miércoles, 8 de marzo de 2017

Hablemos otra vez de igualdad, pero hagamos alguna vez algo de verdad

EL HUFFINGTON POST
Juana María Gil Ruiz

ISTOCK

El tiempo pasa veloz y otra vez nos encontramos celebrando el 8 de marzo, día internacional de las mujeres (omitimos lo de trabajadoras por obviedad), y reflexionando sobre si realmente la situación de éstas, en tanto que mitad de la población, ha cambiado sustancialmente en estas últimas décadas o si todavía persiste un importante nivel de desigualdad que cuestiona los valores del sistema democrático. Los datos hablan por sí solos -apenas se eche un vistazo al contexto sociolaboral- y ponen de manifiesto que las constantes denunciadas por la Teoría jurídica-política feminista insisten y persisten.
Las mejoras legales no han traído consigo mejoras para las mujeres, sino una peligrosa apariencia de igualitarismo y un reloj hipotecado que obliga a las mujeres a tener que decidir –no haciendo uso de su libre albedrío– si dedicarse a la función doméstica, si participar en el mer­cado laboral o, las más atrevidas, si hacerse un hueco en el mundo de la política. Compatibilizar todo es casi una "misión imposible", frente al uso del tiempo de los varones, libre de ataduras y reconocido en las estadísticas oficiales. Si el tiempo de trabajo no remunerado se realiza mayoritariamente en el hogar y su volumen se está comenzando a estimar tímidamente y con bastantes limitacio­nes -a partir de encuestas y estudios-, el tiempo de trabajo remunerado, que es el reconocido, se considera desde una amplia cobertura estadística. En este senti­do, las mujeres españolas engrosan las listas de población inactiva ya que no trabajan por dedicarse a las labores del hogar travestidas bajo el título de "amor de casa" –y entenderse que no producen bie­nes o servicios para la comunidad-, frente al número de varones activos y ocupados que duplican al de mujeres.
Asimismo, buena parte de las mujeres productivas se ven obligadas a de­sertar del ámbito público laboral, al no poder compatibilizarlo con el trabajo doméstico cada vez más cargado por las nuevas circunstancias sociocultura­les (incremento de la tercera y cuarta edad por inversión de la pirámide demográfica) y carecer de medios y recursos económicos y temporales. En estas circunstancias, pensar en promoción laboral de las mujeres es, entre otras razones, prácticamente quimérico en tan­to que se ven abocadas a la renuncia profesional, en mayor o menor medida, durante los años de reproducción, y a ocuparse de la tareas preasignadas de atención y cuidado de los otros –menores, enfermos y ancianos en segundo grado de con­sanguinidad y/o afinidad–, ahora también por ley.
Un Estado que siga impulsando el trabajo solapado y silencioso de las mujeres en el hogar y no arbitre medidas institucionales de apoyo a la conciliación no puede tildarse, en ningún caso, de Estado Social y Democrático de Derecho.
Las condiciones, pues, previas al desempeño de tareas profesionales no son las mismas entre hombres y mujeres. De hecho, la desigual distribución de las responsabilidades domésticas sigue constituyendo unas de las principales barreras microsociales que la mujer encuentra para ser activa en el mundo laboral, ya que dicha desigualdad determina que la mujer tenga una menor disponibilidad de la energía física, mental y afectiva para dedicar a su empleo y profesión, además de cierto grado de desequilibrio mental (ya conocemos los síndromes psiquiátricos de moda (porque no pasan): la superwomanla abuela esclava...). Y el empresario, y digo bien, en masculino, lo sabe: el 30% de los hombres empresarios prefiere contratar a un varón en su empresa, al tiempo que el 57,6% piensa que existen perfiles profesionales más adecuados y propios de hombres y otros de mujeres. Quizás por esta razón, el 60% de las mujeres que trabajan a tiempo parcial lo hacen, no por mor de la voluntas, sino porque no ha podido encontrar trabajo en jornada completa; y en segundo término, porque debe ocuparse del cuidado de personas dependientes (menores y/o personas adultas enfermas, incapacitadas, en segundo grado de consanguinidad y/o afinidad).
Y los datos vuelven a resultar reveladores: la diferencia de trabajo realizado por las mujeres en España, pero que no es reconocido porque no es remunerado –eso que gusta llamarse "labores del hogar o amor de casa"- se calcula en 91 días al año. Y la propia inercia me incita a seguir sumando. Si a los 91 días de trabajo extra dentro del hogar, le sumo los 88 días que se calculan –según datos de la Encuesta Anual de Estructura Salarial -éstas trabajan de más que sus compañeros varones para conseguir cobrar lo mismo (24% de brecha salarial)-, me sale un total de 179 días gratis de trabajo al año. Ciertamente, quién puede desaprovechar el chollo de beneficiarse del trabajo de las mujeres –autoestimuladas, además de ser, paradojas de la vida, el recurso humano más preparado hoy por hoy en España-. Dicho esto, es de entender pues, que éstas cobren casi un 40% menos de pensión que los hombres; y que engrosen las listas de pensiones no contributivas (el 70% de quienes la reciben son mujeres). Es lo que tiene señoras, el no trabajar.
Y es que... quizás es el momento de aparcar las palabras y ponerse a hacer para dejar de hablar. Reflexionar sobre un modelo igualitario que permita conciliar la vida personal, profe­sional y familiar de las personas implica reconocer el enorme y fructífero tra­bajo que las mujeres realizan dentro del hogar, con la consiguiente valoración en lo que a consecución de bienestar se refiere; y significa tenerlo muy presente en el momento de arbitrar medidas institucionales, con el fin de no adjudicar –y legitimar– éstas y otras tareas nuevamente sobre las espaldas de las mujeres. De no hacerlo así, el Estado contribuirá al mantenimiento del sistema patriar­cal; creará ilusiones ópticas de igualdad; asignará las funciones domésticas se­gún sexo; y contribuirá, con su aportación institucional, a la generación y man­tenimiento de la violencia estructural contra las mujeres: si las mujeres no participan es porque no quieren. Y es aquí donde el Estado se erige como gran maltratador.
Un Estado que siga impulsando el trabajo solapado y silencioso de las mujeres en el hogar; que no reconozca el valor social de la maternidad; que no arbitre medidas institucionales de apoyo a la conciliación, mirando fijamen­te a los ojos de las mujeres; que siga sin intervenir en los procesos de socializa­ción diferencial; que quiera cubrir objetivos sociales reduciendo como sea y a costa de quien sea el gasto público; que se legitime con una legislación aparen­temente tuitiva e igualitaria; que potencie el abandono del desarrollo profesio­nal de más de la mitad de la ciudadanía... no puede tildarse, en ningún caso, de Social y Democrático de Derecho, tal y como reza el artículo 1.1 de nuestra Constitución española. Y estos adjetivos son más que meras palabras que vie­nen a embellecer nuestro texto legal, sino que obligan de manera imperativa, y cuyo cambio -o apenas matización- generaría la modificación de la Ley de leyes según el mecanismo arbitrado por el art. 168 de la Constitución. De no activar medidas efectivas que permitan el desarrollo fáctico de la igualdad y la participación de la ciudadanía en la vida social, cultural, económica y política del pueblo (art. 9.2 de la Cons­titución), será el Estado quien aplique violencia contra las mujeres –por omisión-, no permi­tiendo el desarrollo pleno y libre de su autonomía personal. Y es que... pese a quien pese, cuando hablamos de mujeres, hablamos de ciudadanía.

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