Teodoro León Gross
La épica de la clandestinidad es sugestiva para quienes llevan años deslizándose en la épica retórica del procés.
Claro que para el Govern es una tentación actuar como si fuesen el Govern en la clandestinidad, como si fuesen depositarios de la Generalitat auténtica huidos de la represión al modo de aquellos dirigentes que mantenían viva la llama de las viejas instituciones catalanas durante el franquismo. ¿Bruselas quizá? La épica de la clandestinidad es sugestiva para quienes llevan años deslizándose en la épica retórica del procés. Desde luego no es lo mismo el pequeño Lluís Llach que el gran Pau Casals, el pequeño Mainat que el gran Pompeu Fabra, el pequeño Puigdemont que el gran Tarradellas, y desde luego no es lo mismo el franquismo represor que esta democracia europea... pero son detalles fáciles de sortear para un Proceso que se ha mantenido siempre en un carril paralelo a la realidad.
Que Puigdemont pueda verse como un trasunto de Tarradellas resulta delicioso, sobre todo porque era Tarradellas quien advertía que en política se puede hacer todo menos el ridículo. Él se cuidó de hacerlo. Pero sus sucesores han perdido el pudor tiempo atrás. La imagen de Ada Colau sin ser capaz de responde a preguntas básicas como si Barcelona está en España o si Puigdemont es el president demuestra sus dificultades. No terminan de regresar a la realidad. Pero entretanto en las calles de Cataluña se impone la normalidad de que no hay un sol poble sino una sociedad plural, que no hay República bananera (o butifarrera) sino un Estado democrático europeo que funciona bajo la lógica de la legalidad, que no hay tanques sino Constitución. Hasta Podemos, tan escandalizado con la intervención de Cataluña, ha intervenido a Podem, su marca catalana.
De repente la realidad. Y, en la realidad, los mossos retiran las fotos del President y los consellers, ya sin escolta y coche oficial, no pueden entrar en los edificios públicos más que a recoger. Incluso la cosa podría ser más sofisticada y sí se les permita estar en el despacho, y en lugar de recomendarles que pongan el currículum en Linkedin, para dejarlos allí donde no podrán firmar un papel o gestionar una sola partida con validez. Como en la película Good Bye, Lenin, se trataría de que crean que siguen en el tiempo del procés, bajo la República de Cataluña, y a ellos, como a Christiane, la protagonista del filme, siempre les quedará la posibilidad de ver TV3 para sentir que están disfrutando de las mieles redentoras de la República, que se mantienen en Europa recibidos como socio preferente, que 1.700 empresas han llegado a Cataluña para aumentar su riqueza entre la euforia de un sol poble.
La realidad no es fácil cuando se ha estado mucho tiempo lejos de ella. El propio Junqueras, siempre con su tono de capellà misacantano, escribe el domingo en el boletín parroquial de El Punt Avui una homilía sobre las próximas decisiones que costará entender, y eso parece significar volver a la realidad. Para muchos es algo impensable, y van a mantenerse en el matrix del procés. Puigdemont quizá se levantase hoy por la mañana, se mirase en el espejo, donde vería todavía al Molt Honorable al que se le cuadran los mossos de la escolta, y quizá pensara que aquí ya no es posible prolongar esa ficción, sentado en el bar de abajo por más que los parroquianos allí le llamen president. La última tentación es huir a Bélgica, acogido por un partido nacionalista –qué más da si neofascista– para dejar crecer el mito, tan del gusto de su clientela, de que son La Résistanceheroica de la represión española, vestales de la llama sagrada de la República de Cataluña. Eso, admitámoslo, sí que puede ser un final delirante a la altura del Procés.
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