David Solar
El periodista irlandés Cornelius Ryan escribió en 1959 «El día más largo», el más famoso relato sobre el desembarco de Normandía. Ryan utilizó ese título porque aquel 6 de junio de 1944 fue interminable para todos, para los aliados desembarcados en las playas de Normandía, que sufrieron no menos de 10.000 bajas y apenas se habían afianzado en la costa; para los alemanes que perdieron un millar de hombres y no veían la hora en que concluyera la agónica jornada para reorganizarse e, incluso, para recibir alimentos y munición; para el cuartel general de Dwight Eisenhower, que esperaba gran resistencia, pero menor de la que se les oponía; para el mariscal Erwin Rommel, que, regresando de Alemania, no veía la hora de llegar a su cuartel general y hacerse cargo de la grave situación de sus líneas. Para Berlín, donde Hitler pensaba que el desembarco era una maniobra de distracción y al final del día comenzó a tener dudas sobre que centenares de buques, millares de aviones y más de 100.000 hombres en las playas fuera un simple amago...
Sí, fue muy largo para todos. Y más que lo iba a ser porque la lucha por Normandía se prolongó 86 días, costó 650.000 bajas (más de 400.000 alemanas), se perdieron cerca de 20.000 aviones, tanques y cañones pesados (unos 6.500, alemanes). E, incluso, fue interminable para los franceses, cuyas ciudades litorales padecieron enormes daños y unos 40.000 muertos civiles.
La guerra se prolonga. Y fueron larguísimas las consecuencias. Cierto que los aliados liberaron París (19 de agosto) cuando aún se luchaba en Normandía, pero fracasaron los planes de Eisenhower para terminar la Segunda Guerra Mundial en 1944. Su victoria en Normandía había debilitado extraordinariamente a los alemanes, que, a la vez, estaban siendo aniquilados en el Este por los soviéticos (Operación Bagration). Por tanto, tenía todos los triunfos en la mano y, sin embargo, en vez de lanzarse hacia el corazón de Alemania, por imperativos políticos, diseminó sus fuerzas avanzando a lo largo de todo el frente, implicando en la lucha a todas las guarniciones alemanas a lo largo de 800 kilómetros, desde la frontera Suiza hasta Países Bajos, obligándose a un enorme desgaste humano y material y sufriendo continuos retrasos. Concesiones y tensiones.
La prolongación de las hostilidades en el oeste brindó a la URSS la ocupación de gran parte de Alemania y la ocupación de Berlín, asuntos de hondas repercusiones a lo largo de la Guerra Fría. Todavía hoy se desconoce la razón de que Eisenhower hiciera la concesión de Berlín a Stalin, ante la desesperación del «premier» británico Winston Churchill, que nada pudo hacer porque el general George Marshall aprobó la decisión de su subordinado. La explicación es que, quizás, fuera una concesión secreta del muy enfermo presidente Franklin D. Roosevelt al líder soviético en Yalta, como contrapartida de su apoyo en la fundación de la ONU.
Y no es que occidentales y soviéticos estuvieran a partir un piñón. Stalin cada vez exigía más medios de combate, más vehículos, más motores, más alimentos, más materias primas y más dinero, al tiempo que reprochaba a sus aliados capitalistas que no se implicasen más a fondo mientras la URSS se desangraba. La confrontación entre las occidentales y su aliado comunista ya estaba planteada a causa de la independencia y fronteras de Polonia, o respecto a Bulgaria, Hungría e Irán... Tan públicas eran las disensiones que la posible ruptura interaliada constituyó la esperanza nazi de evitar la derrota.
De Gaulle no perdona aquellas viejas diferencias, unidas a la herencia de la Guerra Fría y a los desaires sufridos por Moscú en las últimas décadas y a sus órdagos en asuntos como el de Ucrania, la península de Crimea o la guerra en Siria han alejado a los rusos de las celebraciones de este 75º aniversario. Y respecto a Normandía debe recordarse que tampoco entonces hubo mucha felicidad entre los occidentales. Mientras los Estados Mayores se afanaban en solucionar problemas, Charles de Gaulle, el fundador y líder de la Francia Libre, se empeñó en que sus fuerzas encabezaran el desembarco. No era un mero detalle porque las primeras oleadas del desembarco llevaban meses entrenándose al efecto, pero tanto insistió que Churchill recurrió a Roosevelt y el presidente norteamericano cortó las alas a «la Grandeur»:
–«La única Francia que yo conozco lleva colaborando con los nazis desde 1940».
De Gaulle no lo perdonó jamás, pese a que se le permitiera encabezar la entrada victoriosa en París, a que, gracias a que Churchill no quisiera vérselas a solas con Stalin en aquella Europa destruida y dividida, obtuviera plaza en la mesa de los vencedores en la capitulación alemana, un trocito en la ocupación de Alemania y un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU.
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