Israel Viana
Solo pasaron cuatro días desde que el dictador rumano se dirigía a la multitud desde el balcón del Palacio Presidencial de Bucarest prometiendo un aumento del salario mínimo y su ejecución.
Reconstrucción de fusilamiento de Ceaucescu y su esposa Elena.
Resulta sorprendente que solo pasaran cuatro días entre las dos escenas. La primera, el 21 de diciembre de 1989. Nicolae Ceaucescu aparece asomado en el balcón del Palacio Presidencial de Bucarest. Viste un abrigo negro y le acompañan su esposa Elena, sus guardaespaldas y varios dirigentes del Partido Comunista Rumano. Abajo, en la plaza central, la multitud le arropa con pancartas, banderas rojas y grandes fotografías en su honor. Se acerca al micrófono y dice: «Esta mañana hemos decidido que, durante el próximo año, aumentaremos el salario mínimo». La segunda escena es del 25 de diciembre: los cadáveres del dictador y su mujer aparecen tirados en el suelo, en medio de un charco de sangre, junto a una pared, segundos después de haber sido acribillados. Tienen los ojos abiertos, sin vida.
Cuatro días en los que Rumanía cerró de un portazo una larga etapa en la que su población había sido oprimida, explotada, masacrada y matada de hambre «por la dictadura más feroz que ha conocido Europa desde, probablemente, la de Stalin», señalaba ABC. «Queridos camaradas y amigos, ciudadanos de Bucarest, capital de la Rumanía socialista. Permítanme enviar mis sinceros saludos revolucionarios a todos los que participan en esta gran demostración», comienza diciendo el dirigente. El momento exacto en el que se representa el desmoronamiento del régimen tiene lugar en el minuto 2,41 del siguiente vídeo, cuando comienza a escucharse el murmullo de desaprobación ante las primeras promesas del presidente de la República. Con Ceaucescu, asombrado y contrariado, pidiendo una y otra vez a la gente permanezca en sus asientos y no se marche para poder continuar su discurso. Tras 22 años de duro régimen comunista, el pueblo acababa de perder el miedo.
El muro de Berlín había caído menos de dos meses antes y Ceaucescu aún no había tenido tiempo para asumir la realidad del desmoronamiento del bloque socialista en Europa. El dictador rumano caminaba hacia su muerte sin comprender que el mundo se transformaba. Aquel último discurso era la fiel representación de la pérdida del poder, con los silbidos extendiéndose entre la multitud congregada en la plaza central de Bucarest, mientras prometía una ridícula subida del salario mínimo, subsidios para más de cuatro millones de niños o el aumento de las pensiones. Ya era demasiado tarde.
Ceaucescu llevaba viviendo su particular sueño desde 1967 y ahora despertaba abruptamente. Se había ganado la confianza del pueblo rumano cuando, un año después, se opuso a la entrada de las tropas soviéticas en Checoslovaquia y amenazó con el uso de la fuerza si la URSS se atrevía a invadir el país. Muchos líderes mundiales ensalzaron su figura y le recibieron con honores de Estado, pero la realidad no era tan bonita. Poco después asumió su papel de dictador implacable e implantó un estado policial de corte estalinista. Alimentó la corrupción y el nepotismo, monopolizó los cargos más importantes en torno a su familia y vivió en la más absoluta opulencia mientras el pueblo se moría de hambre.
Como en otros países vecinos, una buena parte de la sociedad rumana estaba hastiada del gobierno del «conducator» a finales de 1989. Así se había hecho llamar en los años 80 para rendir culto a su persona. Su política económica, así como el plan de austeridad draconiano con el que se quiso liquidar la deuda nacional lo antes posible, habían incrementado la pobreza de Rumanía hasta límites insospechados, mientras la familia Ceaucescu acumulaba una de las fortunas más grandes de Europa.
El 16 de diciembre había estallado la primera protesta en Timisoara, que continuó al día siguiente con la ocupación por parte de los manifestantes de la sede del Comité del Distrito del Partido Comunista Rumano (PCR) y la destrucción de documentos oficiales, propaganda política, textos escritos por Ceaucescu y otros símbolos del régimen socialista. El mandatario ordenó disparar contra la población civil y provocó una masacre. Pero, lejos de aplacar la ira del pueblo, convirtió a la ciudad rumana en un polvorín: muertes, peleas, automóviles incendiados, tanques enfrentándose a civiles y voluntarios organizados en retenes para cazar a francotiradores.
«Detener la construcción del socialismo»
La revuelta se extendió rápidamente a otras zonas del país y llegó a la capital, causando miles de muertos en lo que fue uno de los sucesos más graves de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. El Frente de Salvación Nacional, como se llamó al Gobierno que sustituyó a Ceaucescu, informó después que los combates registrados desde el inicio de la revuelta popular se habían cobrado entre 60.000 y 80.000 víctimas.
El objetivo del discurso del 21 de diciembre de 1989 no era otro que celebrar una multitudinaria manifestación de adhesión al régimen, con la televisión retransmitiendo en directo, para condenar las protestas de Timisoara. «Parece cada vez más claro que hay una acción conjunta de círculos que quieren destruir la integridad de Rumanía y detener la construcción del socialismo. Su objetivo es poner de nuevo a nuestro pueblo bajo la dominación extranjera. Tenemos que defender con todas nuestras fuerzas la integridad e independencia del país», declaró el dictador ante los tímidos aplausos de la primera línea de asistentes. Estos habían sido traídos desde las fábricas, a punta de pistola, para escuchar proclamas como «mejor morir en la batalla, lleno de gloria, que ser una vez más esclavos en nuestra propia tierra» o «debemos luchar para vivir libres».
Pero Ceaucescu había malinterpretado el espíritu de los restantes manifestantes, que se habían congregado en la plaza central de Bucarest para abuchearle. La imagen del dictador y su esposa Elena tratando de calmar a los asistentes, pidiéndoles que permanecieran en sus asientos para poder continuar con su discurso, resultaba ciertamente caricaturesca. Sobre todo, después del anuncio de los irrisorios incrementos del salario mínimo y las pensiones.
El último error de Ceaucescu
La reacción de su «amado» pueblo fue tal que su guardia personal le recomendó que se ocultara en el interior del edificio, al tiempo que la señal de televisión era sustituida por anuncios ensalzando las bondades del socialismo. Sin embargo, la mayor parte de la población ya se había percatado de que algo extraño ocurría en Bucarest y no dudó en lanzarse a las calles de las principales ciudades para gritar «¡muerte al dictador!» y «¡abajo el gobierno!».
Ceaucescu aún tuvo tiempo de cometer un último error, quizá el más fatídico de todos: no huir de inmediato. Tenía la convicción de que la represión de las revueltas que había ordenado terminaría por apaciguar los ánimos. Cuando su esposa Elena fue informada al día siguiente de nuevas manifestaciones de grupos opositores, esta vez trabajadores de las zonas industriales de la ciudad que se dirigían al centro de Bucarest, ordenó: «Mátenlos a todos y échenlos a fosas comunes. Que no quede vivo ni uno, ¡ni siquiera uno!». Y cuando se convenció de que aquello no era posible, el presidente ordenó a su piloto personal que consiguiera dos helicópteros con personal de seguridad para escapar.
Demasiado tarde. Cuando éste dio las órdenes, Ceaucescu alcanzó a escuchar la respuesta del oficial en el auricular, que sonó casi como una sentencia de muerte: «Señor Presidente, hay una revolución aquí afuera. Usted está solo. ¡Buena suerte!». Tuvo que echar entonces mano de un vehículo y huir hasta refugiarse con su esposa en un instituto a las afueras de la capital. En las calles, el Ejército había dejado de obedecerle.
«¿Cómo permites que te hablen de ese modo?»
Nicolae y Elena fueron detenidos pocas horas después, mientras los principales responsables del aparato de Gobierno y sus militares eran ejecutados. Ellos no iban a correr mejor suerte. El día de Navidad fueron juzgados y condenados a muerte, sin que el dictador pareciera darse cuenta de que su hora había llegado. «Sólo contestaré al Parlamento del pueblo y vosotros tendréis que responder», gritaba encolerizado, mientras daba órdenes al tribunal, insultaba al juez («usted no sabe leer ni escribir») y replicaba a su mujer: «¿Cómo permites que te hablen de ese modo?». «Usted siempre ha declamado actuar y hablar en nombre del pueblo, ser amado por el pueblo, pero solo ha hecho al pueblo esclavo de una tiranía durante todo este tiempo», le replicó el fiscal.
El matrimonio más poderoso de Rumanía era atado de manos y conducido directamente al paredón. Cuentan que fueron muchos los voluntarios que se presentaron para apretar el gatillo y, cuando ya habían sido ejecutados, las manifestaciones continuaron en Bucarest pidiendo que fueran mostradas por televisión las cadáveres. Hasta que no lo vieran, no se lo creerían. Aquellas imágenes, que dieron rápidamente la vuelta al mundo, ocupan un lugar destacado en la historia del siglo XX.
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