EL PAÍS DUI
Jorge Galindo
El equilibrio sólo tiene lugar cuando el Estado se mantiene neutral y no es cuestionado.
Manifestación en Barcelona pidiendo la libertad de Jordi Sánchez y Jordi Cuixart. CRISTÓBAL CASTRO
Nos hemos acostumbrado a que la lucha política sea un conflicto puramente dialéctico. Esto es, en realidad, una fantástica noticia. Significa que una de las premisas básicas para una democracia estable se había cumplido, al menos hasta ahora: que el uso de la fuerza quede fuera del debate porque siempre está del lado del Estado, que es por definición neutral, y además lo abarca todo. Territorialmente, pero también ideológicamente.
Pero, ¿qué pasa cuando alguien quiere salirse de este paraguas, creando un desafío al monopolio de la violencia? Entonces, el Estado deja de ser neutral (no está en su lógica serlo si se le amenaza). La fuerza vuelve a estar en juego. Sin embargo, se produce aquí un desajuste entre la realidad y las expectativas de quienes participan de ella, que en su mayoría siguen esperando que la política se mueva dentro de parámetros dialécticos. La sombra de la fuerza genera incomodidad entre muchos, lo cual supone una oportunidad para otros.
La oportunidad llega para aquellos que, sin estar dispuestos a llegar al límite, sí deciden explotar el rechazo que la mayoría siente con la vuelta de la fuerza a la arena política. Lo hacen afirmando que en un Estado democrático los conflictos “se resuelven con más democracia, no con la coerción”.
Pero esta es una falsa elección. El verdadero dilema es que sin la amenaza velada de la fuerza no hay democracia auténtica, pero sin democracia que la embride la fuerza se desboca. ¿Por qué estamos más dispuestos a vivir bajo democracia sin coerción que bajo coerción sin democracia, si ninguna funciona adecuadamente sin la otra? Al final, en la primera situación cualquier grupo lo suficientemente organizado y decidido podría hacer libre uso de la fuerza. Exactamente igual que en la segunda.
Este equilibrio, difícil de conseguir, solo tiene lugar cuando el Estado se mantiene neutral, y no cuestionado. Hasta ahora, hemos podido ignorar el dilema precisamente porque nos encontrábamos dentro de dicho equilibrio. Pero ahora que el Estado está en cuestión, estamos forcejeando en el borde de un precipicio. Y corremos el peligro de despeñarnos.
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