a uno de los pocos que la entendían desde este punto de vista, y así la enseñaban. El profesor Leopold Poetsch, de la Escuela Profesional de Linz, realizaba este objetivo de manera ideal. Era un hombre entrado en años, pero enérgico. Por esto, y sobre todo por su deslumbrante elocuencia, conseguía no solo atraer nuestra atención sino imbuirnos de la verdad. Todavía hoy me acuerdo con cariñosa emoción del viejo profesor que, en el calor de sus explicaciones, nos hacía olvidar el presente, nos fascinaba con el pasado y, desde la noche de los tiempos, separaba los áridos acontecimientos para transformarlos en viva realidad. (…) Nuestro fanatismo nacional, propio de los jóvenes, era un recurso educativo que él utilizaba a menudo para completar nuestra formación más deprisa de lo que habría sido posible por cualquier otro método. Este profesor hizo de la Historia mi asignatura predilecta. De esa forma, ya en aquellos tiempos, me convertí en un joven revolucionario.
Durante su estancia en Viena, en los años previos a la Primera Guerra Mundial, se convirtió en un lector ávido de historia o literatura clásica. Pero daba igual qué leyera, que siempre extraía la misma conclusión, todo pasaba invariablemente por el cedazo de su particular visión del mundo, pues tal como señala en otro momento de su libro: «la historia universal en su conjunto no es sino la manifestación del instinto de conservación de las razas». Lo que no tenía nada de particular era, sin embargo, esa búsqueda en un pasado remoto de un sentido para el presente y es lo que le permitió conectar con la Sociedad Thule tras el término de la guerra, con el fin de que patrocinase lo que llegaría a ser el NSDAP. Considerada en la antigüedad clásica un territorio legendario ubicado en el punto más septentrional del mundo conocido (vinculado por algunos a la Atlántida), Thule estaba allá donde en verano no se ponía el sol y en invierno vivían sumidos en las tinieblas, origen de las runas y del culto a los solsticios, la cuna del pueblo nórdico. Así que en 1918, en un momento de gran incertidumbre política, se constituyó bajo el nombre de Sociedad Thule lo que en principio era un grupo para el estudio de la antigua cultura germánica. En ella encontró Hitler el trampolín que necesitaba, de hecho, la propia esvástica tan característica del nazismo provino del emblema de esta sociedad. Más adelante, el departamento de Herencia Ancestral de las SS recogería algunas de sus ideas, financiando expediciones a Islandia y al Tíbet en busca de los ancestros arios.
Músicos de las Juventudes Hitlerianas conmemoran el 1000-Jahr-Feier de Heinrich I (aniversario de los mil años de Heinrich I) sobre las murallas de Quedlinburg ,1936. Foto: Cordon.
Esto nos lleva a una cuestión central del ideario nazi: la relación de Alemania con la cultura grecorromana. Por un lado estaba la posición representada por Himmler, el máximo responsable de los campos de concentración y de las SS. Intimidados por el esplendor y el prestigio intelectual que Roma y Grecia representaban, los ideólogos de esta corriente querían encontrar un pasado glorioso para Alemania al margen de esa influencia. Podía encontrarse en la Edad Media. Para ello contaban con la epopeya del siglo XIII El cantar de los nibelungos, seña de identidad nacional a la que Wagnerdedicó cuatro célebres óperas que podrían considerarse poco menos que la banda sonora del Tercer Reich. A ese periodo histórico remitían también las Napolas, instituciones educativas de las que debía surgir la élite del régimen, ubicadas a menudo en castillos medievales e inspiradas de forma más o menos libre en las órdenes caballerescas. Incluso un tipo de letra gótica, la Frakturschrift, pasó a formar parte de toda la cartelería y documentos oficiales… al menos hasta 1941, cuando las sospechas sobre su posible origen judío hicieron que quedase proscrita. La mitología nórdica era también muy querida para esta corriente estética e ideológica, con frecuentes alusiones en diversos ámbitos al dios Wotan y al Valhalla, el paraíso al que los soldados irían tras morir en combate. En relación con ello también proliferaron las inscripciones rúnicas, las ceremonias neopaganas (especialmente en las SS), así como multitud de excavaciones por todo el suelo alemán en busca de vestigios prehistóricos, particularmente de megalitos, a los que se les atribuía un hondo significado espiritual. Pero nada de esto era del agrado de Hitler, pues las construcciones megalíticas no eran según él un lugar de culto, sino refugios para huir del avance del lodo. Sus opiniones sobre el conjunto de esos restos ancestrales no eran menos desdeñosas:
En la época en que nuestros antepasados fabricaban pilas de piedra y vasijas de barro, todos esos objetos con los que se entusiasman nuestros prehistoriadores, los griegos estaban construyendo la Acrópolis. (…) Esos catedráticos e imbéciles, que están creando en su rincón su mezquina religión nórdica me fastidian profundamente. ¿Por qué lo tolero? Porque ayudan a destruir. 
Según su ideario, basado en el darwinismo social, aquello que era débil no debía ser ayudado y, dado que la mitología nórdica y la cultura nórdica asociada fueron en su momento rebasadas por el cristianismo, no merecían por tanto ser recuperadas. Sus mencionadas lecturas, además de su interés por el arte y la arquitectura, hicieron de Hitler un defensor incondicional de la cultura clásica, alguien para el que, en palabras de Goebbels, Roma y Atenas eran como La Meca. Pero ¿cómo conjugar eso con la exaltación nacionalista alemana? Fácil, apropiándose de ellas. Y no de tal manera que los antepasados de los alemanes fueran griegos, sino haciendo que los antepasados de los griegos (y por extensión de los romanos) fueran alemanes:
En los formidables desiertos helados del norte, vivía una raza de gigantes que habían adquirido fuerza y salud gracias a la selección racial (…) Ahora bien, estas razas que nosotros calificamos de arias en realidad fueron las que dieron vida a todas las grandes civilizaciones ulteriores (…) Sabemos que fueron inmigrantes arios los que proporcionaron a Egipto su elevada civilización, al igual que sucedió en Persia y Grecia; estos inmigrantes eran arios rubios de ojos azules y sabemos que, fuera de estos países, en la tierra no se ha fundado ninguna otra civilización.  
Joseph Goebbels en el templo de Poseidón, cabo de Sunión, Atenas,1939. Foto: Cordon.
De manera que la relación de Alemania con la cultura grecorromana tuvo una segunda corriente, mayoritaria y dominante al estar representada por el propio Hitler, que consistió no en sortear su esplendor, sino en considerarlo como una rama más del tronco germánico. Es ahí donde el historiador Johann Chapoutot ha centrado su obra El nacionalsocialismo y la antigüedad, que tomaremos como referencia. Así que entonces, una vez reescrita la historia para comulgar con esa rueda de molino, se abría un horizonte de posibilidades insospechadas. El legado griego y latino pasaba a ser un gigantesco baúl del que extraer mil artefactos útiles para el presente. Para empezar, suponía conectar con el propio Romanticismo alemán por el que tanta simpatía mostraba el nazismo, pues desde Goethe hasta Hölderlin habían sentido fascinación por ese pasado, y en segundo lugar ofrecía abundantes elementos para ser reinterpretados a la luz de los prejuicios del momento para darles solidez. Así el Tercer Reich, además de los mil años por delante que prometía, contaría con al menos unos dos mil quinientos por detrás respaldándolo.
Eso exigía reescribir bastante, claro está, empezando por la filosofía. Al bueno de Sócrates no había manera de reciclarlo para el nazismo. Feo con avaricia, no encajaba en ese ideal nórdico de belleza, y además su estilo era fastidiosamente igualitario. Consideraba la razón como algo inherente a todo ser humano y no tenía inconveniente en debatir por las calles atenienses con quien se cruzara por delante, pues la sabiduría no entendía de aristocracias. El ideólogo Rosenberg lo tildó con bastante desparpajo con el anacronismo de «socialdemócrata internacionalista». A los estoicos tampoco les fue mejor, pues en su cosmopolitismo se quiso ver la sombra del judaísmo. Más asequible resultaba Platón, cuya república totalitaria era muy del gusto nacionalsocialista tanto por su afán de fiscalizar la vida cotidiana como por su rígida división en estamentos sociales. Por su parte, Aristóteles resultaba problemático, pues a todas sus luces y sombras había que añadir su vínculo como maestro con Alejandro Magno, figura que no había manera de minimizar. Pero ¿cómo debía interpretarse a tan insigne conquistador a la luz del nazismo? De aspecto ario y forjador de un imperio a base de conquistas militares que se extendía sin fin hacia el este, en principio resultaba el espejo ideal en el que mirarse… si no fuera por su molesta costumbre de mezclarse, tanto él como sus tropas, con los autóctonos a los que conquistaba. Su sueño de forjar un imperio multirracial y multicultural no podía ser más opuesto a la pretensión nazi de conquista de espacio vital para su colonización, sin mestizaje alguno. La manera correcta de valorarlo era viéndolo como un héroe militar que, sin embargo, trajo la decadencia racial con su política irresponsable.
No obstante, hubo un aspecto del legado de la Antigüedad que fue utilizado con entusiasmo por el régimen y, ciertamente, no tuvo que tergiversarlo de forma significativa: Esparta. De hecho, la comparación del Tercer Reich con la sociedad espartana fue una crítica relativamente frecuente hecha por sus detractores. Era una sociedad que practicaba la eugenesia para eliminar a los más débiles, que exigía una vida de disciplina, obediencia y entrenamiento gimnástico y militar continuado, donde el individuo estaba supeditado a la comunidad y esta tenía como fin último la guerra y el imperialismo. No es de extrañar que Hitler la pusiera como ejemplo con frecuencia, como también Goebbels en un discurso tan decisivo como el que dio tras la derrota de Stalingrado. El episodio de la batalla de las Termópilas apelaba además a un heroísmo y sacrificio colectivo frente al enemigo asiático que no podía sintonizar mejor con el contexto de la guerra contra la Unión Soviética. El ministro de Educación del Reich no pudo ser más explícito:
Quiero dejarlo claro para todos: debemos educar a una juventud espartana y aquellos que no estén dispuestos a entrar en esa comunidad espartana deberán renunciar para siempre a ser ciudadanos de nuestro Estado.
Miembros del RAD se ejercitan en Zeppelinfeld, 1938. Foto: Cordon.
El vínculo que el Tercer Reich deseaba establecer con la Grecia clásica no se limitaba a los discursos, ni al sistema educativo, ni a los sectores más cultos, debía ser algo que formarse parte de la vida diaria de los alemanes en todo momento. Para ello se organizaban grandes desfiles bajo el lema «Dos mil años de cultura alemana», con miles de voluntarios vestidos con trajes de la época y en los que se recreaban en diversas carrozas esculturas, embarcaciones y elementos arquitectónicos griegos. También se proyectó la construcción de cuatrocientos teatros al aire libre (aunque llegaron a culminarse bastantes menos) imitando la estructura de los antiguos, que debían albergar representaciones inspiradas en los clásicos, pero, si hubiera que señalar un cénit en el celo del régimen en su reivindicación de Grecia, este estuvo sin duda en los Juegos Olímpicos de 1936. Representaban un formidable escaparate no solo ante toda Alemania, sino ante el mundo, y encajaban como un guante en el gusto nazi por la escenografía de masas y el culto al cuerpo. Por encargo personal de Hitler, Leni Riefenstahl filmó un magnífico documental sobre ellos que supo recrear su visión idealizada sobre la salud física, la disciplina y la vida en comunidad, y todo ello, además, fruto de la emanación de un pasado ancestral, representado por esas ruinas y estatuas del comienzo que se transforman ante nuestros ojos en atletas contemporáneos. Juventud y eternidad, eso pretendía ser simultáneamente el nazismo. Con la intención de exaltar el vínculo entre Grecia y Alemania, el Ministerio de Propaganda tuvo además una idea que gustó tanto al COI que aún hoy en día sigue poniéndose en práctica, la de una carrera de relevos que traslada la llama originariamente traída por Prometeo a los humanos en Olimpia hasta el pebetero del estadio donde se celebran los Juegos, en este caso Berlín. Después de todo esto, la justificación de Alemania para invadir Grecia durante la Segunda Guerra Mundial venía rodada. Así que, al acudir en rescate de su calamitoso aliado italiano e invadir la región en 1941, los alemanes sentían que simplemente estaban recuperando lo que era suyo.
Hemos mencionado a Italia y eso nos da pie para concluir hablando del Imperio romano. ¿Acaso no se sintió el Tercer Reich tentado de apropiárselo, reescribir su historia y encontrar justificación a su sombra como hizo con Grecia? Sin duda, aunque en este caso hubo ciertas diferencias. En el imaginario colectivo alemán se consideraba en parte a Francia —con la que tradicionalmente había estado en guerra— como heredera de la cultura y civilización latina, aunque naturalmente fuera Italia el país más vinculado a ella, pero tampoco este país había sido siempre un aliado. Así que en el caso romano se trataba de un legado más disputado como para reclamarlo en exclusiva y curiosamente se trasvasó a Alemania por medio del fascismo. Tanto el característico saludo como los estandartes, las insignias, el águila y otros aspectos estéticos se recrearon siguiendo lo establecido por Mussolini, quien no tuvo más que echar la vista atrás. Quizá fue en las grandes obras públicas donde más se reflejó la huella romana, con las autovías que conectaban el Reich como equivalentes contemporáneos de las calzadas, así como todos los edificios oficiales de estilo neoclásico y una vocación expresa de ensombrecer a Roma, con esas gigantescas obras que Speer proyectó para Berlín y que en su mayor parte se quedaron en una maqueta. Claro que representar a Alemania como heredera natural del Imperio romano traía consigo algunas complicaciones a poco que se fijase uno en ciertos detalles históricos, y para eso está la labor de reescritura. Por un lado estaba la cuestión del cristianismo, religión denostada por Hitler que el Imperio adoptó oficialmente y que encima estaba fundada por un judío. Ya desde el siglo XIX diversos teóricos antisemitas habían ido elaborando la narración de que Jesús era en realidad ario, Wagner incluso llegó a identificarlo con el dios Wotan. Se quiso creer que el Jesús real era un nórdico de raza y espíritu que poco tenía que ver con su imagen tradicional, diseminada por el «protobolchevique» San Pablo. Por otra parte, estaba la cuestión de la caída del Imperio debido a las invasiones bárbaras, que situaban en el papel de los malos y primitivos a las tribus germánicas. Eso no podía ser. Su llegada al corazón del Imperio lo que trajo es una revitalización de su sangre nórdica, sostenía Hitler, pero fue la carcoma del cristianismo la que lo había debilitado tanto que ya resultaba insostenible.
Zeppelinfeld, inspirado en el altar de Pérgamo.

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