Enrique Krauze
Nadie en el mundo duda de la identidad cultural catalana. Pero esa Cataluña está en vilo y puede perderse debido al poder de sus propios demonios y fantasmas. El ‘nosotros’ del independentismo es imperioso y excluye a los otros.
EDUARDO ESTRADA
“No hay más personas que las físicas. Es siempre la primera persona del singular la que habla como primera persona del plural. Es siempre un yo el que dice nosotros”: Gabriel Zaid
Isaiah Berlin, uno de los grandes liberales del siglo XX, creía en las personas individuales (únicas personas reales, únicas personas no metafóricas ni abstractas). Creía en el “yo” no egoísta (o consciente y crítico de su egoísmo). Creía en el yo libre, responsable y solidario. Al mismo tiempo, y sin contradicción, creía que el “yo” podía enriquecerse en la construcción imaginaria de un “nosotros” ligado a una lengua, unas costumbres, un estilo de vida, “una tradición que proviene de una experiencia histórica compartida”.
En su libro Vico y Herder (1976), Berlin enriqueció al liberalismo con el valor de la pluralidad cultural. Como un romántico del siglo XIX, Berlin se enamoró del ideal herderiano y creía que las culturas no estaban predestinadas a pelear eternamente entre sí. En una conversación de 1992 de Berlin con el gran editor estadounidense Nathan Gardels, este le recordó que, en el siglo XX, “el Volksgeist se convirtió en el Tercer Reich”, a lo que Berlin respondió: “He vivido el peor siglo que Europa haya tenido jamás. En mi vida han sucedido más cosas terribles que en ninguna otra época de la historia. Peores aún, sospecho, que en la época de los hunos”. No obstante, confiaba en que el problema de la convivencia entre culturas se había superado en las naciones que él llamaba “satisfechas”: Estados Unidos, Europa, Australia, Japón. En la periferia del antiguo mundo colonial y subdesarrollado —agregó— “cabe esperar que los diversos pueblos se cansen de pelear y la corriente de sangre se detenga o amaine”. Ese era el panorama que vislumbraba para el siglo XXI: “No deseo abandonar la creencia de que el mundo puede ser un ordenado tapiz de diversos colores, en el que cada fragmento desarrolle su propia y original identidad cultural y sea tolerante de las demás. No es un sueño utópico”.
Este independentismo renuncia al “mínimo de valores universales” que pedía Isaiah Berlin
Según John Gray, había una contradicción inherente en el pensamiento de Berlin. Por un lado, creía en el pluralismo de valores y tenía una concepción historicista de la naturaleza humana; por otro, creía en las reivindicaciones universalistas del liberalismo clásico. Pero si hay de verdad —dice Gray— un pluralismo de valores, ¿no es la libertad un valor más entre otros?
La libertad no es un valor más entre otros, pensaba Berlin (y con él buena parte de la tradición filosófica y aún religiosa de Occidente). La libertad es el valor natural y esencial del ser humano. Pero Berlin era el primero en reconocer que el edificio de la pluralidad dependía de una condición necesaria: la aceptación universal de un “mínimo de valores”. Sólo ese acuerdo podía mantener al mundo en orden: “De otro modo estaremos destinados a perecer”. Berlin murió en paz, confiando en que ese “mínimo de valores” —fincado en la libertad individual— podía alcanzar una “aceptación universal”.
El siglo XXI lo ha desmentido (parcialmente) en casos previsibles como el fundamentalismo islámico, cuya identificación con los valores de la Ilustración universal es prácticamente nula y quizá imposible. El renacimiento del racismo europeo y el nativismo estadounidense son otros casos no menos lamentables aunque quizá reversibles (a mediano plazo) de rechazo a aquellos “mínimos valores universales”. Pero hay un caso reciente que a Isaiah Berlin, estoy seguro, le habría parecido no solo lamentable sino incomprensible: el Volksgeist catalán.
Cataluña debe definirse como un espacio plural, solidaria con la nación de la que forma parte
Nadie en el mundo —lo digo casi sin hipérbole— duda de la identidad cultural catalana. Está en su lengua, en sus maravillosas ciudades y pueblos, en su estilo arquitectónico, en sus costumbres culinarias, en sus bailes, en su música y en su paisaje. Está en el temple de su gente, en sus nobles ciudades romanas, sus reminiscencias judías, sus historias medievales, renacentistas, ilustradas y modernas. Está en sus escritores y pensadores. Barcelona fue la patria de tantos escritores de nuestra lengua que (bajo la sombra generosa de Carmen Balcells) escribieron ahí sus obras maestras. Esa identidad cultural está en el equipo de fútbol en cuyas filas han militado estrellas de varios países (desde el legendario Kubala hasta el prodigioso Messi) y cuyos colores azulgrana visten con ilusión y orgullo niños de todo el planeta. Esa es la Barcelona que todos queremos y visitamos.
Esa Cataluña está en vilo y puede perderse (para España, para Europa, para sí misma) no por la opresión de un poder ajeno sino por el poder de sus propios demonios, de sus propios fantasmas. Al renunciar a ese “mínimo de valores universales” del que hablaba Berlin, al voltear la espalda al derecho, la ley y la libertad conquistadas en 1975 (tras una terrible guerra civil y una ominosa dictadura), se malogra día con día el sueño de una Cataluña libre y plural.
Los catalanes de puño en alto recuerdan a los fanáticos del Volksgeist alemán. Para ellos la identidad no es un acervo cultural que hay que preservar sin exclusión de otros (en diálogo con ellos), sino un arma política que debe utilizarse para excluir a los otros, a lo otro. Su “nosotros” no es libre, responsable y solidario. (Solidaria fue la respuesta española tras los atentados del Estado Islámico). Su “nosotros” es imperioso. No se define por lo que afirma sino por lo que niega. Su “nosotros” no es cultural sino político. Su nosotros no es patriótico, es nacionalista.
Otro célebre escritor británico, hombre que probó su amor a la libertad no sólo en libros y ensayos sino con las armas en la mano, describió la diferencia en sus Notas sobre el nacionalismo. “El nacionalismo no debe confundirse con el patriotismo (…) aluden a dos cosas diferentes, incluso opuestas. Por patriotismoentiendo la devoción por un lugar determinado y por una determinada forma de vida que uno considera los mejores del mundo, pero que no tiene deseos de imponer a otra gente. El patriotismo es defensivo por naturaleza, tanto militar como culturalmente. El nacionalismo, en cambio, es inseparable del deseo de poder, el propósito constante de todo nacionalista es obtener más poder y más prestigio, no para sí mismo, sino para la nación o entidad que haya escogido para diluir en ella su propia individualidad”.
Orwell escribió esas líneas siete años después de defender la libertad en Cataluña, de España, de Europa, de Occidente. Estaría avergonzado de lo que la corriente de sangre que marca los pasos y late en los gestos de los catalanes que siguen a su pequeño Führer. Ojalá Cataluña recapacite y opte por definirse como una identidad plural: devota de la cultura propia, pero libre, responsable y solidaria con la nación de la que forma parte.
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