César Cervera
Resulta casi imposible distinguir la realidad de la ficción en la vida de este caballero de Vivar que, desterrado dos veces por el Rey de León, no dudó en servir en las filas musulmanas y fundar un señorío independiente en Valencia.
La Jura de Santa Gadea (1887), de Armando Menocal, recrea un episodio legendario.
A principios del siglo XX, el erudito Joaquín Costa pidió a los españoles echar «siete llaves sobre la tumba del Cid», como si guardar algo en una caja fuerte sirviera para que, por arte de magia, dejara de existir. Estos días, la figura histórica y literaria de este caballero medieval del siglo XI ha vuelto a la actualidad con la exposición por primera vez del códice del «Cantar de Mio Cid» por parte de la Biblioteca Nacional de España (BNE).
Pero, ni con llave ni con las hazañas heroicas del Cantar se alcanza a saber quién fue realmente El Cid. Ramón Menéndez Pidal, que estudió a fondo a este personaje histórico, defendía que lo que fue el castellano era aún más interesante que su imagen literaria, adornada por los laureles de la epopeya.
Frente a autores como el jesuita catalán Madeu del siglo XVIII que dudaron incluso de su existencia, el consenso general entre historiadores hoy es que sí es demostrable su historicidad, si bien lo complejo es distinguir lo verdadero de lo falso en una biografía «frankenstein», reconstruida basándose en fuentes diversas y opuestas. La historiografía árabe lo describe como un bandido sin patria ni ley, mientras que la cristiana lo hace como un héroe casi sobrenatural. Según estos últimos, el Cid fue espejo de caballeros, guerrero invicto, fiel y leal vasallo de un rey y señor ingrato: «Dios, que buen vasallo, si oviese buen señor», dice de él el Poema de Mio Cid.
Criado en la corte castellana
Como explica Emilio Cabrera Muñoz en el capítulo dedicado a El Cid en «Historia de España de la Edad Media» (Ariel, 2011), «Rodrigo Díaz fue un hombre de su tiempo, con las virtudes y los defectos propios de un siglo duro y turbulento como fue el siglo XI». De él se desconoce cosas tan básicas como la fecha de su nacimiento, pero parece probable que vino al mundo en Vivar, junto a Burgos, hacia 1043. Rodrigo, hijo de Diego Lainez, un noble de frontera, se educó en las artes militares y también en las letras (en aspectos jurídicos y políticos) junto el infante Sancho, el futuro Sancho II, al que asistió en su breve reinado. No entró en estas altas esferas cortesanas porque su familia paterna estuviera entre los grandes de Castilla, sino más bien por la alcurnia de la familia materna: el abuelo materno del Cid, Rodrigo Álvarez, fue tenente nada menos que de cinco importantes alfoces.
Hasta la muerte de Sancho II, Don Rodrigo, compañero de armas y amigo del Rey, llegó a ejercer como alférez y abanderado de sus huestes. Según el «Carmen Campidoctoris», el título de Campeador le fue atribuido a Rodrigo con ocasión de su victoria en combate singular sobre un guerrero navarro hacia el año 1067, aunque otras versiones apuntan a que fue por matar a un sarraceno de Medinaceli. Ambas versiones, en cualquier caso, dan cuenta de que se le estimaba ya por entonces un gran guerrero.
Sobre el motivo de su emblemática enemistad con el siguiente monarca, Alfonso VI, no resulta convincente que fuera, como dicen los cantares, porque el caballero castellano acusara al rey de matar a su hermano, sino por una cuestión menos literaria. No existe documentación alguna sobre la jura de Santa Gadea, de invención juglaresca, donde el caballero castellano habría obligado al soberano a jurar en público que no había tomado parte en el asesinato de su hermano, una humillación que, según la ficción, el monarca jamás perdonó.
Al contrario, los testimonios históricos apuntan que Alfonso VI no solo aceptó el vasallaje de Rodrigo Díaz, sino que fue admitido en el nuevo reinado en el círculo mucho íntimo y reducido de los fideles del Rey. Como prueba del aprecio que le conservaba Alfonso, es que le garantizó un matrimonio con una dama asturiana, Jimena Díaz, hija del Conde de Asturias y hermana de otros tres condes, esto es, perteneciente a uno de los linajes más elevados del reino.
No fue hasta más tarde que señor y vasallo se enemistaron por motivos que no resultan excepcionales en la época. Según la «Historia Roderici» (biografía escrita tan sólo algún decenio tras la muerte del héroe), en 1079 Don Rodrigo fue enviado a Sevilla a cobrar las parias (el tributo) al soberano de este reino taifa. Allí, el castellano mantuvo un grave choque con el Conde García Ordóñez por defender a al-Mutámid, vasallo también de Alfonso VI. No obstante, la versión del conde prevaleció en la corte y predispuso al Rey contra El Cid.
¿Mercenario o mozárabe?
En el año 1081, el Rey Alfonso de León se encontraba batallando por tierras toledanas sin Rodrigo, quien justificó su ausencia alegando estar enfermo, cuando los musulmanes atacaron por sorpresa Gormaz (Soria) obteniendo un importante botín. Sin esperar órdenes del Rey, Rodrigo reunió su ejército y penetró en el reino toledano buscando a los culpables.
Esta actuación militar inoportuna realizada por El Cid en Toledo, ciudad de la que retornó trayendo consigo hasta 7.000 cautivos entre hombres y mujeres, interfirió en los planes de Alfonso para anexionar este territorio sin necesidad de violencia. A modo de castigo, el Monarca decretó el destierro del caballero, lo que no conllevó la pérdida de los bienes personales ni afectó a los familiares próximos del desterrado
Se esperaba, dentro de los ideales caballerescos, que El Cid se ganara con sus futuras gestas el perdón regio sirviendo a causas militares que, al menos, no fueran directamente en contra de los intereses del Rey leonés. El hecho de que, tras no ser bien acogido por los Condes Ramón Berenguer II y Berenguer Ramón II, pusiera su espada a disposición de la corte musulmana de Zaragoza ha servido a muchos historiadores para sostener que Don Rodrigo era un «personaje mozárabe», tan próximo al Islam como al Cristianismo.
En este sentido, hay que recordar la complejidad del tablero político que le tocó vivir y los juegos de tronos que llevaron a los caballeros medievales a cambiar de bando a golpe de monedas y mercedes. No se puede acusar a Rodrigo de filomusulmán por tomar partido a favor delRey de Zaragoza, sin acusar de lo mismo también a varios dirigentes cristianos, como el Rey de Aragón o el Conde de Barcelona, que lucharon junto al Rey musulmán de Lérida en este mismo conflicto.
Cerca del castillo de Almenar, 20 kilómetros al norte de Lérida, el Campeador se enfrentó en batalla campal con el Rey de Lérida, a cuyo lado se encuentran el Conde de Barcelona, el Conde de Cerdaña, el hermano del conde de Urgel y los gobernantes de los condados de Besalú, del Ampurdán, del Rosellón y aún de Carcasona. A pesar de estar en inferioridad numérica, El Cid y sus tropas pusieron en fuga a todo el ejército rival. Don Rodrigo fue acogido por la población musulmana de Zaragoza como un héroe imbatible a cuenta de su victoria y su lealtad.
Tras la derrota en la batalla de Sagrajas (1086) frente a los almorávides de Yusuf ibn Tasufin, el Rey Alfonso VI volvió a admitir al caballero castellano en su corte a cambio de que todas las tierras que pudiera conquistar en el Levante pasaran a su propiedad, aunque bajo la soberanía del Monarca. Con ayuda de su viejo aliado el Rey de Zaragoza, el ahora general de Alfonso VI logró avanzar por Valencia y espantar de la zona al Conde de Barcelona, que también anhelaba conquistar la ciudad del Turia.
Sin embargo, una vez más los dimes y diretes enturbiaron las relaciones entre Rey y vasallo, de modo que se produjo un segundo destierro debido a que El Cid acudió tarde a la llamada de Alfonso para defender el castillo de Aledo (Murcia) frente a los almorávides, un grupo de fanáticos religiosos que habían desembarcado en la Península tras la caída de Toledo.
La conquista de Valencia
Declarado traidor por Alfonso, el Campeador no volvió a servir nunca más a ningún otro príncipe taifa ni esperó a volver a ganarse el respeto del Rey. El resto de acercamientos con el Monarca leonés fracasaron casi antes de empezar. El segundo destierro arrojó al Cid y a su ejército privado a continuar conquistado tierras en el Levante, pero en esta ocasión para tallarse allí un señorío independiente a costa de las taifas musulmanes y de las incursiones hacia el sur del Conde de Barcelona. Catalán y castellano se enfrentaron en combate un día de junio de 1090, batalla en la que Don Rodrigo fue derribado del caballo pero, al final, devino en una estrepitosa derrota para Berenguer II, que cayó prisionero con otros 5.000 guerreros más.
Valiéndose de su incuestionable talento militar, el caballero castellano logró que una red de territorios y alacides musulmanes le pagaran tributo. La culminación a aquella racha de victorias llegó de la mano de la conquista de Valencia en 1094.
Conquistar la ciudad del Turia fue uno de los episodios más difíciles de la llamada Reconquista, pero más lo fue mantener aquel islote cristiano rodeado de aliados musulmanes y del avance torrencial de los almorávides por la Península. El emir almorávide envió contra Rodrigo varios ejércitos que chocaron, sin grandes avances, contra las murallas de Valencia. En la tercera acometida, los musulmanes sufrieron la conocida como derrota de Bairén, a cinco kilómetros al norte de Gandía, en enero de 1097. En esta ocasión al lado del Cid luchó el infante aragonés, el futuro Pedro I, quedando aniquilado el ejército almorávide.
La desgracia a nivel personal llegó pocos meses después, el 15 de agosto, la muerte en combate del joven Diego Rodríguez, el único hijo varón del Cid, luchando junto a Alfonso VI en los campos de Consuegra (Toledo).
En lo más alto de su poder, el 10 de julio de 1099, cinco días antes de la toma de Jerusalén por los cruzados, falleció el héroe castellano por excelencia a causa de muerte natural, lo que dejó en manos de Doña Jimena y de sus dos hijas el señorío y sus huestes. Lo que no era poca cosa. En el año 1101, los almorávides conquistaron la plaza tras un largo asedio que duró más de seis meses, a pesar de que Alfonso VIacudió en auxilio del estratégico señorío.
Doña Jimena se llevó consigo los restos mortales de Rodrigo, que fueron depositados en el Monasterio de San Pedro de Cardeña, junto a Burgos.
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