Jesús García Calero
Hace 200 años que el pintor las creó en la Quinta del Sordo. La historiadora Jesusa Vega reúne el conocimiento disponible sobre este fascinante conjunto en una serie de ensayos disponibles en la web de ABC.
En las fotos de la Quinta, los vaqueros luchaban en un campo de hierba en el que se desdibujaban sus pantorrillas. El restaurador modificó el paisaje y enterró sus piernas, entre otros cambios, como la segunda pupila del personaje o la flor.
Francisco de Goya estaba a punto de cumplir 73 años en febrero de 1819, cuando decidió abandonar el centro de Madrid. Dejó de vivir en Desengaño -esquina Valverde, no es una metáfora- para instalarse aquel agosto en una finca de las afueras, al otro lado del río, cerca del puente de Segovia. Había pasado la guerra, una humillante depuración para demostrar que no era un desleal afrancesado y todas las vicisitudes de una vuelta al orden desastrosa. Y aún le quedaba el exilio en Burdeos. Pero en aquel verano, hace ahora doscientos años justos, comienza a concebir y a pintar sobre los muros de esa nueva casa una de sus obras más singulares, mitificadas, incomprendidas, y también un conjunto misterioso, inaprensible y oscuro: las Pinturas Negras.
El bicentenario de ese momento estelar de nuestra Historia del Arte coincide con el del Museo del Prado, donde se muestran entre las obras más destacadas del pintor. Y la efeméride permite volver a hacernos algunas preguntas esenciales sobre Goya y su tiempo, para comprender mejor estas pinturas, que fueron arrancadas de la Quinta del Sordo de manera imperfecta para salvarlas. ¿Por qué las hizo? ¿Son realmente tan extrañas? ¿Tienen nuevas lecturas? ¿Conservan el valor original? La catedrática de Historia del Arte de la Universidad Autónoma de Madrid, Jesusa Vega, gran especialista en Goya y su época, nos ayuda a rememorar este relato surcado de tramas: todo lo que sabemos -y lo que desconocemos- sobre lasPinturas Negras forma un retrato extraño en el que podemos aún contemplarnos. Ella ha escrito los textos en que se basa este reportaje, todo un ejercicio de transferencia del conocimiento que puede visitarse en la web de ABC.
El tiempo también borra
En 1819, Goya está sordo, ve mal, se mueve con dificultad… Septuagenario, sabe que el tiempo, también, a su capricho, pinta desastres, guerras, carestías, desdibuja alegrías y de un brochazo enturbia discretas lealtades; hace desaparecer a queridos amigos que van muriendo. Sueños de la razón, exilios, colosos derrotados, todos se someten a las pinceladas del tiempo. Por eso, y a pesar de que Goya es uno de los ciudadanos más célebres de la capital («De los Reyes abajo, todo el mundo me conoce», le escribe a Zapater), rehúye la fama, busca tranquilidad, espacio donde pintar y sentir los pinceles y los años. En su silencio resuenan los fusilamientos del tiempo, respiran todavía los retratos, rondan vanidades inanes. Se apagan las voces de las majas de entonces, la edad ha añadido a todo una pátina de descreimiento. Y, sin embargo…
Estado de ánimo de Goya
Compra la casa con huerta en un momento de pesadumbre. Su esposa Josefa -Pepa- había fallecido en 1812 en el Madrid ocupado. Su hijo Javier y él hacen el reparto de la herencia, en el que un inventario nos informa de las obras que el pintor gustaba de tener cerca por entonces: entre ellas, el retrato de la también fallecida duquesa de Albavestida de maja, prueba de amistad; otro del diestro Pedro Romero, por el que sentía gran afición; doce bodegones de suculentas viandas pintadas casi como un sarcasmo en el Madrid desabastecido; doce cuadros con horrores de la guerra, y un Gigante que debe ser el Coloso. Al final de la guerra, las luchas de liberales y absolutistas hacen el ambiente irrespirable, envían a sus mejores amigos al exilio, como Moratín o Meléndez Valdés, en una ola que acabaría arrastrando al pintor hacia Burdeos poco tiempo después.
Durante la guerra siguió trabajando para la Real Casa -en ese intervalo del Rey José I- y atendiendo encargos por su fama de gran retratista. También pintó a su nieto y, calladamente, empezó a trabajar en los Desastres de la guerra, mientras dibuja con asiduidad, depurando una mirada moderna, en los Álbumes C y D. Pero desde 1818 ya no lo hará para particulares. Recuerda Jesusa Vega que la estampa Murió la verdad ilustra en términos alegóricos ese cainismo desatado al término de la guerra. Y revisita el tema del Coloso con el grabado del Gigante sentado, derrotado, en ese momento de «constatación de su progresivo aislamiento social y libertad individual».
Extraña vitalidad
Paradójicamente, también es un tiempo de añoranza, de apego a la familia, marcado por otras luces a las que Goya se aferra, como ese viejo que dibujará en Burdeos mientras camina con bastones titulado Aún aprendo. No todo es desilusión: cuando compra la Quinta del Sordo (llamada así por la sordera de su dueño anterior y no por la suya), aún está aprendiendo la nueva técnica de la litografía. Sorprende su vitalidad: la compra, la reforma, la mudanza, instalarse y ponerse con las Pinturas Negras. Sin duda, a finales de año todo eso pasa factura y el pintor cae gravemente enfermo. A punto está de morir de fiebres tifoideas (otra secuela de las privaciones de la guerra en la ciudad). Se salva por los cuidados del médico García Arrieta, junto al que se retrata, convaleciente, en un cuadro que para Vega es «un exvoto».
No tan raras
Cuenta Jesusa Vega que las Pinturas Negras son únicas, pero no tan raras como solemos pensar: «Son un ejemplo de cómo se decoraban las casas en el siglo XVIII, el uso de papel pintado y pinturas murales era habitual. Desde el punto de vista humano, son la expresión de un anciano que alcanzó las cotas más altas de la fama y la prosperidad y tuvo que hacer frente a la vejez en un mundo que ya no era el suyo, y eso nos devuelve a la realidad actual en la que, en muchos lugares del mundo, hay personas pasando por esta situación». Por más que Goya aplicase en estas obras todo su sentido de la libertad, se trata de una decoración acorde con su edad, sus vivencias y su tiempo.
Las casas tienen habitaciones más pequeñas pensadas para un uso específico. Además, hace tiempo que Goya trabajó como adornista, asombrando a todos cuando pintó dos majos para la chimenea de la casa de su amigo Zapater (que debían estar en la misma posición que la Leocadia o Manola de las Pinturas Negras). Tanta actividad, según Jesusa Vega, demuestra que Goya seguía la moda, algo que se aprecia incluso en su atuendo y los sombreros de los autorretratos.
La decoración incluye materiales como los papeles pintados, y el modo de vestir las paredes desde el zócalo a la cornisa. No era infrecuente incluir pinturas murales en las casas, junto a molduras y frisos de todo tipo. En las quintas campestres abundaba este tipo de decoración, pinturas enmarcadas con molduras fingidas, a veces copias al óleo de cuadros de los grandes maestros del pasado. «Que Goya adornara su casa era casi lo que había que esperar. De hecho consta que pintó sus creaciones sobre otras de tema campestre que estaban cuando se hizo con la propiedad», apunta Vega. Él mismo debió elegir el papel pintado.
Dónde estaban
Sobre la ubicación contamos con testimonios y documentos valiosos. El pintor Antonio Brugada, el estudioso Charles Yriarte y las fotografías de Jean Laurent son la mejor guía para imaginar la casa. Brugada nombra las pinturas con la denominación que Goya debió señalarle, dada su cercanía. En el piso de arriba, Átropos, Dos forasteros, Dos hombres, Dos mujeres, El santo Oficio, Asmodea, Un perro y Dos Brujas. Los cuadros, al igual que la sala destinada a recibir y estar, eran más luminosos. Goya reservó los más oscuros y tremendos para el comedor, en la planta baja: El gran cabrón, La Leocadia, Dos mujeres, Saturno, Dos viejos, Judithy Holofernes y La romería de San Isidro.
Valoradas
A pesar de la truculencia, Vega nos recuerda que no existe registro alguno de rechazo a la decoración tras la muerte de Goya, y no fueron cambiadas ni por Leocadia ni por Javier Goya, que hizo más obras de ampliación tras recibir la propiedad de su hijo. Allí siguieron hasta 1873.
Las pinturas -señala Jesusa Vega- «no estaban en las dependencias de la casa destinadas a la intimidad, sino al contrario, en las salas dedicadas a la sociabilidad. De modo que, siendo posiblemente pocas las visitas que tenía Goya, aquellos que iban a su casa verían las pinturas». La libertad expresiva sobre aquellos muros «es plena en la ejecución y composición de la obra, pero en cuanto a la figuración de los contenidos, no pienso que hubiera una plena libertad, pues son realmente muy herméticas, y no creo que el hermetismo venga dado solo porque es un diálogo de Goya consigo mismo; por allí me parece que hay algo de protección para que no fuera denunciado». Añade que no hay que olvidar que Goya vive en una sociedad enormemente represiva, «y el trienio constitucional fue un periodo de mayor libertad de pensamiento, pero muy inestable y con enorme inseguridad».
Paleta de 6 colores
El conjunto ha tenido un enorme impacto cultural en estos doscientos años. ¿Era consciente Goya? ¿Las pintó para la posteridad, para sí mismo? Hay voluntad de disfrute de una propiedad, pero también de transmisión (legó la casa a su nieto en vida). Nuestro pintor, por otro lado, ha estado presente en la formación de la Academia de San Fernando, y ha participado en debates sobre la libertad, el genio (concepto presente en la Enciclopedie) y el lugar de la imaginación. Todos esos segmentos -la imaginación especialmente- encuentran acomodo en los muros pintados de la Quinta. Las Pinturas Negrasmarcan como pocas obras la evolución del pintor, desde el colorismo optimista de los cartones para tapices, propios de un tiempo de razón y de progreso, hacia los dominios estéticos que imponen la mirada del hombre apesadumbrado por la devastación de la guerra y del tiempo, cuya cosmogonía tiñe la paleta de tonalidades oscuras y parcas: albayalde o blanco de plomo, negro carbón de madera de vid, bermellón de mercurio, azul de prusia, oropimente y amplia gama de tierras ocres, pigmentos que él mismo prepara. Aunque la esperanza no aparezca ni siquiera en las radiografías de las Pinturas Negras, no hay duda de que la posteridad no ha hecho sino poner en valor estas obras.
Arrancadas del muro
En 1873 compra la Quinta Frédéric Émile, barón d’Erlanger. Los muros de adobe amenazaban ruina y decidió salvarlas, otra muestra de aprecio, trasladándolas al lienzo. Los medios a su alcance y los usos de la época hicieron que en esa operación de arrancarlas de los muros se perdiera buena parte de su magnetismo, detalles, y partes enteras. Sea como fuere, el primer destino de las Pinturas Negras fue «el principal escenario del arte del momento»: la Exposición Universal de París de 1878. El barón d’Erlanger las puso a salvo en una operación que habría correspondido al Estado. En 1881, sin haber podido cerrar su venta, las donó y fueron inscritas en el Museo del Prado, pero allí comenzaron su vida enterradas en almacenes. No se expondrán juntas hasta 1898.
La restauración
Al rescate ciertamente accidentado porque el método empleado no extrajo del muro todo el material siguió la restauración de Salvador Martínez Cubells, un pintor laureado en las exposiciones nacionales de aquella época, con fama de personalista en sus recuperaciones. El barón se dirigió a él porque era el más cualificado y, con ayuda de sus dos hermanos, Enrique y Francisco, realizó la intervención por 42.500 pesetas. Tardó dos años y tuvo que realizar cambios y reintegraciones en amplias zonas, aunque con el tiempo se ha estudiado el alcance de su mano en algunos fragmentos que «reinventó». Jesusa Vega recuerda que las planchas de los Desastres también fueron retocadas en su primera edición. El amor al original no era costumbre, lamenta la historiadora.
Los trabajos de Carmen Garrido, Nigel Glendinning y, más recientemente, Carlos Foradada han permitido conocer algo más del original. Por ejemplo, en el Saturno devorando a sus hijos, el restaurador cambió el pene, que se debía mostrar erecto, con la luz sobre el prepucio, mostrando «un placer perverso» en su rito caníbal, según Glendinning. También señala que el enorme tamaño de El gran cabrón impidió arrancarlo debidamente de la pared y pasó de 144 x 585 a 140,5 x 435, otro formato.
El perro no se hundía
El perro no se hundía, sino que observaba dos pájaros detrás de una loma, pero la restauración perdió el paisaje, como borró la moldura en la que se apoyaba Leocadia (al estilo de los majos de Zapater). Sin duda, uno de los más impresionantes cambios es el de Duelo a garrotazos, ya que el restaurador enterró las piernas de los contendientes sin apreciar que las pantorrillas se les desdibujaban entre la hierba en el original. Pese a la fortuna de la temática cainita, Foradada lo pone en relación con otras obras: el paisaje de toros del original, lo mismo que el torso de los vaqueros, muestra vínculos evidentes con el Coloso.
Reinterpretación
Los cambios mutaron el sentido de algunos cuadros pero no su importancia. Vega concluye que las Pinturas Negras «son muy actuales porque son las que mejor expresan nuestra contemporaneidad: fragmentación, desconcierto, inseguridad, agresividad, tristeza y melancolía. En épocas pasadas fueron los cartones para tapices los que resultaban más apreciados, pero esa confianza en el progreso y la realidad de un mundo ordenado está lejos del pensamiento actual».
Desde el punto de vista museográfico, muestran «la fragilidad del patrimonio, las enormes pérdidas que hemos tenido y la necesidad de que el museo afronte un nuevo discurso para ellas. Ahora que se plantea recuperar el Salón de Reinos, podría plantearse, tal vez, recuperar la organización original de las Pinturas Negras». La idea es tentadora.
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