martes, 4 de septiembre de 2018

Bebiendo esta sangre yo te hago: fascista. 4º ESO

JOT DOWN
Martín Sacristán
Un hombre enciende una vela frente al retrato de Corneliu Zelea Codreanu, Bucarest, 2008. Fotografía: Bogdan Cristel / Cordon


Pocos movimientos fueron más pintorescos que los fascismos del siglo XX. Personas vistiéndose todas iguales para perder la uniformidad, con camisas pardas, azules, negras, verdes. Representando símbolos como las esvásticas, los yugos y flechas, las cruces, en ropa y monumentos, en todas partes. Y, unido a todo eso, unas ceremonias de admisión que eran espectaculares ritos de paso. Pocas alcanzaron a la de la Guardia de Hierro rumana. Sus acólitos tenían que beber la sangre de las venas de sus compañeros, tal vez porque uno de sus principales líderes había nacido en Transilvania, no muy lejos de la ciudad de origen de Vlad Tepes, héroe nacional en su país, y vampiro inspirador de Drácula en el resto del mundo.
Hoy casi cualquier persona tiene claro lo que es el fascismo: un insulto. Antes de eso fue una ideología política basada en mitos, defensora de la pureza genética, ultranacionalista y populista. A todas esas premisas, que la Guardia de Hierro cumplía, su fundador Corneliu Zelea Codreanu añadió un misticismo ultrarreligioso plagado de supersticiones. Empezando por su más firme creencia, la de que los espíritus de los muertos caminaban entre los vivos. En su Manual del jefe, el libro de cabecera de los fascistas rumanos, explicaba que las guerras las vencen los líderes capaces de atraer las fuerzas misteriosas del mundo invisible. No es una simple metáfora, explica, porque según él son los espíritus de los antepasados rumanos, los que murieron luchando en defensa de la patria, los que caminan diariamente entre nosotros, ayudando a los nietos y bisnietos. Si el fascista sabe conjurar esas fuerzas, dice, «lanzarán el pánico y el terror entre los enemigos, paralizarán su actividad».
Es difícil no acordarse de los espectros de Juego de tronos, surgidos de los cadáveres dejados por los caminantes blancos en la obra de George R. R. Martin. O de los Muertos del Sagrario, ejército de espíritus perjuros convocado por Aragorn en El señor de los anillos, de Tolkien. La coincidencia no es casual, porque la tradición narrativa rumana es muy rica en esa concepción terrorífica del mundo de los muertos. Muy influido por su cultura natal, Codreanu mezcló su fascismo con extraños ritos y con grandes dosis de beatería. Su movimiento rebasó la política desde su mismo principio para adquirir características místicas. Lo que pedía a sus legionarios, que es como denominaba a sus militantes, era que se ejercitaran en el ayuno, la pobreza, la oración y la obediencia. Petición no muy distinta a la que se hace a los sacerdotes católicos cuando profesan. Y es que su aspiración principal no era establecer un modelo de Estado ni una política estatal totalitaria. Por encima de eso lo que debían conseguir los legionarios era que todos los rumanos resucitaran a la derecha de Dios Padre. O, dicho de otro modo, que alcanzaran el paraíso. Primero ellos, y luego todas las naciones de la Tierra en el nombre de Jesucristo. Lo conseguirían a través de la guerra y la muerte, como en todos los movimientos fascistas, y con el exterminio de judíos. Porque antes incluso de que el III Reich pusiera en marcha su solución final, el general rumano Zizi Cantacuzino, directo colaborador de Codreanu, aseguró que el único modo de resolver el problema judío era matarlos a todos.
Aquellas propuestas no resultaron muy atractivas para sus compatriotas. La Legión de Miguel Arcángel, nombre del partido, consiguió pocos adeptos y escasa influencia política. El ascenso de HitlerMussolini fue un empujón, pero solo para rebañar un 3% de los votos en las elecciones generales. Codreanu cayó entonces en la cuenta de que era el medio rural, y no las ciudades, el territorio ideal para el reclutamiento de adeptos. Especialmente si lo hacía mediante una ceremonia con tintes vampíricos. Después de una misa, los nuevos afiliados tenían que beber la sangre de los cortes practicados en los brazos de los miembros veteranos. A continuación, cortándose a sí mismos, estaban obligados a firmar sus votos de disciplina, trabajo, silencio, educación, mutua ayuda y sentido del honor, usando su propia sangre como tinta. Por si hubiera sido poco, los veteranos aprovechaban los cortes de los que habían bebido los demás para verter su fluido vital en una copa, hasta llenarla, y brindar después colectivamente, dando pequeños sorbos. Como símbolo de unidad en la vida y la muerte.
Corneliu Zelea Codreanu en un acto de la Guardia de Hierro, Bucarest, 1937.
Si Codreanu acudía al acto, la representación no acababa ahí. El líder se presentaba ante los nuevos legionarios, pero no de cualquier manera. Hombre alto y atractivo, muchos le habían señalado cierto parecido con la entonces estrella del cine en blanco y negro Tyrone Power. Consciente de ello, y de la fascinación que ejercían esos actores sobre el público, había estudiado a Power y a otras estrellas de Hollywood, copiando sus gestos y sus dramáticas apariciones en escena. Siempre llegaba vestido con el traje tradicional rumano, precisamente porque era un atuendo de gala muy implantado en las localidades a las que acudía. Blanca e inmaculada, esa vestimenta consiste en una holgada camisa, que queda suelta sobre unos pantalones del mismo color, a juego con el chaleco. Solo unos toques de color decoran chaleco y el cinturón, en su caso relacionados con el verde y negro del emblema de su partido. Así vestido, se aparecía sobre un caballo blanco ante todos sus nuevos adeptos y recientes bebedores de sangre, recibiendo la aclamación colectiva propia de un líder fascista. ¿O la de un jefe de vampiros? Para la imaginación de los campesinos rumanos que asistían a aquellas escenificaciones el comportamiento de Codreanu y la bebida de sangre era algo que identificaban con el sagrado poder de los espíritus poderosos. Tanto es así que con este sistema la Guardia de Hierro pasó de tener apenas tres mil afiliados a doscientos ochenta mil.
El siguiente paso de Codreanu fue formar la Guardia de Hierro, el nombre con el que se alude a su partido hasta el día de hoy. Consistía en una milicia que integraban hombres de entre dieciocho y treinta años, y que acabó convertida en una agrupación de células revolucionarias y terroristas, distribuidas por todo el país. Además de cometer muchos otros crímenes, asesinaron al primer ministro Ion Duca, del partido neoliberal, que acababa de ganar las elecciones con el 51% de los votos. Lo había hecho mediante coerciones y compra de votos, temiendo el ascenso de la Guardia, única fuerza política capaz de hacerle sombra. Por eso una de sus primeras medidas fue ilegalizarla, siendo asesinado en represalia. La ilegalización, que no llegó a derogarse, no pudo impedir que el líder refundase su movimiento bajo otros nombres y siguiera ganando adeptos. Tampoco llegó a ser procesado. Así que el rey Carol II, que acababa de hacerse una Constitución a la medida para acaparar el poder, decidió eliminarlo de forma definitiva.
Codreanu fue detenido, juzgado por sedición y condenado a diez años de trabajos forzados. Después, junto a otros catorce líderes fue sacado de la prisión con la excusa de un traslado, para ser ejecutado en secreto. Sus cuerpos fueron disueltos en ácido, y los restos enterrados bajo una pesada capa de hormigón. Pero Carol II ordenó además que la operación se realizara la noche de San Andrés, el 30 de noviembre, tanto para que no hubiera testigos, como para que los legionarios recibieran el mensaje implícito de que los muertos no habían protegido a sus líderes. Lo que el fundador prometía en su Manual del jefe. Y es que, según la tradición rumana, todavía vigente a principios del siglo XX, esa noche los espíritus, los lobos y los vampiros cobraban una fuerza mayor a la del resto del año. Podrían atrapar y hacer daño a cualquiera que encontrasen en la calle, así que la población se encerraba en sus casas, cuidando de poner ajos en puertas y ventanas. No hubo testigos, y sí miedo entre los mismos que creyeron ver en Codreanu un nuevo héroe nacional, un Vlad Drakulea.
El monarca era un modelo de corrupción y despotismo, y por actuaciones como esta acabó en el exilio. Entonces el poder efectivo pasó a manos del general Ion Antonescu, quien además de implantar una dictadura dio al partido fascista la oportunidad de gobernar por primera vez. Horia Sima era su nuevo líder, y la Guardia de Hierro recibió el encargo de formar los ministerios de Educación, Trabajo, Sanidad y Protección Social, Obras Públicas y Asuntos Exteriores. E inadvertidamente también el de Interior, porque el militar nombrado ministro era un legionario de la Guardia en la sombra. Rumanía se denominó Estado Nacional Legionario. Y el resultado fue nefasto, tanto a nivel político como de gestión. Apenas cuatro meses después de haberlos llamado al Gobierno, Antonescu, apoyado por Hitler, decidió apartarlos del poder. Los legionarios se rebelaron provocando una breve revolución que pretendía ser un golpe de Estado y que terminó en fracaso. Horia Sima tuvo que negociar los términos de su rendición con los alemanes. Nueve mil legionarios fueron detenidos y seis mil encarcelados, además de los muchos que murieron en las revueltas. Cientos de ellos fueron ejecutados sumariamente, colgando sus cuerpos, a modo de ejemplo, de las farolas de Bucarest, y de otras principales ciudades, con su fascista camisa verde bien visible. Un aviso a caminantes.
Horia Sima, Bucarest, 1940.
Aquel enero de 1941 la Guardia de Hierro iba a desaparecer también de otro país, España, tan repentinamente como había llegado. Desde el final de la Guerra Civil la prensa franquista se había mostrado entusiasta partidaria de Rumanía. Los diarios Ya, Arriba y ABC dedicaban no menos de dos artículos a la semana a un país hasta entonces desconocido para los españoles. Los ministros y autoridades rumanas, a su vez, se mostraban solidarias con la «España victoriosa de Franco» y aseguraban que las dos naciones compartían una ideología política semejante. Arriba, que era falangista, y Ya, cristiano, se deshacían en elogios hacia la Guardia de Hierro, hacia su ideología tan religiosa, y hacia su fundador Codreanu al que llamaban mártir. Todo eso fue cortado de raíz cuando Antonescu, ayudado por los nazis, purgó el partido de Horia Sima. La censura franquista prohibió cualquier referencia a la Guardia de Hierro, y después, cuando el dictador rumano fue depuesto por los soviéticos, también a Rumanía. Fin del idilio. Pero un fin solo momentáneo.
Los nazis se habían llevado a Horia Sima al campo de concentración de Buchenwald, aunque vivía con un estatus privilegiado, en absoluto parecido al de los que eran quemados en los hornos. De hecho le consideraban una reserva estratégica que usaron en 1944, cuando ya estaban perdiendo la guerra. Le liberaron entonces, a él y a otros legionarios, para formar en Viena un Gobierno Nacional Rumano en el exilio con la esperanza de que fomentara un levantamiento de legionarios en su país, ahora bajo la órbita de la Unión Soviética. Obviamente fue inútil y, una vez que Berlín cayó, Sima fue declarado criminal de guerra nazi. Había sido responsable de ordenar, bajo su gobierno, el asesinato de varios líderes políticos, entre ellos sesenta y cuatro presos de la cárcel de Jilava. Estuvo huyendo durante un año con documentación falsa, cruzando Europa desde Viena hasta entrar a España, que le acogió. Hubo un inicial regocijo por su llegada entre los falangistas, que recordaban las trescientas cincuenta y una noticias publicadas en su prensa sobre la Guardia y sobre Rumanía, pero duró poco. Cuando Franco firmó los Pactos de Madrid de 1953, por los que recibía la ayuda económica de Estados Unidos a cambio de permitir la instalación de bases de la OTAN, el régimen abandonó las referencias al fascismo alejando del Gobierno a sus últimos líderes. El mismo Franco comenzó a vestir de traje civil, y no volvió a ponerse el uniforme falangista. Sima quedó apartado.
Pero el líder transilvano continuó residiendo en Madrid, intentando organizar una oposición al comunismo y viajando periódicamente al extranjero para reagrupar a los legionarios. En los últimos años de la dictadura fue un firme apoyo de Blas Piñar, primero en su editorial Fuerza Nueva S. A. y luego en el partido político del mismo nombre, de ideología fascista. De hecho, esta agrupación política impulsó en 1970 la creación de un monumento en Majadahonda dedicado a los rumanos de la Guardia de Hierro que vinieron a combatir junto a Franco. Solo eran ocho y no hicieron gran cosa, salvo aparecer en el frente de Madrid y retirarse a su país cuando un obús republicano acabó con la vida de dos de ellos, Ion Mota y Vasile Marin. En su regreso a Rumanía fueron homenajeados como héroes, y ese acto fue un impulso más para el partido fascista rumano. En España el franquismo conservó como agradecimiento una cruz y varias banderas españolas, una con el emblema de la Guardia de Hierro, en el lugar en que murieron, la carretera de Boadilla del Monte a Majadahonda, en Madrid. El partido de Blas Piñar añadió a aquello una especie de arco del triunfo de hormigón, intentando con ello encontrar adeptos y votos entre los franquistas más recalcitrantes. En 2015, en cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica, el Ayuntamiento de Majadahonda aprobó su demolición. Pero le fue imposible, porque de pronto los terrenos pertenecían a una asociación dedicada a la memoria de los legionarios rumanos, que estaba al corriente del pago de impuestos.
El final de Horia Sima, como no podía ser menos, está rodeado de un cierto misterio, muy de cuento de vampiros. En los noventa aún viajaba por todo el mundo intentando reorganizar y mantener la Guardia de Hierro. Y lo hacía además con documentación falsa, porque todavía estaba reclamado como criminal de guerra nazi, delitos que no prescriben. El 24 de mayo de 1993 se hallaba alojado en casa del también legionario Filip Paunescu, dentista en Untermeitingen, Alemania. Teóricamente, esa noche falleció, según unos porque se le paró el marcapasos, y según otros a raíz de una inyección anestésica suministrada por el dentista Paunescu. La defunción por vejez o accidente fue admitida, pero ¿qué fue del cadáver? Se decía que lo habían llevado a Rumanía, enterrándolo allí. Blas Piñar había contribuido desde España al equívoco, asegurando que no supo más de Sima hasta que fue llamado por un juez en Madrid. Junto al escritor Luis Jerez Riesco tenía que prestar testimonio ante una comisión rogatoria de la justicia rumana para identificar las fotos de su cadáver. No olvidemos que el líder de la Guardia de Hierro viajaba con documentación falsa, y que posiblemente su país natal quisiera cerrar su expediente como criminal nazi. Si es que estaba muerto. Piñar y Riesco lo identificaron, y se hizo una ceremonia fascista de tributo en su honor. Sima cayó en el olvido, hasta que en 2015 la periodista Montserrat Palau y el político de ERC Josep Bargalló encontraron su tumba en Torredembarra, Tarragona. Según sus investigaciones, unos legionarios rumanos en el exilio que vivían allí la ofrecieron para su fallecido líder. Pero la lápida no tiene nombre, y no hay seguridad completa de que esté allí dentro, ni queda muy claro cómo viajó el cadáver desde Alemania a Madrid, y luego hasta Tarragona. Dado el carácter místico y supersticioso de aquel fascismo rumano que abanderaba, ni siquiera podemos asegurar que no siga entre nosotros, buscando adeptos a los que reclamar su sangre.
Ceremonia en recuerdo de Corneliu Zelea Codreanu, Bucarest, 2008. Fotografía: Bogdan Cristel / Cordon.

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