F. Javier Herrero
Las memorias de Enrique Meneses Puertas sobre la guerra en el Protectorado de Marruecos vuelven a ver la luz 97 años después.
El general Dámaso Berenguer, alto comisario del protectorado de Marruecos, visita con otros oficiales militares la posición de Monte Arruit, en octubre de 1921. Entre los restos de los soldados muertos, se tapa el rostro con un pañuelo para evitar el hedor. EFE
En el transcurso de 20 días, desde el 21 de julio al 9 de agosto de 1921, se produjo la peor derrota de la historia militar española. Tuvo lugar en Annual, un campamento a 125 kilómetros al oeste de Melilla. No se trató de un combate propiamente dicho. Fue una desbandada de todo un ejército sediento que huía para salvar la vida, hostigado por las guerrillas de las cabilas rifeñas dirigidas por Abd el-Krim. Más de 10.000 jóvenes murieron entre los profundos barrancos y los yermos pedregales del Rif. Después de sufrir horribles tormentos, sus restos fueron pasto de los cuervos y los chacales. Cuatro meses después, sus huesos blanqueaban todo el territorio circundante a Melilla.
Durante esos convulsos años, en una sociedad española impactada por la tragedia en Marruecos, se produjo un aluvión de publicaciones relativas al desastre. Entre ellas, La cruz de Monte Arruit, de Enrique Meneses Puertas. Este relato se publicó en 1922, y no ha vuelto a ver la luz hasta ahora, 97 años después, gracias a la labor de búsqueda de Ediciones del Viento y su editor, Eduardo Riestra. “Siempre he tenido una relación muy cercana con Enrique Meneses hijo [el mítico fotoperiodista de la segunda mitad del siglo XX]”, señala Riestra al describir su encuentro con la obra. “Él había perdido el libro en uno de sus muchos viajes. Me habló de una entrevista que le hizo a Abd el-Krim en El Cairo en 1954, en la que este le enseñó un ejemplar que no le quiso regalar”. “Tras años de búsqueda en catálogos de libreros de viejo e Internet”, prosigue el editor, “finalmente encontré uno y lo compré. Lo leí, me quedé asombrado y decidí publicarlo”.
El joven Meneses, —que pertenece a una familia de la alta burguesía archiconocida por su empresa, Plata Meneses— siente que lleva una vida gris, inútil, aburrida. Se va un año de vacaciones a París y la costa vascofrancesa. Los días pasan entre jazz- bands, fiestas hasta pasado el amanecer con aristócratas y millonarios, alcohol… Sin embargo, las noticias del desastre en Marruecos llegan a París. El general Silvestre ha muerto con todo su estado mayor en Annual. Los guerrilleros bereberes están a las puertas de Melilla y la columna del general Navarro aún resiste con 3.000 hombres en Monte Arruit. El autor decide apuntarse voluntario: “Mi vida ociosa, lastimada de no hacer nada, con el alma llena de cansancio, tendrá en qué emplearse dignamente”.
Es el peor momento y el peor lugar posibles, y todos —familia y amigos— tratan de disuadirlo. “Enrique tiene un plan aventurero. Necesita emociones fuertes. Viene de una familia monárquica y tiene convicciones religiosas y patrióticas profundas, pero también es un tipo valiente”, apunta Riestra. Más adelante, cuando Meneses logre su ingreso en el grupo militar de Regulares y ocupe la vanguardia en las acciones de armas, afirma: “Me sentí satisfechísimo; aquello era distinto. Así se podía vivir, buscar la muerte; pero sintiéndose más suelto, más libre”.
Enrique Meneses, con su esposa, Carmen Miniaty, el día de su boda.
Meneses iba a la búsqueda de aventura y la encontró. Tanta que por muy poco no lo cuenta a causa de una herida de bala en la cabeza. Logró sobrevivir y quiso plasmar su experiencia en La cruz de Monte Arruit porque no solo vio hazañas heroicas. Conoció el comportamiento cobarde de jefes y oficiales, como los que en Zeluan, tratando de escapar de las gumías de los rifeños, “con vendas puestas sobre falsas heridas quitaban de las ambulancias a los heridos de verdad”. Soportó tácticas militares erróneas que insistían en emplear “el mismo sistema fatal de avanzar sin tener medianamente aseguradas las posiciones" que dejaban en su retaguardia.
Ascendido a sargento, Meneses tuvo que desfilar ante políticos que iban a Marruecos “para almorzar con el general”. Políticos que, sin detenerse a conocer el estado de la tropa, “en sus lujosos automóviles regresan esa misma noche a sus lugares confortables”. “No es posible jugar así con la vida de los hombres”, refiere desengañado. “Meneses sabe que por la vía reglamentaria su queja no va a llegar a ninguna parte. Este libro es una denuncia de la situación del Ejército español en Marruecos”, señala Riestra. Después de ayudar a enterrar a miles de cadáveres insepultos en Monte Arruit, tras comprobar que las hazañas brillantes, las cargas de caballería que relataban los periódicos a diario eran falsas, Meneses no pudo callar: “¡Yo tengo que acusar, tengo que vengar…!”.
EL PROTECTORADO, CARCOMIDO POR LA CORRUPCIÓN
El Expediente Picasso, el informe resultado de la comisión de investigación del desastre de Annual, aludía a los “negocios particulares de los militares”, la incuria que emponzoñaba el día a día en el Protectorado de Marruecos. “Lo que hace Annual es destapar todo ese pozo de corrupción. Mientras en el frente morían los soldados, los generales en la retaguardia se tomaban sus whiskies”, reprueba Eduardo Riestra, editor de Ediciones del Viento.
El enchufismo oficial, otra lacra que denuncia Meneses, evita que se asigne un puesto al alcance del plomo enemigo y pudre la convivencia entre la soldadesca. Es lo que se practica con los cuotas, "hijos de padres muy influyentes que hacían valiosos regalos a los regimientos a los que pertenecían sus vástagos", relata Meneses, con lo que conseguían una tarea tranquila en Melilla. Con el pago de 2.000 pesetas de la época, se aseguraban el regreso a casa. "¿De manera que por 2.000 pesetas se puede perder o salvar la vida de un hijo...?", se indigna el autor, que apostilla: "¿Qué padres habrá que no sepan ganar, incluso robar, para salvar la vida de un hijo?".
Meneses describe las penurias de los soldados: ”Sus uniformes son una verdadera vergüenza y porquería; su calzado lo mismo; su nutrición, buena los días que llega un gran personaje a visitarlos y prueba el rancho”. Las tropas pasan el invierno con una manta apenas y en tiendas de lona agujereadas. “¿Dónde están esos célebres barracones que constantemente anuncian los periódicos que en breve quedarán instalados?”, denuncia el autor. La ausencia de pabellones para las curas de urgencia, con personal médico y equipos quirúrgicos en puntos avanzados cerca del frente, condenaban a una muerte casi segura a muchos. Los heridos tenían que ser transportados “como buenamente se podía hasta los camiones-ambulancia, y estos esperaban a estar llenos para marchar a Melilla entre tumbos y en una atmósfera pestilente”.
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