EL PAÍS
Xavier Vidal-Folch
Este lunes sabremos si el 'president' ha tenido la lucidez de reencauzar el drama.
Oriol Junqueras, este sábado en Barcelona. ALBERT GARCIA
Este domingo es el día D para el president de la Generalitat, Carles Puigdemont. Y para el futuro de Cataluña. Este lunes a las diez de la mañana sabremos si ha tenido la lucidez de reencauzar el drama volviendo a la ley democrática para desde ella intentar cambiarla.
O si ha sucumbido al radicalismo milenarista de la CUP y al peligroso ensimismamiento de su vicepresidente Oriol Junqueras. Aquella le exige que en un “acto solemne” proclame la república. Este dice confiar en Puigdemont —no lo parece tanto cuando se mofa de él a micrófono presuntamente cerrado— pero solo para que declare su república.
O si ha sucumbido al radicalismo milenarista de la CUP y al peligroso ensimismamiento de su vicepresidente Oriol Junqueras. Aquella le exige que en un “acto solemne” proclame la república. Este dice confiar en Puigdemont —no lo parece tanto cuando se mofa de él a micrófono presuntamente cerrado— pero solo para que declare su república.
Ambos claman así para que el Gobierno central les aplique la tortura, el artículo 155 de la Constitución, como señal para decretar el inicio de la rebelión popular. A algunos no les importa que esta acabe en sangre; de otros, claro. De hecho, algunos lo justifican hasta de viva voz, se sabrán sus nombres. Pretenden ese desenlace como coartada justificativa (a presentar al mundo) de una secesión remedial, un remedio o mal menor frente a un Estado insensible al que acusan de tiránico.
Mejor que no nos liberen, gracias, si ha de ser con nuestra sangre, piensan más bien los catalanes. Mejor que el president siga el consejo, esta vez acertado, de su antecesor, Artur Mas, que ha leído bien la negativa de Europa a la segregación de unos de sus Estados miembros. Convoque elecciones ya. Aunque las bautice de constituyentes, simbólicas o pluscuamperfectas, que ya todos conocen esos feraces trucos nominalistas (plebiscitarias, parada de país, obedecer el mandato...)
Puede convocar por la brava, es su competencia. Anunciarlo mañana mismo equivaldría a contestar el correo recibido del presidente del Gobierno. ¿Quién obstaculizaría unas elecciones, convocadas esta vez según el Estatut? ¡por fin algo legalmente! ¿Acaso no sería una restauración de facto del orden estatutario?
O puede simplemente acabar con la ambigüedad, que ya no dará más de sí tras su Día D. ¿Cómo? Reconociendo que aunque haya asumido en persona —como dijo el martes ante el Parlament—, el mandato de la independencia, y que incluso lo firmase al rubricar la vergonzosa declaración secesionista semiclandestina posterior, todo eso no vale nada.
No vale desde luego para la legalidad constitucional. Pero tampoco desde la óptica de la golpista (y suspendida) ley del referéndum. Porque es un despojo, al haber incumplido el Govern 26 de su 34 artículos. Y porque el famoso 4.4 atribuye al Parlamento, y no al president, la facultad de declarar la segregación.
O al menos así se infiere de su texto literal: es la Cámara la que “a los dos días siguientes a la proclamación de los resultados oficiales por la Sindicatura Electoral [abolida por el propio Govern] celebrará una sesión ordinaria [la del 10 de octubre] para efectuar la declaración formal de la independencia”. Como no fue así, no hay declaración válida de ninguna manera. Pida ayuda Puigdemont, para el redactado, a los letrados del Parlament (rebeldes a la ignara tiranía de su presidenta Carme Forcadell), que de esto saben, y se la prestarán gratis.
Ignore a Oriol Junqueras, apresurado a precipitarse al caos. Arguye que el gran salto de haber convencido al Gobierno para iniciar la reforma constitucional es una “supuesta propuesta” de los que procuraron “tumbar el Estatut” de 2006: falso, el partido socialista fue quien lo avaló, y que el PP prometa volver al buen camino es una buena noticia, no mala.
Mejor aún: si el (digamos, por simplificar) bloque constitucionalista está dispuesto a reformar aquello que más le une, que es precisamente la Constitución, ¿acaso no es ello muestra de generosidad, de mano abierta, de una flexibilidad que deberían aprovechar quienes reclaman cambios?
El otro argumento del encastillado Junqueras no lo hace público, lo usa solo con los íntimos: “Si hemos llegado tan lejos y han detenido a mis más estrechos colaboradores, que están bajo procedimiento judicial, yo me debo a ellos y no soy libre para descabalgarme a mitad de la carrera”.
Hay mejor solución que esa mala salida. Envíen emisarios, acuerden los detalles de la restauración de la normalidad constitucional (incluso para cambiarla), consigan el compromiso de que el Gobierno influirá para la retirada posterior de ciertas acusaciones del ministerio fiscal. Rompan con el radicalismo antisistema.
President, desoiga a sus hooligans. Salvo al (muy religioso) que le instó a recordar el Evangelio: el protagonista entró en Jerusalén bajo palmas y a la semana fue crucificado. No añada el riesgo de otra sangre a la ruina que ya empezó a regalar a los catalanes.
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