Israel Viana
- Su hijo Vicente recuerda en ABC como su padre, responsable de la aduana de Les en la frontera con Francia en 1943, dejó entrar ilegalmente a España a cerca de 500 judíos que huían de los nazis.
Miguel Giner y su mujer Dolores, en Les - ABC
Vicente Giner (Altea, 1930) tenía 13 años cuando aquel grupo de quince o veinte judíos polacos llegó hasta su casa de Les, en Lérida, en plena Segunda Guerra Mundial. «Me acuerdo perfectamente de todo… aunque ojalá no recordara nada. Fue un horror», asegura a ABC. Había ido a parar a aquel pequeño pueblo de 600 habitantes, con su familia, al finalizar la Guerra Civil. «Mi padre estaba trabajando en la aduana de Barcelona, que era zona roja. Cuando Franco ganó, fue expedientado y desterrado allí, que en ese momento no sabíamos ni dónde estaba. Fue como un castigo», añade.
Aquel rincón perdido en el valle de Arán era la última localidad española antes de llegar a la Francia ocupada por los nazis. Su padre, Miguel Giner, fue nombrado administrador del puesto fronterizo a comienzos de 1940. Le acompañaron su mujer, Dolores; su otra hija, Isabel, y el pequeño Vicente. «Vivíamos en la misma aduana, donde estaba la casa y la oficina. Mi padre conoció al oficial de la Wehrmacht que vigilaba la frontera del otro lado como responsable del cuartel de Bagnères-de-Luchon. Se estableció una relación de convivencia entre ellos, de aduanero a aduanero, y hasta alguna vez comió en nuestra casa. Todo nos iba muy bien hasta que a finales de junio de 1943 la cosa se torció», cuenta.
Sobre las 9 de la mañana de uno de aquellos días de verano escucharon voces en la carretera. Su padre bajó del despacho para ver qué pasaba, puesto que no era muy habitual que la gente cruzara por allí. Su madre y él le siguieron detrás, para ver a aquellas personas que hablaban en un idioma extranjero y entre las que había unos cuantos niños. Caminaban rápido arrastrando una serie de maletas. Uno de ellos chapurreaba un poco de español y empezó a pedirle a Miguel Giner que, por favor, les dejaran entrar aunque no tuvieran visado. «Se lo suplicaron llorando, pero mi padre insistía en que no podía, que tenía que cumplir con las órdenes que le habían dado de no dejar entrar a nadie que no tuviera visado. Yo, mientras, jugaba con los niños, mi madre les daba de comer a todos y otra vecina de la vaquería les dio leche… pero al final avisó. No es disculpar a mi padre, pero era considerado un rojo desde el final de la guerra y, si no hubiera avisado, algunos dicen que lo habrían fusilado por rebelión. No lo sé, pero a la cárcel iba seguro. Y, además, cuando llegó el camión, los alemanes le aseguraron a mi padre que solo iban a llevarlos a un campo de trabajo, que no los iban a matar. La escena fue un drama, con todos llorando al marcharse», recuerda Vicente.
Aquel grupo era parte de la avalancha de refugiados que se produjo en toda la frontera de los Pirineos con motivo de la ocupación de la Francia de Vichy a finales de 1942. En este momento, al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores español estaba el general Francisco Gómez-Jordana, que luchaba por enderezar la posición española y conseguir una mayor neutralidad. Eso le llevó a mostrarse un poco más receptivo respecto a la llegada de refugiados. Según un estudio de Antonio Marquina, director de la Unidad de Investigación sobre Seguridad y Cooperación (Unisci), los aliados evacuaron a través de España a 20.500 refugiados (16.000 franceses y otros 4.500 aliados y apátridas) durante 1943.
A pesar de ello, conseguir visados para los judíos —a los que el franquismo consideraba todavía enemigos del régimen junto a los masones y comunistas—no era todavía tarea fácil. De hecho, el ministro Jordana barajó la posibilidad de que los judíos españoles que residían en Francia fueran enviados a Salónica, Constantinopla, Esmirna o algún punto de los Balcanes al entrar en el país. Finalmente, la idea fue desechada. El mismo estudio defiende que la cifra de judíos de todas las nacionalidades que lograron entrar por los Pirineos desde que se inició la operación Torch, en noviembre de 1942, hasta el desembarco de Normandía, en verano del 44, se sitúa entre 5.000 y 6.000. En junio de 1943, cuando el grupo de veinte polacos llegó al puesto fronterizo de Les, la cadencia de entrada era de uno o dos al día. Una cantidad que demuestra la dificultad de movimientos y los controles que sufrían estos en la Francia de Hitler.
Por eso, aunque la llegada a aquella España neutral suponía de alguna manera la salvación, Miguel Giner no se atrevió a actuar de otro modo. Tanto él, como los policías y los carabineros que le acompañaban, cumplieron con las órdenes y se quedaron más o menos tranquilos tras escuchar la promesa de que a sus visitantes —procedentes de una colonia de judíos polacos de Francia— no les iba a pasar nada. Una semana después, sin embargo, apareció el oficial de la Wehrmacht en la casa de Giner y comentó con toda tranquilidad: «¿Se acuerda de las personas que devolvió usted… pues los han fusilado en Toulouse». La misión del aduanero nazi era organizar las patrullas de los soldados por las montañas para controlar el tránsito de fugitivos en los Pirineos, los cuales eran a menudo ayudados por guías franceses.
«¡No devuelvo a nadie más!»
«Parece que lo estoy viviendo ahora —continúa—. Al escucharlo, mi padre subió al piso de arriba blanco como la cera. Se lo contó a mi madre. La contestación de ella, que era muy valiente, no la olvidaré en mi vida: “Miguel, tienes que hacer algo ya”. Y él respondió: “¡No devuelvo a nadie más!”». Según Vicente Giner, su padre fue después a ver a los policías y carabineros que estaban a su cargo, que también habían visto la escena en la aduana, para contarles lo que había revelado el oficial de la Wehrmacht.
Lo siguiente que hizo, sin saber como reaccionarían estos, fue comunicarles que él no iba a volver a ser cómplice de semejante barbarie, que no iba a detener a nadie que llegara huyendo por su frontera, a pesar de las órdenes dadas por el Gobierno de Franco. «Estos le escucharon y se convirtieron en cómplices también, mirando para otro lado cuando llegaron más judíos hasta esa frontera —explica—. Pero el que se merece un monumento de verdad es el pueblo de Les. Cuando sus vecinos se enteraron de que mi padre había tomado esa decisión, comenzaron a acoger a otros grupos de judíos que llegaban huyendo. Les ocultaban en sus propias casas, les daban de comer y, por la noche, les hacían pasar el puerto de la Bonaigua. Sabían que en el otro lado había gente que los ayudaba después a llegar a Barcelona, Portugal y Vigo».
Giner calcula que en los siguientes dos meses y medio, su padre dejó cruzar la frontera a entre 300 y 500 judíos que no fueron interceptados por los nazis en las montañas y que consiguieron llegar a su puesto fronterizo sin visado. «Hubo una especie de efecto llamada cuando se enteraron de que por allí se podía cruzar. Pasaban de forma regular grupos de quince o veinte. Yo escuché y vi a varios, siempre por la mañana temprano. Huían de los alemanes, se resguardaban por la noche en los montes y al amanecer bajaban hasta Les. De alguna manera, mi padre era considerado el cabecilla de todo, pero sin la colaboración del pueblo no hubiera podido hacer nada, porque si alguno de ellos hubiera hablado o se entera el oficial nazi, imagínate», explica, antes de puntualizar que, a pesar de ello, nunca se ha referido a su padre como un héroe: «No creo que fuera un acto de heroísmo, sino de humanidad. Mi padre no podía devolver a gente sabiendo ya con seguridad que los iban a asesinar. Y salvó a muchos de aquellos judíos a los que nunca volvió a ver y que nunca se lo agradecieron».
Desde aquel funesto día de junio de 1943 hasta la muerte de Miguel Giner (1970) y su esposa (1980), ni Vicente ni su hermana comentaron el episodio con sus padres ni una sola vez. «Jamás. Ni tampoco de la gente que salvó. No quiesieron hablarlo, era como un tema tabú. En primer lugar, porque se la jugaba con Franco vivo. Y en segundo, porque mis padres debieron temer que mi hermana y yo tuviéramos algún problema psicológico por ello, sabiendo que yo había estado jugando con los niños antes de que se los llevaran. Ten en cuenta que mi padre, sin saberlo, envió a la muerte a cerca de veinte personas. ¿Cómo crees que vivió con eso el resto de su vida?», pregunta.
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