Israel Viana
Andrés Laguna, médico personal de personalidades como el emperador Carlos V, el Rey Felipe II y los Papas Paulo III y Julio II, pidió la unión política y cultural del continente ante una audiencia repleta de príncipes y nobles enfrentados en 1543.
Imagen de Andrés Laguna - ABCa
Casi quinientos años antes de que los gobiernos de Calvo Sotelo, primero, y de Felipe González, después, comenzaran las negociaciones para la adhesión de España a la Unión Europea, un médico segoviano ya había clamado ante un buen número de príncipes y nobles enfrentados por una Europa unida donde todos colaboraran, trabajaran y se movieran en paz. Muchos siglos antes, incluso, de que se que se firmara el Tratado de París de 1951 que dio origen años después a la UE.
Su nombre era Andrés Laguna (Segovia, 1510 - Guadalajara, 1559). Era un humanista que, por deseo de ampliar su horizonte intelectual y dejar tras de sí los prejuicios hispánicos acerca de la limpieza de sangre, permaneció casi toda su vida fuera de España. Se formó principalmente en París y viajó por Francia, Gran Bretaña, Países bajos, Alemania e Italia, mientras traducía obras clásicas y publicaba tratados. Estaba claro que su visión del continente era lo suficientemente amplia como para defender aquella primitiva «Unión Europea» que, según dijo, favorecería a todos. Parecida a la de ahora, pero medio milenio antes. Uno de los mayores expertos en Laguna, el influyente hispanista Marcel Bataillon (1895-1977), lo definió como un «español europeísimo» en el libro «Política y literatura en el doctor Laguna». «Fue un pacifista convencido y, sólo en ese sentido, puede considerársele como un precursor de la Europa política de hoy», explicaba.
Con 28 años, se encontraba todavía en España, moviéndose entre Alcalá de Henares, su Segovia natal y Toledo, donde atendió a la emperatriz Isabel de Portugal durante su agonía. A esa edad decidió cambiar su residencia por Londres, mudarse a Gante para tratar después al Emperador Carlos V y, en 1540, trasladarse a Metz como médico reputado tras haber tratado al Rey Felipe II y a los Papas Paulo III y Julio III. Allí estuvo ejerciendo durante cinco años, en los cuales realizó algunas escapadas a la ciudad de Colonia en el invierno de 1543, durante las cuales pronunció y editó su «Discurso sobre Europa».
La peste y Europa
Fue el 22 de enero, tras ser invitado por la Universidad de Colonia a pronunciar una lección magistral en su aula magna. La sala estaba abarrotada de príncipes y nobles en una época de grandes tensiones entre ellos. Años de fracturas políticas y religiosas y de guerras fratricidas interminables. Los meses antes de llegar a la ciudad se había dedicado a cuidar a los habitantes de Metz de la peste. Vivía el médico segoviano meses trágicos y no solo por ser testigo de esa terrible epidemia, sino porque un año antes de pronunciar su discurso, los príncipes cristianos habían vuelto a la lucha armada.
En 1542, Carlos V y Francisco I habían entrado en guerra tras romper la efímera tregua de Aigues Mortes que habían firmada cuatro años antes. El Emperador tenía ahora a Enrique VIII de Inglaterra como aliado, mientras que el Rey Francisco I de Francia se había unido a Solimán el Magnífico para ocupar Niza y otros territorios. A esto hay que sumar, el mismo año, la guerra entre los Países Bajos y Alemania a causa de la posesión del ducado de Güeldres, la cual había estallado entre el duque de Cleves y el Emperador. Y, además, el conflicto en Italia, que se había ido extendiendo en los últimos tiempos.
Este situación de enfrentamientos múltiples fue en el que Laguna ideó su concepción de aquella Europa triste, desagradable, en crisis y alzada en armas que había que subsanar con el horizonte de la unión de fondo. Como apunta Agustín Redondo, profesor de la Universidad Sorbonne Nouvelle de París, en «El Discurso sobre Europa del doctor Laguna, entre la amargura y la esperanza», «es verosímil que este contexto le empujara a reflexionar sobre el peligro que representaban tales situaciones de enfrentamiento, no solo para la cohesión del mundo cristiano, sino también para la vida social perturbada por los conflictos religiosos, los cuales podían desembocar en verdaderas guerras civiles».
A las 19.00 y con una capa negra
Este catedrático de Civilización y Literatura Españolas del Siglo de Oro se pregunta en el mismo artículo, igualmente, si fue el jurista Adolf Eicholtz, el mismo que le hospedó en su casa durante su estancia en Colonia, el que le empujó a pronunciar su discurso sobre Europa ante un auditorio escogido de príncipes y varones doctos, durante aquel momento de gran tensión en el Rin. Sea como fuera, Laguna apareció en el aula magna de la Universidad de Colonio para lanzar su idea del continente con una capa y un capirote negros. Eran las 19.00 horas del 22 de enero de 1543.
El médico segoviano había escogido aposta una hora en la que ya se hubiera hecho de noche. La sala estaba iluminada por antorchas negras y revestida con telas oscuras. El objetivo era escenificar el luto que para Laguna representaba la situación que vivía aquella Europa resquebrajada y azotada por los conflictos. Fue entonces cuando aquel hombre nacido en una familia de médicos conversos judíos pronunció su premonitorio discurso, publicado poco después con el título de «La Europa que miserablemente se atormenta y deplora sus desgracias». Un texto de unas treinta páginas en el que dibuja el panorama desolador de un continente que necesitaba la paz y el trabajo en pos del bien común y contra las amenazas exteriores, tal y como podían ser los turcos.
Ante la atenta mirada de los príncipes y nobles europeos, Laguna hizo un llamamiento a la concordia, instándoles a reforzar los lazos culturales que les unían y olvidar las diferencias ideológicas y religiosas que les separaban. Nuestro protagonista hizo hincapié sobre las consecuencias negativas que este distanciamiento provocaba sobre la vida de las personas y el comercio. «Las guerras roban al pueblo, abruman a los buenos, incitan a los malos a crímenes tétricos y horrendos, acaban con las artes liberales, estorban el cumplimiento de las leyes, impiden el comercio y, finalmente, conceden a muchos amplia impunidad y licencia para el adulterio, el asesinato, el latrocinio, el perjurio, el incendio, la devastación y toda clase de atropellos».
«¿Dónde está Belgrado?»
Andrés Laguna señaló también con énfasis a los príncipes lo terrible de aquel momento en el que nadie puede expresarse con alegría. Para ello, el médico contó, a modo de metáfora, cómo se le presentó una mujer llorosa, triste, pálida, trunca y mutilada, con los ojos hundidos, extremadamente macilenta y escuálida a la que identifica con Europa. «No veas qué ensangrentada, vil, sórdida, andrajosa y, finalmente, miserable está la que en otro tiempo vencía al mismo sol con sus resplandores», dijo a sus oyentes, para preguntarles después: «¿Puede, acaso, resultarme agradable la vida mientras contemplo las ruinas de mis ciudades, la desolación de mis campos, los templos incendiados, los altares destrozados, las matronas prostituidas, las doncellas violadas, los adolescentes raptados, la sangre derramada?». Y se lamenta a continuación de la pérdida de sus ciudades más importantes: «¿Dónde está ahora mi Adrianópolis? ¿Dónde está la hermana mayor, jamás suficientemente llorada, mi dulce Constantinopla? ¿Dónde está Belgrado? ¿Dónde la floreciente Rodas?».
El dramático final del discurso dejó atónitos a los presentes. Se trata de una llamada a que concluya una guerra en la que los soldados solo se distinguen por el color, rojo o blanco, de su cruz. Para ello realiza una estremecedora enumeración de las calamidades que afectan a sus hijos, que son de toda edad y condición: «Tened compasión de esta Europa que se derrumba. Si no os conmueve mi luto, si no os dulcifica mi llanto, si no os suaviza mi lastimosa ruina, que nos mueva el gemido de vuestro misérrimo pueblo, de cuya sangre están rebosantes mis senos. Conmuevan vuestras entrañas los prolongados suspiros de las viudas que dondequiera andan llorando por sus maridos. Conmuévanlas los niños errantes de un lado para otro, cuyos dulces padres decoró una amarga espada. Conmuévanlas muchos padres piadosos que gimen privados de sus hijos».
El «Discurso sobre Europa» circuló por toda Europa a mediados del siglo XVI y todavía hoy sigue sorprendiendo a muchos autores por su validez. Es el caso de José Antonio Sacristán, que, en su obra «Andrés Laguna, un científico español del siglo XVI», nos muestra al humanista como uno de los primeros intelectuales que fue capaz de mirar a Europa y clamar por su unidad hace más de 500 años. Un hombre que vio al continente no solo como un único territorio, sino también como un ente cultural y político construido sobre la tradición helénica clásica y el cristianismo.
A pesar de ello, tanto el episodio como su protagonista siguen siendo en la actualidad muy desconocidos. Y eso que su nombre aparece escondido en las páginas del Quijote de Cervantes. A Laguna solo se le recuerda con una estatua en una plaza de Segovia, cuya cabeza fue arrancada por unos vándalos en 1999. Y su figura fue homenajeada en 2013 con una lección magistral en la Universidad de Alcalá de Henares, de la que el humanista fue profesor en la primera mitad del siglo XVI.
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