lunes, 24 de junio de 2019

Abderramán III y la memoria histórica de Al Andalus

LA RAZÓN CULTURA
David Hernández De La Fuente

La retirada del busto del Califa enciende el debate sobre la utilización política de la Historia.


ABDERRAMÁN III fue el gran Califa de Córdoba y reinó durante casi medio siglo como el más poderoso gobernante de la península ibérica.


La reciente retirada del busto de Abd al-Rahman III (o Abderramán) de la plaza de Aragón del municipio de Cadrete a instancias de un nuevo partido político es un capítulo más de la desdichada manipulación de la historia en nuestros tiempos recientes por parte de nacionalismos y populismos de diverso pelaje: recuerden episodios emblemáticos, por hablar solo de nuestro país, entre estatuas y calles, a cuenta del almirante Cervera, del Príncipe de Viana o de Antonio Machado, o las delirantes teorías del pseudohistórico Institut Nova Història. En pos de un esencialismo fácil que proporcione coordenadas ideológicas para un sectarismo político simplificador muy propio de nuestro siglo XXI –pero con raíces que remontan al romanticismo y nacionalismo del XIX–, estas acciones se empeñan en amoldar realidades de siglos pasados a clichés populistas que no muestran sino un profundo desconocimiento de nuestra historia. No es que la llamada «memoria histórica» se limite a nuestra historia reciente, sino que estos nuevos «reinventores» de la historia, de izquierda o de derecha, van saltando de los romanos a los suevos, de la «long late antiquity» visigótica o protoislámica a Colón o a los Decretos de Nueva Planta. Lo hacen con tanta agilidad como descaro y todo con el propósito de polarizar los grupos de opinión política, fidelizar un electorado con opciones cada vez más simplificadas, manipular y, lo más grave, enfrentar a grupos de población con un encono supuestamente basado en agravios históricos. Hay que leer la historia con cuidado: cuando se la quiere borrar de esta –como se hizo con Trostki en las fotos estalinistas– a Abderramán III en Cadrete, se incurre en el riesgo de «borrar» la propia localidad, que tiene sus orígenes en la fortaleza que este primer califa independiente andalusí fundó en 935 sobre una pequeña estructura ya existente en el marco de su política de pacificación de las marcas y centralización de su poder. Retocar la foto puede destruir la historia. Por suerte, para criticar o enmendar estas manipulaciones y reinvenciones del legado islámico de España, contamos con buenos especialistas y con empresas científicas de gran alcance. Un ejemplo es el proyecto de investigación «Espacios Virtuales de la Alteridad» financiado por el Programa Atracción de Talento de la Comunidad de Madrid y con sede en la Universidad Complutense. Su directora, Marisa Bueno Sánchez, que nos ha proporcionado las claves de esta «deconstrucción» de Abderramán III, regresó a España tras pasar unos años en Francia gracias a este programa de retorno de investigadores. Ella publicó el año pasado un artículo en «Le Figaro» en el que mostraba una interesante crítica de las visiones simplificadoras de la presencia del islam en la historia de la península ibérica reposicionando el concepto de «Reconquista»; y otra investigadora del EHESS, la francesa Adeline Rucquoi, también ha contribuido en el debate de las esencias patrias en el mismo medio. Este es el trasfondo que subyace al episodio de Cadrete y que sigue rondando nuestra historia: cómo abordar la presencia del islam en España.

Crisis de identidad
Para Marisa Bueno, el problema del análisis del periodo andalusí en la historia de España ha sido su exclusión del relato histórico, no como una fase más de la misma –tras la conquista romana, la ocupación visigoda y antes de la restauración neogoticista–, sino entendiéndose como un fenómeno externo a las esencias hispánicas sobre todo desde el siglo XIX, ante la grave crisis de identidad que genera la perdida de las colonias. El debate generado por Menéndez Pelayo, Sánchez Albornoz y de Américo Castro, y actualizado desde los 70 con Pierre Guichard, y obras posteriores que han puesto al-Andalus en el centro del debate, como los trabajos de Eduardo Manzano (CSIC). Pero hay que desterrar las simplificaciones de los procesos históricos para el uso de una historia nacionalista o de una ideología política determinada. Ni Al- Andalus fue el paraíso del entendimiento de las tres culturas que pintan unos, ni fue el yugo de la opresión de los cristianos y la anti-España que pintan otros. Al-Andalus no era un mundo unitario, sino dividido en múltiples facciones étnicas y geográficas que impidieron la paz hasta que en el 939 Abderramán III consigue hacerse con el Califato y establecer una relativa, porque a principios del siglo XI comenzará la desintegración del mundo Omeya-amirí. En el proyecto de investigación que desarrolla Bueno en la Complutense una de las líneas de trabajo se centra en el estudio transdisciplinar del cambio cultural derivado de los procesos de islamización en la península y en la configuración política y social de los Reinos Cristianos, estudiando las minorías y la construcción del «Otro». El análisis de las transformaciones de los espacios de culto –las iglesias cristianas bajo el dominio andalusí–, contrastando las fuentes arqueológicas y las escritas, permite aclarar las disimetrías de los enfoques sensacionalistas, protegiendo los legados históricos de nuestro país y evitando la «reinvención» de tradiciones con motivos políticos. Es fundamental la idea de alteridad para entender lo que ocurrió en el medievo hispánico. Un ejemplo que muestra la investigación es la forma en que coexistieron los tres credos durante largo tiempo en Al-Andalus. Para ello no conviene usar la etiqueta de «convivencia», acuñada por Américo Castro, y de la que se ha abusado para definir periodos supuestamente armónicos tanto en época Omeya como bajo Alfonso X el Sabio.
LEJOS DEL NACIONALISMO
Otro tanto ocurre con la imagen del islam civilizador y reintroductor en Europa del legado científico-aristotélico. Por un lado, la Europa cristiana no era una Europa iletrada y conocía bien los textos filosóficos y científicos resemantizados a través de la literatura cristiana tardoantigua para sus propios fines. Pero, por otro, sería un craso error cargar las tintas en lo negativo y renunciar –o «borrar»– de nuestra historia no solo a Abderramán, sino la labor crucial de la filosofía y la ciencia de Al-Andalus, con Averroes como una de las claves, también en el proceso de recepción de Aristóteles en Europa (pese a tesis «eurocéntricas» como la de Sylvain Gouguenheim), y de un nuevo discurso filosófico y racional frente a la tradición anterior. La polémica con Abderramán, en fin, pone dos cosas sobre la mesa: una dirigida a la opinión pública, que debe rechazar estos abusos aberrantes de la historia, tanto por los ultranacionalistas periféricos como por los centrales, tanto por parte de la izquierda como por la derecha. Que se deje la historia a los historiadores y no se quiera construir, reconstruir o salvar la nación a golpe de pseudohistoria. La otra para la comunidad académica, que sigue teorizando sobre el legado islámico de España pero no logra transmitirlo al gran público. Un trabajo tan necesario como el de Bueno debe tener visibilidad para poder crear la correcta cadena de trasmisión entre investigación y sociedad. Proyectos sobre la interacción con «el otro» en el mundo hispánico medieval como el que se trabaja en la Complutense o acciones de la Unión Europea pueden equilibrar los efectos sensacionalistas que este nuevo e impenitente populismo paneuropeo está teniendo sobre la sociedad. La investigación en humanidades no debe quedar dentro de las universidades sino ser difundida para trasmitir una visión ponderada del legado andalusí acorde con las circunstancias históricas y alejada de todo nacionalismo esencialista.

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