Javier Gómez Valero
Adam Albrecht es el autor de este cuadro que representa el incendio de Moscú previo a la retirada de las tropas de Napoleón
La noche del 23 al 24 de junio de 1812, Napoleón cruzó el río Niemen con 420.000 hombres bajo su mando, dando inicio a la invasión de Rusia. Como revela el mapa figurativo del ingeniero francés Charles Joseph Minard, desde ese momento la Grande Armée comenzó una rápida descomposición. Antes de poner un pie en el Kremlin, el 15 de septiembre, ya había perdido 200.000 soldados, víctimas de los combates, las epidemias y las deserciones. Del resto, 100.000 habían quedado atrás, mientras que los 100.000-120.000 restantes acompañaron a Napoleón a Moscú. Todos ellos habrían de superar una de las ordalías más brutales de la historia militar: la retirada de Rusia.
Esta se inició un 19 de octubre, aún con tiempo benigno, pero las gélidas lluvias no tardaron y con ellas una caída brusca de las temperaturas: de -11º C el 9 de noviembre a -32º C el 7 de diciembre, a la altura de Vilna. Las condiciones climatológicas tendrían un efecto devastador en unos soldados famélicos que carecían de ropa de invierno y desprovistos de logística, que a esas alturas de la campaña se había desmoronado.
En los momentos más aciagos, el gregarismo brilló por su ausencia. El soldado wurtembergués Jakob Walter escribió: «Miraba a los cientos de cadáveres con indiferencia; los que caían al suelo se golpeaban la cabeza contra el hielo, luego veía cómo se levantaban y se volvían a caer, oía sus quejidos y lamentos, y cómo retorcían las manos y se agarraban donde fuera. Nunca olvidaré el horror del hielo y la nieve pegados a sus bocas. Sin embargo, no sentía ninguna compasión, en mi mente solo había lugar para mis amigos». Aún más deplorable es la estampa que describía el español Rafael de Llanza, jefe del 3.er Batallón del Regimiento José Napoleón: «Desnaturalizados los hombres, no hacían caso de ver que su compañero se sentaba o se arrimaba a cualquier parte para no volverse a levantar; el único acto de caridad que se practicaba era desnudarlo antes de morir a fin de quitarle el dinero, o bien la ropa si era buena».
Cuando llegó el frío, millares de soldados franceses y aliados que se quedaron atrás se rindieron con la esperanza de sobrevivir, cosa que no sucedía a menudo, pues los cosacos y los campesinos se mostraban violentos hacia los enemigos. Wilson, general británico adscrito al Estado Mayor ruso, fue testigo de una escena dantesca: «Sesenta hombres desnudos y moribundos, cada uno con el cuello sobre un tocón, rodeados de hombres y mujeres rusos que cantaban y saltaban mientras uno tras otro les golpeaban el cráneo con largos palos».
Para miles de hombres, la principal comida fueron los caballos, que sucumbieron en cuanto el clima se hizo más severo y dejaron de alimentarse. El frío congelaba a los animales muertos con asombrosa rapidez, por lo que era vital cortar los pedazos de carne sin demora. Según Jakob Walter: «Cada vez que se desplomaba un caballo nos echábamos sobre él para despedazarlo aunque aún estuviera vivo». No era preciso que el animal estuviese muerto o moribundo para que se convirtiera en alimento. Los soldados iban cortando filetes de los cuartos traseros de los que aún se tenían en pie dado que, por el frío, los animales no sentían el dolor y la sangre se congelaba al instante. Walter, describe varias de las comidas: «Al hombre de mi tierra que he mencionado antes [...] le quedaba un puñado de arroz de Moscú. Cerca del fuego me encontré el pellejo de un perro que aún conservaba la cabeza; de la zona de las orejas pude sacar un poco de carne. Solamente para darle un poco más de sabor al agua y para calentar nuestros estómagos, cocimos ambas cosas».
Los supervivientes que el 13 de diciembre lograron cruzar el Niemen de vuelta, apenas 10.000 sacos de huesos andantes, quedarían marcados física y psicológicamente de por vida.
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