Roberto Villa García
Fotografía de la publicación 'La actualidad', manualmente retocada para acentuar el dramatismo. LA ESFERA DE LOS LIBROS
- A finales de julio de 1909 los piquetes se extendieron por la ciudad tras el embarque de reservistas con destino a Marruecos.
- Aquellos sietes días murieron 79 personas, y se ajustició al anarquista Ferrer Guardia, medida muy contestada en la calle.
Aquel verano de 1909 fue uno de los más convulsos del recién estrenado siglo XX. El gobierno conservador presidido por Antonio Maura había decretado la movilización de diversos núcleos de reservistas para completar las unidades militares que debían embarcar hacia Melilla. Aquella guarnición necesitaba refuerzos tras las operaciones de policía ordenadas por el general Marina a resultas del acuchillamiento de cinco empleados de la Compañía Norteafricana que explotaba las minas de plomo de Beni-bu-Ifrur, y para proveer las posiciones avanzadas que permitirían proteger Melilla de nuevas incursiones rifeñas.
La necesidad se había hecho perentoria el 5 de julio, cuando una junta de jefes tribales declaró la guerra a España, desatendiendo, como de costumbre, la autoridad del sultán de Marruecos. La incapacidad de este último para salvaguardar el orden en el Rif y proteger los enclaves e intereses españoles convenció al gobierno Maura de la conveniencia de establecer un hinterland defensivo que remediara el ahogo endémico de Melilla. Las operaciones debían culminar con la toma del macizo del Gurugú, baluarte desde donde los rifeños amenazaban los arrabales de la ciudad.
El uso de soldados en la reserva, hombres aún sujetos al servicio militar, pero fuera ya del periodo de instrucción e insertos en la vida civil -no pocos de ellos casados, con hijos y empleos estables-, hizo especialmente impopular esta pequeña guerra. Todavía es un misterio por qué el ministro de la Guerra, general Linares, no desplegó primero la Brigada que, con base en el campo de Gibraltar, estaba preparada para actuar en Ceutao Melilla, según se requiriera.
Era cierto que la movilización de reservistas para la integración orgánica de las unidades estaba contemplada en la Ley de Reclutamiento y Reemplazo del Ejército y obedecía a la técnica más moderna. Pero cabían pocas dudas de su impopularidad para conflictos que trascendían la mera defensa del territorio nacional, sin que aquélla pudiera compensarla la calidad militar o la moral de los efectivos movilizados. En todo caso, las imprecaciones contra la guerra, patentes a principios de julio durante la despedida de los reservistas de Madrid y Barcelona ante unos familiares consternados, mostraron a las organizaciones republicanas y obreristas un filón que explotar en su constante labor de deslegitimación de la monarquía constitucional.
Una proclama publicada el viernes 23 de julio en el periódico La Internacional, dirigido por el socialista Antonio Fabra Ribas, pidió la reunión de un congreso nacional de sociedades obreras para acordar una huelga general en toda España. El comité de Madrid la fechó para el 2 de agosto, pero el de Barcelona, integrado por representantes anarquistas, de UGT y sindicalistas de Solidaridad Obrera, predecesora de la CNT, precipitó la protesta a la mañana del lunes, 26 de julio, aprovechando el caldo de cultivo de un nuevo embarque de reservistas y tras haber recabado la colaboración de militantes del catalanismo de izquierdas y del republicanismo radical.
Aunque se ha popularizado la participación de Alejandro Lerroux, éste, ausente de España desde febrero de 1908 y favorable a la intervención de España en Marruecos, estuvo al margen de los hechos. En todo caso, la tarde del 26 de julio los piquetes extendieron la huelga por Barcelona y otros centros industriales de la provincia. El incremento de los disturbios conllevó la declaración de la ley marcial y el despliegue de los soldados para apoyar a la policía en labores de vigilancia. La Semana Trágica había comenzado.
El 27 de julio la protesta adquirió verdadero carácter insurreccional. Proliferaron las barricadas, los asaltos a las armerías y los tiroteos contra la fuerza pública desde los tejados, balcones y azoteas. Se cortaron las líneas telegráficas y telefónicas y el tendido eléctrico, se interrumpió el tráfico ferroviario y se volaron puentes. Protegidos los edificios oficiales, los asaltos e incendios se concentraron en las casetas donde se cobraba el impuesto de consumos y, especialmente, en 63 iglesias y conventos, que fueron saqueados y quemados total o parcialmente. Los 2.000 efectivos, entre policías y soldados, se vieron desbordados por la generalización y dispersión de la violencia.
Los dirigentes del comité de huelga intentaron encauzar el levantamiento hacia la proclamación de la República. Sin embargo, y pese a la destacada participación de muchos de sus afiliados en la revuelta, los dirigentes del catalanismo de izquierdas y del Partido Radical se desligaron de toda responsabilidad. Esto, y que la revolución no se extendiera al resto de España, desmoralizó a los insurrectos.
El levantamiento languideció el viernes 30 de julio, cuando la fuerza pública recibió órdenes de sofocarlo activamente. La llegada de refuerzos de Valencia y Zaragozaterminó con él al día siguiente. Hasta el 1 de agosto el gobierno contabilizó 78 muertos, 153 heridos graves y más de un centenar de edificios incendiados, la mayoría de ellos religiosos. Se abrieron más de 700 causas con un número de implicados que sobrepasó el millar y medio y se impusieron 17 condenas de muerte y 59 de cadena perpetua.
Pero el corolario más célebre de aquella Semana Trágica fue la ejecución de Francisco Ferrer Guardia, destacado anarquista, junto a otros cuatro individuos a los que no se indultó. El caso Ferrer fue polémico por lo endeble de las pruebas condenatorias, sin más base que los testimonios de afiliados radicales y socialistas. Ferrer Guardia estuvo en Barcelona y alentó la revuelta, pero no se mezcló en los desmanes ni organizó o dirigió el levantamiento.
En su condena pesaron factores ajenos, como su defensa del terrorismo como método revolucionario o su implicación en anteriores atentados, especialmente en los magnicidios frustrados contra Alfonso XIII en 1905 y 1906. Las manifestaciones contra la ejecución de Ferrer, llevadas a cabo por las organizaciones obreras de varias ciudades europeas, estarían sobre la base de una campaña que, momentáneamente, rompería la solidaridad entre los partidos conservador y liberal, y propiciaría, en octubre de 1909, la caída de Maura.
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