Andreu Jaume
Barcelona es en estos días una ciudad deprimida, políticamente desahuciada y con brotes de odio. La voz del Parlamento ha sido sustituida por una “masa de acoso” dirigida y espoleada por la ANC y Òmnium Cultural.
Los pasados días 6 y 7 de septiembre, cuando seguía atónito las sesiones del Parlamento de Cataluña en la que se trató de legitimar una nueva e improvisada legalidad, recordé una reflexión de Elias Canetti en sus Apuntes, escrita en Londres y en 1942, cuando Reino Unido resistía a solas el imparable avance de Hitler en toda Europa: “Siempre que los ingleses atraviesan un mal momento, me embarga un sentimiento de admiración por su Parlamento. Éste es como un alma reluciente y sonora, un modelo representativo en el que, ante los ojos de todos, se desarrolla aquello que de otro modo permanecería secreto”. La admiración de Canetti por la indesmayable pervivencia de la vida parlamentaria británica, aun en uno de los periodos más oscuros de su historia, era el sentimiento opuesto a la vergüenza y la humillación que yo sentía en aquellos momentos como ciudadano de Barcelona, viendo cómo se violaban en directo mis derechos de representación en un acto dirigido por una presidente —tan ente es la mujer como el hombre— con vocación totalitaria y en connivencia con una mayoría absolutista.
Esos dos días en el Parlamento fueron el huevo de la serpiente de lo que estamos viviendo en Cataluña desde entonces y que no sabemos cómo puede acabar, si es que algún día acaba. Ahí se escenificó la batalla que se está librando —no solo en Cataluña sino en toda Europa— entre la democracia representativa y una supuesta democracia plebiscitaria de la que no sabemos nada, salvo que quiere instaurar una república de gente buena. La abstracción del pueblo —el Volksgeist— se ha puesto por encima del poder legislativo y del poder judicial, con un Ejecutivo que actúa como oráculo visionario de la voluntad demótica. A la espera de saber cómo se van a aplicar exactamente las medidas que Rajoy, al amparo del artículo 155 de la Constitución, ha elevado ya al Senado para restaurar el orden constitucional, los ciudadanos de Cataluña estamos viviendo un verdadero estado de excepción, zarandeados entre una paralegalidad promulgada y suspendida, pero amenazante, y otra vigente y constitucional que está aún en trámite. Recordemos que, inmediatamente después de llegar al poder, Hitler proclamó, el 28 de febrero de 1933, el Decreto para la protección del pueblo y del Estado que suspendía la Constitución de Weimar, un decreto que nunca fue revocado y que rigió en Alemania el estado de excepción durante 12 años.
Esa excepcionalidad se ha trasladado ahora a la calle, donde las voces del Parlamento han sido sustituidas por el clamor unánime de una “masa de acoso” —la expresión es, otra vez, de Canetti—, dirigida y espoleada por la ANC y Òmnium Cultural, las dos asociaciones que están tratando de escenificar la farsa de un “pueblo oprimido” contra un “Estado represor”. La operación es de una perversión moral absoluta. Una oligarquía política que lleva gobernando Cataluña desde hace 40 años se disfraza, con la ayuda teatral de la CUP, de pueblo asfixiado y, armada con un fenomenal aparato propagandístico que cuenta con la televisión, la radio y la escuela públicas, pretende poner en jaque al Estado de derecho. Los juristas nazis hablaban sin ambages de un gewollte Ausnahmezustand, un estado de excepción deliberado, con el fin de instaurar el Estado nacionalsocialista. Giorgio Agamben, el filósofo que con mayor ambición y rigor ha estudiado el fenómeno del estado de excepción como una de las prácticas de los Estados contemporáneos —la “abolición provisional de la distinción entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial”— ha dicho que el estado de excepción se presenta “como un umbral de indeterminación entre democracia y absolutismo”, exactamente lo que está instaurando Puigdemont en nombre de la democracia, la libertad y los derechos humanos.
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