Félix Gil Feito
Un grupo de tanquistas durante la guerra
- Tras el cerco de Stalingrado, alemanes y rusos protagonizaron, hace 75 años, la gran batalla de tanques. Después, el Ejército Rojo puso rumbo a Berlín.
- Documentos rusos desclasificados han ayudado al historiador Dennis E. Showalter a dar el peso que se merece aquel gran choque de aceros.
- La batalla de Kursk fue el punto de inflexión crítico en el frente Oriental a la contienda entre las huestes de Hitler y Stalin.
El 5 de julio de 1943, con el rugir de los motores de los carros de combate y el paso firme de la infantería, daba inicio la batalla de tanques (unos 8.000) más grande de todos los tiempos. En un saliente de 160 kilómetros con epicentro en la ciudad de Kursk, a unos 640 kilómetros al sur de Moscú, se dieron cita los colosales ejércitos de Hitler y Stalin para dirimir quién iba a ostentar la hegemonía militar y estratégica desde ese momento o, lo que es lo mismo, si Hitler iba, por fin, a iniciar la retirada definitiva hacia el Gran Reich alemán.
Tras la debacle alemana en Stalingrado del invierno de 1942-1943, la Wehrmacht (fuerzas armadas unificadas de la Alemania nazi) se encontraba en una situación muy comprometida a causa de la pérdida de la iniciativa militar y, sobre todo, por el golpe moral que supuso la destrucción del hasta entonces invencible 6º Ejército de Paulus. Desde el inicio de la operación Barbarroja en junio de 1941, el alto mando era consciente de que un frente con una extensión tan amplia sería imposible de abastecer en el plano logístico y, también, en el humano. Por ello se tornaba fundamental planificar campañas cortas en las que el Ejército Rojo fuera aniquilado; una suerte de la Blitzkrieg llevada a cabo en Polonia o Francia pero a una escala mayor. Sin embargo, los alemanes subestimaron por completo a sus oponentes y, con el paso de los meses, vieron cómo los soviéticos se reorganizaban y ponían sus vastos recursos industriales y humanos al servicio de lo que llamaronla Gran Guerra Patria.
Ante esto, la nueva estrategia de Hitler se centró en provocar un gran enfrentamiento, una batalla total, que fuera capaz de inclinar la balanza de su lado. El lugar elegido para ello fue en primer término Stalingrado y, tras la derrota, Kursk. Al contrario que la batalla por la ciudad del Volga, el gran choque de tanques de Kursk, cuyo nombre en clave para los alemanes era operación Ciudadela, se resolvería en semanas y desequilibraría de forma decisiva la guerra en el Este.
En este contexto de «batalla definitiva», los alemanes partían en franca desventaja, ya no sólo porque los soviéticos conocían la planificación de Ciudadela con anticipación gracias a la ayuda de los británicos, que lograron descifrar los movimientos alemanes en torno al saliente, sino porque el Ejército Rojo, casi por primera vez en toda la guerra, había alcanzado un nivel de organización superior al alemán y además contaba con una ventaja numérica en hombres y material en una proporción de 2,5 a 1. Por tanto, los alemanes debían fiar sus posibilidades de éxito al impacto que su fuerza acorazada pudiera ejercer durante los primeros días, algo que finalmente no ocurrió. Esto desembocó en una batalla de desgaste, prácticamente la única modalidad de combate a la que los alemanes no estaban habituados.
Una guerra de élites
En Kursk se enfrentaron las élites de los dos ejércitos. Ninguno de los dos contendientes eran los viejos enemigos del verano de 1941. Habían tenido casi dos años para aprender de sus errores tras innumerables enfrentamientos, desde Smolensk hasta Stalingrado, pasando por Járkov o Sebastopol. Sin embargo, Ciudadela supuso un nuevo escenario de combate, relativamente pequeño y atestado de medios humanos y materiales, que obligó a los combatientes a desarrollar un tipo de lucha sin cuartel y de desgaste, una lucha táctica agotadora, y a llevar hasta su punto más alto el esfuerzo y el empuje de unas tropas agotadas y condicionadas por un número de bajas muy elevado. Fue precisamente en este punto donde se decidió todo: los soviéticos tenían todas las posibilidades de ganar cualquier batalla a partir de 1943 si así se lo proponían debido a sus casi ilimitados recursos materiales y reemplazos.
Kursk se desatacó por su terrible dureza, las complicadas condiciones del terreno, el calor insoportable y la absoluta extenuación de los combatientes. La batalla fue un infierno de sangre y acero para todas las unidades que participaron en ella, pero los tanquistas, protagonistas de excepción, sufrieron especialmente la dureza de ésta. Un veterano soviético del 10º Cuerpo de Tanques escribía tras la batalla que «cuando un proyectil antiblindaje perforaba el tanque, el combustible o el aceite del motor se derrama y una cascada de chispas hacía que todo ardiera. Dios no permita que un ser vivo tenga que presenciar a una persona herida retorciéndose mientras se quema viva».
Lo trascendental de esta batalla ha provocado la aparición de grandes mitos alrededor de la misma. A nivel militar y estratégico, no cabe duda de que la victoria soviética supuso un punto de inflexión en la guerra germano-soviética.Kursk fue la última gran ofensiva desde el punto de vista operativo del Ejército alemán en el Frente Oriental. El Ejército Rojo había madurado mucho durante los dos años de guerra y había logrado desarrollar una potencia de combate superior a la de los alemanes, que, ya muy desgastados, sólo podían diseñar una estrategia defensiva que retrasara lo inevitable: el avance hacia Berlín.
Otro de los mitos que giran en torno a esta gran batalla es el que afirma que Kursk supuso el final definitivo de los ejércitos alemanes en el Este. La Wehrmacht ni se desangró ni tampoco se deshonró tras la batalla. Las cifras de bajas alemanas oscilan alrededor de los 54.000 hombres entre desaparecidos, prisioneros y muertos, mientras que las soviéticas se fijan en unas 320.000. En lo que a medios mecanizados se refiere, los archivos alemanes sitúan la cantidad de pérdidas entre 1.600 y 2.000 unidades entre carros, artillería de asalto y otros vehículos.
Por tanto, estas cantidades indican que el impacto de la batalla no supuso tanto una pérdida irremediable de hombres y material para los alemanes, sino más bien el inicio de la hegemonía soviética en el campo de batalla y un cambio manifiesto en el rumbo de la guerra. La moral alemana quedaba profundamente dañada y su capacidad de combate futura cuestionada. Después de Kursk, ya nada volvería a ser igual en la guerra en el Este.
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