Juan Eslava Galán
Juan Martínez, que dejó París por San Petersburgo, relató sus vivencias del trágico Octubre Rojo hace ahora cien años.
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Cuando Juan Martínez, bailaor flamenco natural de Burgos, se apeó del tren expreso en el andén de la estación de Petrogrado (hoy San Petersburgo) creyó que aquella gente estaba de fiesta pues se escuchaba un rumor de cohetes y fuegos artificiales.
Juan Martínez procedía de París, en cuyos cabarets regentaba un cuadro flamenco, pero al comienzo de la Gran Guerra, con las tropas alemanas amenazando la ciudad, juzgó prudente alejarse del conflicto y buscar mejor acomodo para su arte en Rusia.
Juan Martínez no sabía nada de Rusia. Tan solo que era un país enorme y rico. Una impresión basada en el hecho de que buena parte de la clientela de los cabarets parisinos fueran opulentos aristócratas rusos, gente alegre jovial y muy generosa con las propinas.
Ignoraba nuestro bailarín que las riquezas que ostentaba aquella minoría procedían de la explotación laboral de un campesinado famélico y de obreros industriales sobreexplotados.
Juan Martínez se llevó el susto de su vida cuando, al atravesar la sala de espera, se topó con el cadáver de un policía clavado con una bayoneta en la puerta de la estación. En la amplia avenida que conducía al ferrocarril, sospechosamente desierta silbaban las balas. No eran cohetes ni tracas de carnaval: eran disparos de fusil y ráfagas de ametralladora.
Los rusos no estaban de romería sino de revolución.
-¿Dónde he venido a caer? –se preguntó Juan Fernández, medroso.
Había ido a caer en medio de una revolución que cambiaría el curso de la historia. Ahora se cumplen cien años de aquello y todavía advertimos sus consecuencias.
Rusia era entonces el país más atrasado de occidente. Hacía solo medio siglo (1861) que había abolido la casi medieval servidumbre que vinculaba al campesino (90% de la población) a la finca en la que nacía, pero esa medida no había redundado en una mejora de vida del campesinado analfabeto que proseguía su semi esclavitud en las enormes fincas de los grandes señores de la Corte o, peor aún, explotado por propietarios menores (los kulaks).
El germen revolucionario había crecido en los últimos decenios entre obreros industriales y estudiantes. La omnipresente y temible policía secreta Ojrana y las masivas deportaciones a penitenciarías de Siberia apenas bastaban para mitigar el problema.
Rusia también había entrado en la Gran Guerra al lado de Inglaterra y Francia contra Alemania y Austria. El ejército ruso, dirigido por aristócratas incompetentes, encajaba una derrota tras otra. Al propio tiempo, el desabastecimiento provocado por una deficiente administración condenaba a extensas regiones a la hambruna. A estas calamidades vinieron a sumarse los rigores de un invierno especialmente frío.
El movimiento revolucionario, antes limitado a los obreros industriales ganaba muchedumbres de incondicionales entre los campesinos y aldeanos que el Ejército alistaba como carne de cañón. Las cifras de muertos eran pavorosas.
Surgen los soviets
Los proletarios de los polígonos industriales de Petrogrado, muy politizados por agitadores anarquistas y socialistas, se organizaron en soviets (consejos de trabajadores) y trasladaron sus multitudinarias protestas a los palacios y ministerios del centro de la ciudad.
El desorden, agravado por la guerra y los motines de las tropas en el frente, creció hasta el punto de que la represión policial no pudo ya contener a las masas. «Sois pobres como nosotros, sois nuestros hermanos» podía leerse en las pancartas con las que los trabajadores se enfrentaban al Ejército. Algunos regimientos de la guarnición de Moscú se unieron directamente a los revolucionarios y les suministraron armas.
Con la capital en manos de los amotinados, los propios generales aconsejaron al zar y autócrata Nicolás II que abdicara.
Eso ocurrió en febrero, lo que puede considerarse el primer acto de la revolución. El segundo acto se aplazó hasta octubre. Durante esos ocho meses se fue gestando en el vientre de Rusia a revolución definitiva.
El poder había quedado en manos del parlamento o Duma que nombró un gobierno provisional integrado por políticos liberales y burgueses del Partido Democrático Constitucional (KD o Kadete).
Al principio, la población se sintió liberada y cundió la euforia y la camaradería. Los soviets de trabajadores, de estudiantes y de profesionales (con predominio de socialistas y marxistas) dictaban sus propias normas en un ambiente de libertad, confianza y amor al pueblo.
Los marxistas propiamente dichos estaban divididos en dos facciones: mencheviques, la mayoría, más democratizadores y reformistas, y bolcheviques, una minoría de revolucionarios radicales.
Consciente de sus obligaciones internacionales, el Gobierno provisional, adoptó la impopular decisión de continuar la guerra con Alemania. A ello se sumó que aplazaba las esperadas reformas, los repartos de tierras y las mejoras laborales exigidas. Tampoco reunía a la Asamblea Constituyente prometida (la guerra lo dificultaba todo). Los decepcionados obreros dejaron de apoyarlo y se adhirieron a las soluciones revolucionarias que pregonaban los bolcheviques liderados por Vladimir Lenin.
Los bolcheviques se habían fortalecido después de convencer a docenas de soviets en toda Rusia de que solo ellos acabarían con la guerra y emprenderían la reforma agraria. Aparte de persuadir con promesas se apoyaban en la fuerza de sus fanatizadas milicias o Guardia Roja, germen del futuro Ejército Rojo.
En verano de 1917, el hambre y la decepción por el fracaso de una ofensiva que prometía terminar con la guerra, animó a los bolcheviques a emprender acciones revolucionarias que venían preparando desde tiempo atrás. El gobierno provisional reaccionó restituyendo la pena de muerte y deteniendo a los agitadores. Lenin, siempre celoso cuidador de su integridad física, abandonó Petrogrado y se puso a salvo en la vecina Finlandia.
Menudeaban las huelgas. El cinturón industrial de Petrogrado, ganado por los bolcheviques, amenazaba con adueñarse de la ciudad. Ante tal estado de cosas, a finales de agosto de 1917, el general Kornilov, comandante en jefe del ejército, intentó un golpe de estado apoyado por aristócratas y burgueses.
De farol
Los obreros de Petrogrado se levantaron en armas apoyados por regimientos de soldados y policías. Asediado por los revolucionarios, el Gobierno huyó. Los soviets obreros tomaron el control de las fábricas y los campesinos ocuparon las fincas y palacios campestres a menudo después de asesinar a los propietarios. En el frente se produjo una oleada de deserciones: los soldados querían regresar a sus aldeas para participar en el reparto.
En este ambiente revolucionario, Lenin que había regresado a San Petersburgo en la clandestinidad, disfrazado de obrero, y Trotsky su inteligente colaborador, decidieron que era el momento de hacerse con el poder. La Guardia Roja ocupó los bancos, estaciones, cuarteles, central de teléfonos y ministerios de Petrogrado.
Les salió bien el farol a los bolqueviques. La verdad es que no contaban con muchos apoyos fuera de los obreros fabriles de Petrogrado y de Moscú, pero Lenin maniobró hábilmente para hacerse con partidarios que le permitieran consolidar el golpe de estado: sustituyó al Gobierno huido por otro formado por comisarios del pueblo (el Sovnarkom) y ofreció a las masas lo que esperaban, la terminación de la guerra y la reforma agraria.
Traicionando los tratados suscritos con los aliados, Lenin firmó con Alemania una paz justa y democrática, inmediata, sin anexiones y sin indemnizaciones. Lo que no contó fue que cedía a Alemania una buena porción de Rusia, casi tanto como lo que ambicionaría Hitler unas décadas después.
Rojos contra blancos
Los bolcheviques abrigaban la esperanza de que su victoria provocara el levantamiento de la clase obrera en los países industrializados de Europa. Este cálculo falló pero, a pesar de ello, pudieron consolidar su poder por medio de medidas más represivas que las de la tiranía zarista.
Las potencias aliadas no admitieron la deserción de Rusia de la guerra y apoyaron con tropas y armamento a la facción antibolchevique (los blancos) que intentaba defender el viejo orden. Durante cinco años rojos y blancos se enfrentaron en una guerra civil extremadamente cruel. Finalmente ganaron los rojos y Lenin, con su autoridad reforzada, declaró a Rusia la primera nación socialista, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Esto ocurría en 1922.
¿Qué fue del maestro Juan Martínez nuestro bailarín flamenco? Vivió la revolución rusa a pie de calle, vagando de un lado a otro para escapar de la guerra pero siempre alcanzado por ella. Cuando, por fin, pudo zafarse del peligro regresó a París y reanudó su carrera artística. Allí contó sus andanzas entre los soviets al periodista español Chaves Nogales que las plasmó en un libro: «El maestro Juan Martínez estaba allí».
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